todo.

Era ciertamente un cambio de escena.

Paradise City y Luceville eran tan diferentes como un Rolls-Royce y un Chevvy completamente desvencijado… Tal vez esto sea un insulto para el Chevvy.

Deshice la maleta, colgue la ropa en el armario, me desvesti y me di una ducha. Estaba completamente decidido a luchar contra mi mismo, asi que elegi una camisa blanca y el mejor de mis trajes. Me mire en el espejo medio borroso y senti surgir un atisbo de confianza. Por lo menos, volvia a parecer una persona de nivel ejecutivo, tal vez un poco gastado, pero sin duda alguien con autoridad. «Es sorprendente», me dije, «lo que puede lograr un traje de buen corte, una camisa blanca y una buena corbata en un hombre, incluso en un hombre como yo».

El doctor Melish me habia dado el numero de telefono de su sobrina. Se llamaba Jenny Baxter. Marque el numero pero no contestaron. Levemente irritado, di vueltas por la habitacion durante cinco minutos y volvi a intentarlo.

Seguian sin responder. Me acerque a la ventana abierta y mire hacia la calle. Estaba llena de gente. Casi todos parecian andrajosos y sucios; la mayoria eran mujeres haciendo compras. Tambien habia muchos chicos, y todos parecian necesitar un bano con urgencia. Los automoviles que abarrotaban las calles estaban cubiertos de polvo de cemento. Mas tarde, aprenderia que el polvo de cemento era el mayor enemigo de la ciudad: mayor aun que el aburrimiento, que era el enemigo numero dos.

Volvi a marcar el numero de Jenny Baxter y esta vez me respondio la voz de una mujer que parecia agitada.

– ?Senorita Baxter?

– Si.

– Soy Laurence Carr. Su tio, el doctor Melish… -Hice una pausa. O bien sabia algo de mi o no.

– Si, claro. ?Donde esta?

– En el hotel Bendix.

– ?Podemos quedar para una hora? Ire a verle despues.

A pesar de su agitacion (como si hubiese subido corriendo seis pisos por la escalera, lo que luego resulto ser verdad), tenia voz de persona clara y eficiente.

No me sentia con deseos de quedarme en aquel cuarto.

– ?Y si voy a verla yo? -le pregunte.

– Oh, si… Mejor. ?Tiene la direccion?

Le dije que si y me respondio que fuera cuando quisiera.

Baje los tres pisos por la escalera. Seguia mal de los nervios y no era capaz de enfrentarme a otro viaje en aquel ruidoso ascensor. Pedi al muchacho de color que me orientara. Me informo que la calle Maddox quedaba a cinco minutos a pie del hotel. Como habia logrado aparcar el coche despues de mucho luchar, decidi ir a pie.

Mientras caminaba por la calle principal, tuve la impresion de que la gente me observaba. Poco a poco me di cuenta de que mi ropa era el objeto de tanta observacion. Cuando uno anda por la calle principal de Paradise City, hay mucha competencia. Hay que ir bien vestido; pero alli, en aquella ciudad cubierta de contaminacion, todo el mundo parecia andrajoso.

Encontre a Jenny Baxter en un pequeno cuarto que servia de oficina, en el sexto piso de un edificio oscuro. Subi la escalera y senti que el cemento se me pegaba al cuello. ?Un cambio de escena? Melish me habia elegido un hermoso lugar, verdaderamente.

Jenny Baxter tenia treinta y tres anos. Era alta, delgada, de piel morena y con una mata de cabello negro recogido en la coronilla que amenazaba con caerse en cualquier momento. Era delgada. Para mi gusto, no era una figura muy femenina: tenia pechos pequenos, a diferencia de las mujeres que conocia en Paradise City, y carecia de atractivo sexual. Parecia famelica. Llevaba un vestido gris que debia de haberse hecho ella misma: no habia otra explicacion por la forma en que le colgaba. Tenia rasgos armoniosos, una nariz y una boca estupendas, pero lo que me atrapo fueron sus ojos. Tenia una mirada honesta, interesante, penetrante como la de su tio.

Cuando entre en aquel cuartito, ella estaba contemplando un formulario amarillo, levanto la cabeza y me miro.

Permaneci de pie en el umbral, inseguro, preguntandome que diablos hacia alli.

– ?Larry Carr? -Tenia un rico tono de voz-. Adelante.

En cuanto entre comenzo a sonar el telefono. Me indico con senas que me sentara en la unica silla libre. Sus respuestas, que se limitaban a un «si» y un «no», eran impersonales. Parecia poseer la tecnica de interrumpir lo que podria haber sido una larga conversacion si no hubiese podido controlar al que llamaba.

Por fin, colgo, se paso el lapiz por el cabello y me sonrio. En el momento en que sonrio se convirtio en una persona diferente. Era una maravillosa sonrisa, calida y amistosa.

– Disculpeme -me dijo-, esto no para de sonar nunca. ?Asi que quiere ayudar?

Me sente.

– Si puedo. -Me pregunte si era realmente lo que deseaba.

– Pero no con esa bonita ropa.

Force una sonrisa.

– No, pero no me culpe. Su tio no me advirtio nada.

Ella asintio.

– Mi tio es un hombre maravilloso, pero no se preocupa de los detalles. -Se reclino en la silla y me miro-. Me hablo de usted. Me gusta ser franca. Conozco su problema y lo siento, pero no me interesa porque tengo cientos de problemas personales. El tio Henry me dijo que usted queria reponerse, pero ese es su problema y, a mi parecer, depende de usted. -Apoyo las manos en su cuaderno y me sonrio-. Por favor, comprendame; en esta horrible ciudad hay mucho que hacer y mucha ayuda que dar. Necesito ayuda y no tengo tiempo para la compasion.

– Estoy aqui para ayudar. -No pude evitar el tono resentido de mi voz. ?Con quien creia estar hablando?- ?Que quiere que haga?

– Si verdaderamente pudiera creer que esta aqui para ayudar.

– Es lo que le estoy diciendo. He venido a ayudar. ?Que puedo hacer?

Saco un paquete de cigarrillos arrugado de un cajon del escritorio y me ofrecio uno.

Yo saque entonces la pitillera de oro que Sydney me habia regalado para mi cumpleanos. Era algo especial. Le habia costado mil quinientos dolares. Estaba orgulloso de ella, llamenlo simbolo social si lo desean. Hasta algunos de mis clientes la miraban dos veces cuando la mostraba.

– ?Quiere uno de los mios? -le pregunte.

Ella observo la brillante pitillera y luego a mi.

– ?Es realmente de oro?

– ?Esto? -Le di vueltas en la mano para que pudiera apreciarla. -Claro.

– ?Pero no es muy valiosa?

Senti el cuello mas pegajoso con todo el polvo de cemento.

– Fue un regalo… Mil quinientos dolares -dije-. ?Quiere uno?

– No, gracias. -Saco un cigarrillo de su paquete arrugado y aparto la mirada de la pitillera-. Tenga cuidado con eso. Podrian robarsela.

– ?Quiere decir que aqui roban?

Ella asintio y acepto el fuego que le ofrecia con mi encendedor de oro, regalo de uno de mis clientes.

– ?Mil quinientos dolares? Con eso podria alimentar a diez familias durante un mes.

– ?Tiene diez familias? -pregunte, mientras guardaba la pitillera-. ?De veras?

– Tengo dos mil quinientas veintidos familias -anuncio, con toda tranquilidad. Abrio un cajon de su destartalado escritorio y saco un mapa de Luceville. Lo extendio para que pudiera verlo. El mapa estaba dividido en cinco secciones delineadas con marcador. Las secciones se numeraban del uno al cinco-. Debe saber al menos de que se trata -prosiguio-. Permitame explicarle.

Me informo de que habia asistentes sociales en la ciudad, todos profesionales. Cada uno tenia que ocuparse de una seccion. Ella se encargaba del trabajo mas sucio. Levanto la mirada y sonrio.

– Nadie mas lo queria, asi que lo tome yo. Hace dos anos que estoy aqui. Mi trabajo es ayudar cuando realmente hay necesidad de ayuda. Tengo un fondo que no es suficiente. Visito a gente. Hago informes. Luego,

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