mas alto que la nina: «?Ay, ay! ?Mi pequena tiene los Dedos de la Bruja!». Eso decia, queriendo decir la viruela. Pero Kossil, que es ahora la Suma Sacerdotisa del Dios-Rey, se acerco a la cuna y tomo al bebe en brazos. Todos los demas habian retrocedido, y yo con ellos. No es que tenga en mucho mi propia vida, mas ?quien entra en una casa donde hay viruela? Pero ella no estaba asustada, ella no. Alzo a la nina y dijo: «No tiene fiebre». Se mojo los dedos con saliva y froto las manchas rojas, que desaparecieron. No eran mas que zumo de moras. ?La pobre tonta de la madre habia querido enganarnos y quedarse con la nina! —Manan reia a carcajadas mientras recordaba; mantenia casi impasible la cara amarilla, pero le temblaban los flancos.— Entonces el marido la azoto, pues temia la colera de las sacerdotisas. Y pronto regresamos al desierto; pero cada ano alguien de aqui, del Lugar, volvia a la aldea de los pomares, a ver como seguia la pequena. Asi pasaron cinco anos, y entonces Thar y Kossil emprendieron el viaje, con los guardianes del Templo y los soldados de casco rojo que envio el Dios-Rey para que las escoltaran y protegieran. Y trajeron a la nina, porque era en verdad la Sacerdotisa de las Tumbas reencarnada, y tenia que estar aqui. ?Y quien era esa nina, eh, pequena?

—Yo —respondio Arha, mirando a lo lejos, como pendiente de algo que no alcanzaba a ver, algo que habia desaparecido.

Una vez pregunto: —?Que hizo la… la madre, cuando fueron a llevarse a la nina?

Pero Manan no lo sabia; no habia acompanado a las sacerdotisas en aquel ultimo viaje.

Y ella no lo recordaba. ?Para que servia recordar? Todo aquello habia desaparecido para siempre. Habia llegado al lugar indicado. De todo el mundo ella solo conocia un lugar: el Lugar de las Tumbas de Atuan.

El primer ano habia dormido en el gran dormitorio, con las otras novicias, ninas de entre cuatro y catorce anos. En ese entonces ya habia elegido a Manan, entre los Diez Guardianes, para que cuidara de ella, y el camastro estaba instalado en una alcoba, algo separada del gran dormitorio con vigas bajas de la Casa Grande, donde las otras ninas cuchicheaban entre risas ahogadas antes de dormirse y bostezaban mientras se trenzaban unas a otras los cabellos a la luz gris de la manana. Y desde que le quitaron el nombre y se convirtio en Arha, dormia sola en la Casa Pequena, en el lecho y en la alcoba que serian su lecho y su alcoba durante el resto de su vida. Esa era su casa, la Casa de la Sacerdotisa Unica, donde nadie podia entrar sin su permiso. Cuando todavia era muy pequena, le gustaba que la gente llamara humildemente a su puerta y responder: —Puedes entrar. —Y la exasperaba que las Sumas Sacerdotisas, Kossil y Thar, se consideraran autorizadas para entrar en la casa sin llamar a la puerta.

Pasaban los dias y pasaban los anos, siempre iguales. Las ninas del Lugar de las Tumbas ocupaban las horas del dia con tareas y disciplinas. Nunca se entretenian con juegos. No habia tiempo para jugar. Aprendian las danzas sagradas y los cantos sagrados, las historias de los Paises Kargos y los misterios de los distintos dioses a quienes estaban dedicadas: el Dios-Rey, que reinaba en Awabath, o los Hermanos Gemelos, Atwah y Wu-luah. De todas ellas, solo Arha aprendia los ritos de los Sin Nombre, que eran ensenados por una sola persona, Thar, la Sacerdotisa Suprema de los Dioses Gemelos. Esta circunstancia la apartaba de las otras ninas durante una hora o mas al dia, pero al igual que ellas pasaba la mayor parte de la jornada trabajando. Aprendian a hilar y tejer la lana de los rebanos de ovejas, y a cultivar, cosechar y preparar los alimentos cotidianos: lentejas, cereales — machacados para el potaje, molidos para el pan azimo—.cebollas, coles, queso de cabra, manzanas y miel.

Lo mejor que podia ocurrirles era que les permitiesen ir a pescar en el rio de aguas verdes y turbias que corria por el desierto, a un kilometro al nordeste del Lugar: almorzar una manzana o una tortilla de maiz fria y estarse el dia entero a la seca luz del sol, entre los canaverales, mirando el agua lenta y verdosa y las sombras de las nubes que poco a poco cambiaban de forma sobre las montanas. Pero si alguna de ellas chillaba de entusiasmo cuando el sedal se estiraba y sacaban un pez brillante y plano que saltaba en la orilla, ahogandose en el aire, Mebbeth silbaba como una vibora:

—?Silencio, loba escandalosa! —Mebbeth, una de las servidoras del Templo del Dios-Rey, era morena y todavia joven, pero dura y cenante como la obsidiana. La pesca era su pasion. Habia que llevarse bien con ella, y no hacer el menor ruido, o de lo contrario no las llevaria otra vez de pesca; y en ese caso ya no volvian nunca al rio, excepto para buscar agua en el verano cuando se secaban los pozos. Era una faena pesada, recorrer aquel kilometro hasta el rio, bajo un cielo calcinante, llenar los dos cubos colgados de la pertiga y regresar cuesta arriba al Lugar, lo antes posible. Los primeros cien metros eran poca cosa, pero luego los cubos pesaban cada vez mas y la pertiga quemaba los hombros como una barra de hierro al rojo, y la luz era enceguecedora en el reseco camino, y cada paso mas penoso y mas lento. Al fin llegaban a la fresca sombra del patio trasero de la Casa Grande, junto a la huerta, y volcaban estrepitosamente los cubos en la cisterna grande. Luego habia que rehacer el camino y repetir la operacion, una y otra vez.

Dentro del recinto del Lugar —este era el unico nombre que tenia y necesitaba, porque era el mas antiguo y el mas sagrado de todos los lugares en los Cuatro Paises del Imperio Kargo— habitaban unas doscientas personas y habia muchos edificios: tres templos, la Casa Grande y la Casa Pequena, la vivienda de los guardianes eunucos; y fuera del recinto, muy cerca de las murallas, las barracas de los guardias y las cabanas de los esclavos, los almacenes de viveres y los corrales de las cabras y las ovejas, ademas de las construcciones de la granja. De lejos, desde lo alto de las aridas colinas del poniente, cuya unica vegetacion eran plantas de salvia, matas de hierbajos escualidos, hierba del desierto y maleza baja, parecia una pequena ciudad. Y aun desde muy lejos, desde las llanuras orientales, alcanzaba a verse el techo de oro del Templo de los Dioses Gemelos, que centelleaba y refulgia al pie de las montanas, como una hojuela de mica en un saliente rocoso.

El Templo mismo era un cubo de piedra enlucido de blanco, sin ventanas, con un portico y una puerta. Mas ostentoso, y varios siglos mas moderno, era el Templo del Dios-Rey, situado un poco mas abajo en la montana, con un portico alto y una hilera de gruesas columnas blancas de capiteles de color; cada una de ellas era un macizo tronco de cedro, transportado en barco desde Hur-at-Hur, la region de los bosques, y arrastrado por las yermas llanuras hasta el Lugar mediante el esfuerzo conjunto de veinte esclavos. Solo despues de haber visto el techo de oro y las luminosas columnas, distinguiria el viajero que se acercara desde el este el mas antiguo de aquellos templos, encaramado a mayor altura en la Colina del Lugar, dominando el conjunto, leonado y ruinoso como el desierto mismo: el inmenso y aplastado Palacio del Trono, de muros remendados y una achatada cupula en ruinas.

Detras del Palacio y rodeando la cima de la loma, corria un muro de piedra, construido sin argamasa y derruido en parte. Dentro del espacio amurallado, afloraban varias piedras negras de cinco a seis metros de altura, como dedos gigantescos. En cuanto uno las veia era imposible dejar de mirarlas.

Se erguian llenas de significado y sin embargo nadie sabia que significaban. Eran nueve. Una se mantenia vertical, las otras mas o menos inclinadas, y dos se habian caido. Todas estaban cubiertas de un liquen gris y anaranjado, como salpicadas de pintura, menos una desnuda y negra, que brillaba levemente. Esta era lisa al tacto, pero en las otras, bajo la costra de liquen, se veian, o mejor se palpaban, unos grabados imprecisos, figuras o signos. Aquellas nueve piedras eran las Tumbas de Atuan. Se decia que estaban alli desde los tiempos de los primeros hombres, desde la creacion de Terramar. Habian sido colocadas alli en medio de las tinieblas, cuando las tierras se alzaron desde las profundidades del oceano. Eran mucho mas antiguas que los Dios-Reyes de Kargad, mas antiguas que los Dioses Gemelos, mas antiguas que la luz. Eran las tumbas de quienes gobernaban antes de que hubiera un mundo humano, las tumbas de quienes no tenian nombre; y aquella que los servia tampoco tenia nombre.

Arha no iba a menudo a visitarlas y ninguna otra criatura ponia jamas el pie en la cumbre de la colina, dentro de la muralla de piedra que habia detras del Palacio del Trono…Dos veces al ano, en el plenilunio mas cercano a los equinoccios de otono y primavera, se hacia un sacrificio delante del Trono; y Arha salia entonces por la baja puerta trasera del Palacio llevando un gran caliz de cobre lleno de la humeante sangre de un macho cabrio; de esa sangre tenia que verter la mitad al pie de la lapida negra vertical y la otra mitad sobre una de la» lapidas caidas, incrustadas de tierra pedregosa y manchadas por siglos de ofrendas de sangre.

A veces ella se paseaba al amanecer entre las Piedras, tratando de descifrar los borrosos salientes e incisiones de los grabados, que parecian cobrar mayor relieve a la luz rasante; o se sentaba a contemplar las altas montanas del poniente y los techos y muros del Lugar, y observaba los primeros signos de actividad en la Casa Grande y en el cuartel de los guardias, y los rebanos de ovejas y cabras que iban hacia los pastos ralos junto al rio. Nunca habia nada que hacer entre las Piedras. Si iba, era porque se lo permitian y alli estaba sola. Era un paraje lugubre y desierto. Aun en el ardor del mediodia estival, soplaba siempre un halito frio. A veces el viento silbaba entre las dos piedras mas proximas, inclinadas la una hacia la otra como si estuviesen contandose secretos. Pero no se contaban ningun secreto.

De la Muralla de las Tumbas partia otro muro de piedra, mas bajo, que trazaba una curva irregular

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