lenguaje oficial. Desde ahi, era forzoso despreciar un poco, sin darle importancia, sin reparar siquiera en ello, a cualquier desgraciado que iba por la manana dando cabezadas en el metro o vivia en un bloque de pisos de un barrio como aquel, sin plaza de garaje siquiera, condenado a dar cien vueltas a la manzana para acabar dejando el coche subido a un bordillo y a merced de la grua o de macarras que le saltaban por la noche los retrovisores.

Aquella suave insensibilidad constituia toda una muestra de lo que era la sociedad bienpensante madrilena. Una sordida confabulacion que arrojaba al desprevenido a un mundo donde todo se parecia y todos contaban la misma historia, que era la historia que habian oido contar como la historia que servia para ser tenido en consideracion. Donde las mas elevadas pasiones se saldaban al precio de las furcias mas ajadas, y se mercadeaba con la complicidad en el viejo juego romano del doy para que me des. Todos los implicados en el complot recibian docilmente su gratificacion, sin pararse a reflexionar que cuando uno cobra por lo que hace o por lo que piensa, debe desconfiar de lo que esta haciendo o pensando. Claro que, para uso de los interesados, circulaban argumentos mucho mas piadosos. Los de los periodicos informaban a sus semejantes, los artistas enriquecian espiritus, los profesionales sanaban enfermos o tendian puentes. Pero, ?alguien podia creer seriamente que a alguno de ellos, salvando honrosas excepciones, le preocupaban aquellos a quienes decia dedicarse? Importaba el ruido de todos, preferiblemente si se traducia en un tintineo sustancioso o en salvas de trompetas. Uno por uno, igual podian morirse que irse al infierno.

Aquella era la oferta que la gente entre la que yo habia ido a parar abrazaba sin titubeos. Pendiente de la recompensa, aterrado por la exigencia de cualquier sacrificio, el madrileno bienpensante se confortaba con sensaciones de superioridad o de impunidad, y luego, para creer en la elevacion de su alma, se edificaba con cultura de rato de fin de semana, es decir, algo con lo que deslumbrarse a toda prisa el sabado por la tarde para despues irse a cenar. Todo brillaba, nada quemaba. Asi era.

Cuando yo todavia vivia en el barrio, trajeron al cine que alli habia, y que luego cerraria y alguien convertiria en salon de banquetes nupciales, Erase una vez en America. En una de las escenas de la pelicula, Max, el gangster que ya lleva anos disfrutando de riquezas y ambiciona aumentarlas a cualquier precio, se enfrenta con Noodles, el gangster que ha pasado diez anos en la carcel y se ha perdido el acceso a la opulencia de la banda. Max le reprocha a Noodles que sus reparos morales ante la maniobra criminal que el primero planea se deben a que todavia desprende el olor de la calle. Noodles asiente y proclama, orgulloso, que desde luego que no se ha sacudido ese olor, que incluso puede decirle mas, que se la pone gorda, el olor de la calle.

A mi me quemo Erase una vez en America, como quemaba el barrio y como quemaban sus muchachas, las mismas que aquella tarde se alejaban calle abajo ante mis ojos y que, mas alla del espejismo, ya nunca podria recobrar. Algo muy dentro de mi, algo que mantenia sofocado para poder resignarme a pasear entre los bienpensantes, guardaba todavia el olor del barrio. Como el gangster Noodles, no me avergonzaba. Quien no ha vivido en un barrio, ignora mucho de la vida. Ignora, por ejemplo, que hay cosas que no brillan y que queman. Yo, que habia conocido aquello, que habia sido aquello, no podia vivir sin mas fuera de alli, dentro de uno cualquiera de los poligonos en que una cuadrilla de majaderos habia delimitado el Madrid bien. Pero tampoco podia volver, porque no se ha inventado el modo de saltar las barreras del tiempo y quienes lo intentan suelen convertirse en estatuas de salitre. Creo que esa tarde, viendo irse para siempre a las muchachas, empece a rumiar la idea de hacer como Noodles, cuando comprobo que no podia regresar al resplandor de su juventud y decidio sacar un billete de tren a ninguna parte. Acaso, despues de todo, no fuera casualidad que para Noodles esa juventud perdida, la que le habia marcado para siempre con su aroma, hubiera sucedido, precisamente, en las calles de Nueva York.

5.

La senal de las azafatas

En una sola manana, se juntaron demasiados tragos desagradables. El primero fue aquel viaje a Toledo. A las ocho y media estaba en la plaza de Zocodover, llamando a la puerta de la notaria. Contra todos los usos del gremio, me abrio el notario en persona, porque a aquella hora no habia todavia ningun empleado. Se cercioro de que llevaba el maletin en la mano y me invito a pasar. Cuando estuve en el vestibulo, me indico la situacion de su despacho. Era una habitacion grande, mas larga que ancha, con un balcon que se abria sobre la plaza. Los muebles estaban descuidados y cubiertos de papeles. Sobre una pared habia un cuadro de marco dorado con una estampa grande y mugrienta de la Virgen. El notario se sento detras de su mesa, con la luz a la espalda, lo que sin duda estaba calculado para poner en inferioridad al visitante.

– ?Aceptan entonces los terminos? -pregunto.

En teoria, yo me dedicaba a las inversiones financieras. La firma para la que trabajaba estaba especializada en colocar el dinero de personas selectas, que no se conformaban con sacar un ocho por ciento y encima pagar sobre eso impuestos, como cualquier muerto de hambre. No era nada sublime, pero nunca habria supuesto que entre las servidumbres de mi empleo se contaran faenas como la que aquel dia me habia llevado alli. Cuando mi jefe me habia dicho que tenia que irme a Toledo a liquidar una deuda de turbio origen, mi primera reaccion habia sido recordarle que yo no era transportista de fondos. Pero una vez que me hubo puesto en antecedentes sobre el asunto, ciertamente embarazoso, sobre el deudor, uno de nuestros mejores clientes, y sobre el compromiso que el habia asumido personalmente de renegociar la deuda hasta una suma adecuada, comprendi que tenia pocas posibilidades de oponerme. Asi que fui alli y a la pregunta del notario conteste:

– Si lo quiere en rama y ahora, no aceptamos menos de un cuarenta por ciento de quita. Si no le seduce, puede presentar el pagare en el banco.

El notario se echo a reir.

– No esperara que me tome su propuesta en serio. Casi me ofrece menos de lo que me ha costado - mintio.

– Nadie le obligo a comprarlo.

– Esto es muy desalentador, senor mio -dijo, abandonando su sonrisa-. Uno obra generosamente, con la mira puesta en salvaguardar la reputacion de una dama, y a cambio recibe este trato de perros.

Me abstuve de sugerirle que podia forzar todavia mas su generosidad, quemando el pagare sin pedir ninguna recompensa. Aguardaba a que el hiciera el movimiento.

– Y esa afrenta que acaba de exponerme -volvio a hablar, escogiendo sin apresurarse las palabras-, ?es innegociable?

Con eso me demostro que estaba blando, y lo aproveche:

– A lo mejor no, pero no pienso darle ninguna pista. Arriesgue usted una contraoferta, por si me gusta. Baje todo lo que pueda, si le vale un consejo.

– Treinta por ciento de quita -aposto, sin meditar ni un segundo.

– Mala suerte. No traigo tanto -rechace, levantandome.

El notario se levanto tambien. En su rostro habia una ansiedad nauseabunda, demasiada para el millon, cien mil arriba o abajo, en que se movia en ese instante la diferencia. Claro que era plata dulce, sin mas trabajo que el de estar alli regateandome.

– No sea tan nervioso -me reprocho-. Comprenda que hace un mes que puse el dinero. Al menos tengo derecho a los intereses.

– Si quiere intereses, haga una estimacion razonable. No le voy a dar el diez por ciento mensual ni aunque aulle.

El notario me midio con suficiencia.

– Parece estar muy seguro -observo-. Pero podria salirle el tiro por la culata y hacer que su cliente perdiera dinero y algo mas.

– Se que usted no va a perderlo. Diga otra cosa o me marcho.

– Esta bien -se plego-. El sesenta y trescientas de intereses. Es una ganga.

– Es verosimil, por lo menos. Vaya trayendo el pagare.

El notario conto uno a uno los seiscientos y pico billetes. Fue un ritual sordido, que deje transcurrir entre la cara compungida de la Virgen de la estampa y el trasiego que abajo en la plaza producia el despertar de la

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