Le impresiono tambien la compacta redondez de los brazos, tan rara, en la que habia un natural vigor popular y al tiempo una inocencia infantil. Mientras los alzaba para meterse el vestido por la cabeza, el vio que las axilas no estaban afeitadas: cosa extrana en una bailarina.

«Parece hecho a medida», dijo la senora Ermelina. Sin decir palabra, Laide se acerco a un espejo colgado en una pared y, tras alzar los brazos, se arreglo su larga cabellera, que se le habia quedado enganchada en el vestido.

Mientras mantenia los brazos alzados asi y le daba la espalda, volvio la cabeza y miro a Antonio con una sonrisita traviesa. ?Se daria cuenta tal vez de que con aquella pose estaba muy hermosa? ?Se habria dado cuenta por si sola, con la fulminea intuicion de las mujeres, al examinarse en el espejo? ?O se lo habria mostrado alguien?

Vuelto asi, el rostro se presentaba de frente, con su corte genuino, con arrogante seguridad en si mismo, como diciendo: '?Me ves? ?Verdad que soy diferente de las otras? ?A que te gusto?' Pero sin coqueteria lasciva. Asi lo hacen las ninas, al mirar a su mama, a su papa, a sus hermanos, cuando las visten para la primera comunion.

Pero en aquel preciso momento el sintio un sobresalto en las entranas, como un tanido misterioso, como cuando en un gran campo solitario se oye una voz lejanisima que llama. Desde luego, el en modo alguno podia comprender lo que estaba sucediendo en aquel instante, no podia sospechar su importancia. De improviso, con uno de esos destellos con los que se revelan de golpe las obscuras huellas de los dias perdidos, recordo haber visto ya a aquella muchacha.

En Corso Garibaldi de Milan existia un grupo de casas muy viejas adosadas unas a otras en una marana de muros, balcones, tejados, chimeneas, en el que el espiritu de la ciudad antigua -no la de los senores, sino la de los pobres- sobrevivia con singular fuerza. Palmo a palmo, la vieja Milan habia sido destruida. Solo se habian librado los edificios imponentes, semejantes en el fondo a los de todas las demas ciudades de cualquier pais: los que expresan, en el estilo que sea, los orgullos y las vanidades de la propia especie humana, mientras que en las viviendas de los pobres diablos es en las que se revela precisamente el alma autentica del pueblo. Pero los salvajes no comprenden esas cosas y con el peso de los millones demuelen, con fines de lucro, los barrios sordidos y polvorientos.

Sin embargo en Corso Garibaldi persistia aun, obstinada, aunque quebrada en los margenes por el pico, una isla aun intacta y entre los numeros 72 y 74 habia un pasaje coronado por un arco, como una puerta que daba paso a una callejuela estrecha y corta. Habia incluso un letrero de piedra con estas palabras: Vicolo del Fossetto.

La entrada a la minuscula calle era tan angosta, que la mayoria de los viandantes ni siquiera la advertia, pero, ocho o nueve metros mas abajo, la callejuela se agrandaba como en una placita rodeada de edificios decrepitos. Era un angulo olvidado, un laberinto de callejuelas, pasadizos, pasos subterraneos, plazuelas, escaleras o escaleritas que albergaba aun una vida densa. Lo llamaban, a saber por que, la Torcida.

?Quien viviria en ella? ?Que sucederia en ella por las noches? ?Seria un gueto de miserables? ?Seria una guarida del hampa o del vicio? Por lo general, los callejones que cruzaban aquella marana de casas no tenian nombre. La luz, por la noche, procedia solo de los mortecinos farolillos amarillentos que iluminaban tenuemente los portales. Sonidos de radio, llamadas, ecos de rinas, un perro que ladraba… y despues el silencio.

Unos meses antes, debia de ser por septiembre u octubre, una noche en que ya estaban encendidas las luces, Antonio pasaba a pie precisamente por Corso Garibaldi de regreso desde su estudio a casa, en la plaza Castello. Tras pasar la plazuela della Foppa, hacia el centro, la calle adquiria una gran intensidad milanesa: casas, la mayoria antiguas o antiquisimas, a uno y otro lado, tiendas una tras otra, zaguanes vacios que se engolfaban hacia patios tetricos y extranos. Pero las aceras hormigueaban con gente y no era ese fermento incomprensible, triste y casi desesperado que por la noche se esparce, por ejemplo, por ciertos barrios de Napoles, sino una animacion llena de vida, popular, alegre, no miserable: espera y abandono, prisa si acaso, preocupacion por no llegar a tiempo. Y las caras parecian -acaso fuera una impresion- menos tensas, ansiosas y atonas que en tantos otros barrios de la ciudad, incluso mas centricos, ricos y modernos.

De repente Antonio se dio cuenta de que por delante de el caminaba una muchacha. Llevaba un vestido de color lila ceniza con ribetes blancos, de tejido pied-de-poule, un corpino tipo bolero de la misma tela, muy estrecho en la cintura, y falda ancha y corta, como entonces se estilaba. Con el brazo derecho desplegado para sostener un gran bolso de piel, caminaba con paso decidido, imperioso, casi arrogante, sin mover las caderas, con un porte muy bello y orgulloso de si, haciendo sonar con aplomo autoritario los tacones altos y finos. Al moverse, sus jovencisimas piernas experimentaban una rapida vibracion interna, desde los tobillos hasta el aguzamiento de las pantorrillas y mas alla, a lo largo de la emocionante progresion muscular que se perdia tras la falda.

Pese a que la iluminacion interna impedia un reflejo claro, la muchacha dirigia con frecuencia la cara a los escaparates, como casi todas las mujeres, para mirarse en ellos como en un espejo, pero rapidamente, sin una intencion precisa, como por una costumbre convertida en instinto. Asi, Antonio podia vislumbrar como era: un escorzo de mejilla dibujado sin vacilacion, una nariz recta y saliente con expresion curiosa, una cabellera larga y negrisima echada hacia atras y recogida en un compacto mono. La boca no conseguia verla, pero podia adivinarla, dada la linea afilada de la barbilla. Debia de ser pequena, firme y presuntuosa.

Una chica del pueblo, una de esas personalidades fisicas definidas hasta el fondo, no llamativas, que se van advirtiendo poco a poco, descubriendo una absoluta elegancia natural. Debia de tener dieciocho anos.

Aparte de las fugaces miradas a los escaparates, avanzaba con la cabeza derecha y firme, como si mirara en linea recta delante de si, sin ver siquiera a quienes venian en direccion opuesta a la suya. Antonio aminoro el paso para poder continuar siguiendola. Desde los lejanos tiempos de cuando era estudiante, nunca habia seguido o parado a mujeres en la calle y aun entonces raras veces, cuatro o cinco en total: no porque no le hubiera gustado hacerlo, sino por una timidez invencible, convencido como estaba de que no podia gustar. Por lo demas, las poquisimas experiencias de esa clase que habia tenido de muchacho habian sido desafortunadas. Precisamente por ese complejo de inferioridad, Antonio, que en compania de los amigos sabia ser gracioso y degage, al abordar a una mujer se volvia un perfecto cretino, no encontraba las palabras, balbucia y su voz, con el azoramiento, cobraba un tono falso, duro, antipatico. Se daba cuenta perfectamente, mientras las palabras le salian de los labios, pero era mas fuerte que el.

Tampoco aquella vez penso vagamente en la posibilidad de abordarla. Era evidente que la muchacha pertenecia a un mundo completamente diferente del suyo, lo que multiplicaba el interes, pero creaba tambien dificultades insuperables. ?Que podia decirle? ?Que podia ofrecerle? ?Como podia inspirarle simpatia? Desde luego, aquella joven silueta de dependienta, modelo, maniqui o puta -a saber que oficio tendria- le gustaba enormemente. Ademas, habia una diferencia de edad, obstaculo cuyo peso sentia dolorosamente desde hacia un tiempo.

Nada que hacer, por tanto. Al cabo de poco, la veria desaparecer, en una casa, una tienda o un tranvia, y no volveria a verla nunca mas.

En efecto, la joven se interno en la callejuela entre el numero 72 y el 74. Sin embargo, antes de desaparecer, se volvio de improviso para mirar atras. En aquel momento habia ya poca luz, pero Antonio pudo verle la cara: palida, enjuta, infantil, ojos redondos y atonitos. Le parecio bellisima, algo asi como una espanola.

Sus miradas se cruzaron por un instante, por una fraccion de segundo se acoplaron el uno al otro. Le habria gustado saludarla o al menos sonreir. No tuvo valor para hacerlo. La expresion de ella, al mirar al hombre, era de absoluta indiferencia. Despues se interno, con su imperterrito paso, en el pasaje vacio.

?Seguir tras ella? Antonio se detuvo en la entrada de la callejuela y se quedo mirando la esbelta silueta que se alejaba a contraluz, porque al fondo habia un patio o un ensanche bastante iluminado.

Hasta que la muchacha desconocida desparecio alli, al fondo, no se atrevio Antonio a entrar tambien. Al final del corto callejon, se encontro en la minuscula plaza citada. Desde alli irradiaban, entre casa y casa, otras callejuelas y galerias. Paso junto a el un mozo con una bandeja llena de pastas. Una anciana, asomada para cerrar los postigos de una ventana en un primer piso, miro a Antonio con curiosidad. Tambien tres ninos que estaban jugando a las canicas bajo un farol se volvieron a observarlo. De la marana de casas circunstante, todas con galerias paralelas, llegaban voces, ruidos y sonidos. Se oia un martillo golpear en algo metalico. Habia tambien olor a sopa de ajo, apetitosisima.

Era como un pueblecito enclavado entre el despliegue de las casas. Un pedazo de Milan imprevisible, del que nunca habia oido hablar. Aparte de las luces electricas y una Vespa dejada delante de una puerta, todo era como uno o dos siglos atras.

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