Bidane senala la fuente sobre la mesa y explica:

– En el muro sur de Zumalabena tenemos ocho higueras cuyas ramas llegan al tejado y el viento las mueve y rompen tejas y tablas y hacen agujeros. Hay que echar un vistazo.

?Por que no pidio a Eladio que echara ese vistazo? Creo que el veredicto de Koldobike seria el siguiente: «Sam, ella carga con el miedo de los dos».

El quinque de Bidane nos precede por unos peldanos de gran riqueza musical, las polillas habitan un conservatorio. La luz del quinque ni de lejos alcanza los limites del camarote, pero el pequeno estruendo perdido de nuestras pisadas me hace creer que estamos en un hangar. No vacio, ah, no: toda una memoria de generaciones depositada en trastos que nadie utilizara ni nadie se atreve a tirar. Zigzagueamos por entre ellos camino de los supuestos accesos por el tejado. Bidane dirige el quinque a un punto.

– Mirad aqui -alerta-. Un charco de agua de lluvia, teja rota.

Pero no hay agujero en el tejado. El hecho se repite en otros lugares.

– Pero no hay agujero -le acuso-. Y, aunque lo hubiera, ?como se llegaria a el si esta en lo mas alto?

Bidane salta como un resorte:

– ?Por las ramas de las higueras!

Tiene sentido, pero sigue sin haber fallos en el tejado. Bidane no se inmuta, prevalecen sus ramas escalera.

– Ningun enemigo es tan imbecil como para esconderse en este camarote lleno de pulgas -digo.

– Claro que si, para luego bajar a hacer la fechoria -asegura la mujer abriendo mucho los ojos.

– De estar aqui, ya habria bajado antes de llegar nosotros.

– Las fechorias gordas no se hacen antes de las diez de la noche. Vosotros le habeis obligado a no salir. No lo juro, pero a lo mejor en estos momentos lo tenemos muy cerca. Aqui hay muchos agujeros donde meterse. De nina, venian mis amiguitos del barrio a jugar al escondite y no nos encontrabamos. Esto esta lleno de armarios, arcones y cachivaches. -Aunque la luz del quinque solo llega a unos pocos, no dudo de sus palabras-. El mejor sitio era debajo de este sillon, que es ancho y alto y cabia bien uno de nosotros.

No suele haber sillones en nuestros caserios, me asombra ver este, que es de orejas. Nuestros aldeanos parecen no dar al descanso la importancia que merece, o les domina un extrano pudor a que les sorprendan postrados. Tienen sillas, bancos y banquetas, y naturalmente camas; pero no, por ejemplo, hamacas…, a pesar de los innumerables manzanos e higueras para colgarlas. Somos un pueblo austero que ha hecho del trabajo una mistica. Y, justamente, aqui tengo a Bidane excusandose de la presencia del sillon al asegurar que es un regalo de un tio indiano y que lo subieron al camarote a la muerte de la abuela, que apenas lo gasto.

Ahora somos Koldobike y yo los que reanudamos la marcha, dejando a Bidane rezagada contemplando el mueble, supongo que evocando su ninez.

Luego me hace levantar tapas de arcones y mirar dentro, y puertas de armario no solo para mirar sino tambien meterme a comprobar su vacio. Tiene en su cabeza un plano del emplazamiento exterior de las higueras y me lleva al punto donde he de remover malamente tejas desde abajo, o contar las rotas introduciendo las manos, o solo los dedos, por entre las tablas. De agujeros peligrosos, aun nada. ?Hay mas sillones o es que pasamos con cierta regularidad ante el mismo? En tales ocasiones, Bidane, o le propina un manotazo para quitarle el polvo, o le dedica un viejo recuerdo de palabra, o le imprime un giro de centimetros para una nueva posicion. Y siempre se acompana de alguna inmersion en sus fondos, ya sea metiendo el pie, o mas atrevidamente, un palo, o confiandonos alguna anecdota, como la del dinero de Euskadi «que ama escondio en el cajon de este fondo a la entrada de los nacionales». Al recitarlo con cierta emocion, se me queda mirando fijamente. Koldobike comenta: «Muchas familias hicieron lo mismo. Papel mojado». Y Bidane remata: «Habia que hacerlo por si a estos los echabamos. Pero aqui siguen, como lapas».

– ?Y continuan ahi los billetes? -pregunto.

– Si, ahi abajo -y Bidane me senala el sitio con la punta del pie.

No se mueve y espero hasta convencerme de que acaba de abdicar de su papel de guia… para pasarmelo a mi. ?Por que?, ?acaso hemos concluido la total inspeccion del desvan y ha quedado ella convencida de que dentro de Zumalabena no hay ningun tipo agazapado y semejante evidencia la ha confundido y ahora no sabe que hacer con nosotros? Sospecho que Koldobike ha llegado a la misma conclusion, pues dice:

– Bien, entonces salgamos de aqui, las pulgas me trepan por las piernas.

Es otra buena razon para bajar a descansar, quizas incluso en una cama, el resto de la noche. Y mi cuerpo averiado lo necesita. Esta a punto de producirse el cambio de guia y no puedo dejar de preguntarme por que. Bidane nos ha sustituido a Koldobike y a mi por el sillon…, ademas de mirarlo con una atencion insospechada. ?Tanto le conmueve ese trasto de su ninez? Me muevo para ocupar el espacio entre ella y el mueble en un intento de que se despegue de el.

– Nadie me podra echar en cara que lo saque de ahi -pronuncia Bidane con una voz nueva.

?Se tratara del dinero, ese papel mojado escondido en el culo del sillon? Y, por segunda vez, Koldobike sonoriza mi pensamiento:

– Por Dios, Bidane, basta de remilgos: si te da miedo que los fachas encuentren esos papeluchos y no te atreves a tocarlos porque los puso ahi tu ama, aqui estamos nosotros para hacer el trabajo. ?Que buena fogata ardera en la huerta! -y da un paso hacia el sillon, pero le frena la voz de Bidane:

– Siempre nos echan a las mujeres que no sabemos guardar un secreto, pero nadie me podra culpar nunca de que he movido un dedo para destruirlo…

– Parece que el robo de este banco debe hacerlo un hombre -suspira Koldobike-. Ahora se para que te queria a ti en Zumalabena.

Observo atentamente a Bidane. Su rostro es un amasijo de expresiones encontradas, de la angustia al sosiego. Si ella no quiere «mover un solo dedo»…, ?para destruir que?…, yo movere todos los mios. Algun dia pedire a mi ama que me revele donde escondio los dineros de papel del efimero Gobierno vasco, que tampoco se atrevera a tocar. Me aseguro de que Bidane me esta dando su autorizacion con su silencio.

El sillon es una pequena mole antipatica. Lo tumbo de espaldas sin dejarlo de mis manos hasta el suelo; al sacudirmelas, queda flotando una nube de polvo. Una caja de madera cubre todo el fondo, un anadido muy posterior, obra de algun manitas de la familia. Tiene un par de palmos de altura, y si esos billetes atiborran tanta capacidad es comprensible el respeto de Bidane. Mis dedos manipulan: uno de los dos costados mas largos es una tapa corrediza. Mas que abrir la caja, estalla su contenido, como si un cirujano hubiese abierto un vientre desatando una masa de intestinos retenidos a presion. Aunque, en vez de intestinos, lo que se desparrama por el suelo son cadenas.

18

Sam se queda solo

Mas que de las propias cadenas enviandonos algun mensaje, la certidumbre de que existe este mensaje procede de la senora de Zumalabena, de su comportamiento al hacernos recorrer todo su caserio hasta situarnos estrategicamente ante el mueble depositario del gran premio. Podemos asegurar que estas cadenas que nos miran desde el suelo son las que sujetaron a los gemelos a la pena, pero ?son, en si mismas, una prueba incriminatoria? Es la otra mirada, la de Bidane Zumalabe, la que nos impulsa a creerlo.

Es posible que ya tengamos al asesino, aunque no me dejare colgar ninguna medalla. Las cadenas han llegado a nuestras manos de pura chiripa, y sin la desconcertante aportacion de esta mujer las cosas seguirian como antes.

– Nunca las habias visto, hasta hoy.

Hemos regresado al comedor. El pesado manojo de cadenas descansa ahora sobre la mesa y parece tener vida propia, no deja de hablarme. ?Que me esta diciendo?

– No, nunca -me responde Bidane.

– Pero sabias que estaban en tu casa.

– Solo se las vi traer.

– Las traeria de noche, en un saco, despues de robarlas de su propia ferreteria. Las subiria al camarote para

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