empujaramos, que la hamacaramos como quien hamaca a un nino, para refrescar un poco la quemadura de las sabanas. Tenia la carne llagada y los miembros como muertos, y dentro de todo ese destrozo ardia su inteligencia entera. Ella, que siempre se arreglo tanto y que fue tan coqueta, sufria ahora la humillacion de un organismo sin control, sucio y descompuesto. Estaba presa en el interior de su cuerpo, pasajera a la fuerza de su viaje biologico; y pasaban los dias y ella seguia a la espera, sitiada por el fin de las cosas y los dolores.

Otras veces, en cambio, se quedaba quieta como una talla en marmol y reunia todas sus energias para sacar un hilo de voz casi inaudible:

– Que tiempo hace fuera -preguntaba sin signos de interrogacion, porque no tenia aliento para tanto.

– Esta bueno -respondia la atribulada Amanda, que, como su hijo, tampoco tenia imaginacion.

– Que tiempo hace fuera -repetia dona Barbara como si no la hubiese oido.

Y entonces Airelai, que adivinaba lo que queria la abuela, le describia la vida tal y como esta seguia siendo, torrencial e impavida, al otro lado de las ventanas y de la agonia:

– Hoy es un dia muy limpio, porque ha soplado el viento y se ha llevado lo que quedaba del mes de agosto. En lugar de esos polvorientos restos del verano, que estuvieron arrastrandose por las calles hasta ayer mismo, ha entrado hoy en el mundo un aire transparente que huele un poco a invierno. Es un aire extremadamente delicado y mucho me temo que se manchara pronto; pero hoy es delicioso sentir su roce fresco en las mejillas, y chuparlo en los labios. Sabe a gota de lluvia.

Y dona Barbara clavaba en el techo sus ojos brumosos y paladeaba sus memorias de otono, que eran parte del equipaje intimo y secreto que iba a llevarse.

En ocasiones la abuela sufria crisis en las que la pizca de aliento que le quedaba parecia querer escaparse de la ruina de huesos y pellejos. Entonces se crispaba y se aferraba con sus dedos de cristal al cabecero de la cama, un barrote curvo con el niquelado lleno de picaduras; y asi agarrada al mundo para que el mundo no se fuera, con los ojos como dos pozos aterrados y combatiendo contra la angustia negra, empezaba a recitar una monotona salmodia:

– Yo soy Barbara Mondragon Salva Jimenez Darsena… Yo soy Barbara Mondragon Salva Jimenez Darsena…

Repetia su nombre una y otra vez para no olvidarse de si misma, para no diluirse en la oscuridad que la esperaba, como si prefiriera esa agonia de horror y de dolor a una nada quiza dulce y sin memoria.

– Que tiempo hace fuera…

– Una tormenta seca. Corren las centellas por el cielo, pero por aqui abajo no cae ni una gota de agua. Eso si, sopla un vientecillo que levanta pequenas polvaredas y que arana las piernas. Es un dia extrano y el aire esta amarillo.

Mentia Airelal al contar esto, porque la tarde era despejada, gris e insulsa. Pero a nuestro patio no se asomaban los cambios de estacion, asi que daba lo mismo decir una cosa u otra.

– ?Por que estas aqui con ella? ?Por que la tratas tan bien? -le pregunto Amanda a la enana una manana, entre susurros, mientras la abuela dormitaba un poco.

– ?Y tu? -Lo mio es normal. A mi me toca. -?Por que?

– ?Quien lo va a hacer, si no? Es mi destino.

– ?Por que?

– por que, por que… Tengo mala suerte, ya lo sabes. Asi son las cosas. Pero tu… Tu no estas obligada. Y ella no ha sido buena.

– Yo a veces tampoco.

– Quiero decir que es dificil quererla.

– Hemos estado muchos anos juntas. Es parte de mi vida. La conozco bien y ella sabe de mi. A veces une mas el conocimiento que el carino.

– Ojala yo no la hubiera conocido. Ni a ella ni a su hijo.

– La vida es como es. ?Para que molestarse en sonar que las cosas hubieran sido de otro modo? Bastante dano hacen ya los deseos proyectados hacia el futuro como para torturarse ademas con estupidos deseos hacia el pasado. Pero me preguntabas que por que estoy aqui y te voy a dar una respuesta: para ver como es, para ir aprendiendo.

Ascendia la abuela trabajosamente la ultima cuesta de su tiempo y su pecho sonaba como un fuelle lleno de fisuras: parecia mentira que un ser tan diminuto y fragil pudiera hacer un ruido semejante sin quebrarse. Segundo empezo a entrar en el cuarto de cuando en cuando. Asomaba su rostro sombrio, con la barba crecida y la camisa sucia, porque ahora se habia abandonado y ya no se arreglaba como antes; asomaba la cara y arrugaba el hocico, porque aunque manteniamos la ventana abierta el aire del cuarto era agrio y denso. Al cabo avanzaba unos pasos, se inclinaba sobre el camastro de la abuela y miraba y callaba sin hacer un solo gesto. Parecia una hiena esperando el suspiro final para clavar el diente.

– Que tiempo hace fuera…

– Nieva -mentia la enana-. El dia es opaco y luminoso, sin viento, y los copos caen muy lentamente. Todo esta blanco y blando, muy bonito. Y hay en el aire un silencio y una paz que invitan al sueno.

Pero dona Barbara se aferraba convulsamente al barrote picado y jadeaba sin querer ceder terreno en la batalla, apurando la pesadilla de su viaje. Cuando los jadeos se hicieron estertores, Amanda considero conveniente avisar a Segundo. Este entro en el cuarto con la cabeza hundida entre los hombros y lleno la habitacion de su presencia enorme. Se sento en la cama, que gimio bajo su peso; escudrino durante unos instantes a dona Barbara y entonces, cosa extraordinaria, cogio una de las aracnidas manos de la mujer entre sus manos colosales. Alli quedaron esos deditos transparentes, agitados por temblores menudos, acunados delicada y timidamente entre las zarpas de Segundo, que observaba a su madre con atencion y con ansiedad, como esperando algo. Transcurrio asi algun tiempo, mientras los minutos se escurrian por la tarde abajo como se escurren los ultimos granos de un reloj de arena. Entonces la abuela abrio los ojos de par en par, alzo un poco la cabeza de la cama, contemplo fijamente a su hijo y dijo:

– Maximo. Se oyo un crujido horrible, el restallar de los fragiles huesos al quebrarse cuando Segundo cerro brutalmente sus manazas sobre la de su madre; pero tal vez dona Barbara ya no sintiera nada, porque cuando cayo de nuevo sobre la almohada ya estaba muerta. Entonces Segundo se puso en pie y aullo, aullo como un loco, como un animal salvaje, con un sonido inhumano y feroz que reboto en las paredes del cuarto y nos helo el corazon. Y cuando ya Amanda, la enana y yo creiamos que habia llegado nuestra hora y que nos despedazaria a todas para saciar el odio que vibraba en su grito, el hombre se giro, choco con la pared, dio un tiron de la puerta que la arranco del marco y salio de la habitacion tambaleandose.

Yo tenia miedo de crecer demasiado, de cambiar tanto que, cuando mi padre regresara, no pudiera reconocerme. A finales de aquel verano pegue otro estiron y durante algunos dias hube de adaptarme a la nueva geometria del mundo, porque ahora mis ojos estaban por encima del cerrojo grande de la puerta, cuyo reborde de metal manchado antes solo veia si me ponia de puntillas; y las ventanas se habian achicado, y ahora tenia que agacharme para poder ver la parte inferior del cajon de la alacena, que tenia un nudo en la madera que parecia el ojo de un tigre.

Yo tenia miedo de crecer demasiado y tenia tambien otro temor mas desesperado, que era el de haber cambiado ya irremisiblemente; porque recordaba entre moviles sombras aquel tiempo antiguo, mucho antes de mi llegada en tren a la ciudad y antes aun de aquel caseron gris en el que permaneci, junto a otros ninos tristes, unos anos oscuros; y creia ver borrosamente una figura alta y de color azul que sin duda era mi padre y que acariciaba en silencio mi cara con un dedo azul y tibio. Y mi cara de entonces por fuerza tenia que ser una cara diferente, porque aquello sucedio en una epoca remota, siendo yo tan chica que aun no era yo misma. Nunca dude del regreso de mi padre; sabia que algun dia llegaria inevitablemente, del mismo modo que llegaria la Estrella, nuestra Estrella luminosa de los buenos tiempos; pero temia que no me recordara, que pasara delante de mi sin siquiera mirarme, como si el fuera ciego o yo invisible. Y a veces lo sonaba: sonaba que mi padre cruzaba a traves de mi inadvertidamente, y yo no tenia manos para pararle ni voz para advertirle; yo no era mas que un

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