semidesnudos, hombres y mujeres en banador, shorts y camiseta de tirantes, y durante un momento los envidio, aunque no se le escapaba que, con semejante indumentaria, el no seria capaz de presentarse mas que en una playa.

Cuando se le seco el sudor, se esfumo la envidia, y Brunetti volvio a sentir la irritacion que habitualmente le producia ver a la gente vestida de aquel modo. Si sus cuerpos fueran perfectos y las prendas de vestir, de buen gusto, quiza le molestaran menos. Pero la ropa descuidada y el abandono de muchos de aquellos cuerpos le hacia suspirar por el obligado decoro en el vestir de las sociedades islamicas. El no era lo que Paola llamaba un «esnob de la belleza» pero afirmaba que habia que procurar presentar el mejor aspecto posible. Desvio la atencion de los pasajeros del barco a los palazzi que bordeaban el canal y sintio que su irritacion se desvanecia. Muchos de ellos tambien estaban abandonados, pero una cosa era el deterioro de los siglos y otra la desidia y la ordinariez. La ciudad habia envejecido, pero Brunetti amaba el gesto doliente que el tiempo le imprimia.

Aunque el comisario no habia puntualizado en que lugar debia esperarle el coche, se encamino a la oficina de carabinieri de piazzale Roma y vio, estacionado en la puerta, con el motor en marcha, uno de los coches patrulla azul y blanco de la Squadra Mobile de Mestre. Dio unos golpecitos en el cristal del conductor. El joven que estaba sentado al volante bajo el cristal, y una oleada de aire frio lamio la pechera de la camisa de Brunetti.

– ?Comisario? -pregunto el joven que, al observar el gesto de asentimiento de Brunetti, se apeo diciendo-: Me envia el sargento Gallo.

Y abrio la puerta trasera. Brunetti subio al coche y, durante un momento, apoyo la cabeza en el respaldo. Se le enfrio el sudor del pecho y la espalda, y no hubiera podido decir si la sensacion era grata o molesta.

– ?Adonde desea ir, senor? -pregunto el joven agente al poner el coche en marcha.

«De vacaciones. El sabado», respondio Brunetti, pero solo mentalmente, hablando consigo mismo. Y con Patta.

– Lleveme al lugar en el que lo han encontrado -dijo al conductor.

Al otro lado de la carretera elevada que une Venecia con la tierra firme, el joven giro en direccion a Marghera. La laguna desaparecio de su vista y al poco circulaban por una via recta y muy transitada, con semaforos en cada cruce. Habia que ir despacio.

– ?Ha estado usted alli esta manana?

El joven volvio la cabeza rapidamente para mirar a Brunetti y luego fijo de nuevo la atencion en el trafico. El cuello de su camisa estaba limpio y planchado. Quiza se pasaba todo el dia en el coche, con aire acondicionado.

– No, senor; han ido Buffo y Rubelli.

– El informe dice que era un chapero. ?Alguien lo ha identificado?

– No lo se, senor. Pero parece una suposicion logica, ?no?

– ?Por que?

– Es una zona de putas. Y de las baratas. Siempre hay una docena de ellas al lado de la carretera, entre las fabricas, por si alguien quiere echar un polvo rapido a la salida del trabajo.

– ?Hombres tambien?

– ?Como dice, senor? ?Quien mas que un hombre va a utilizar los servicios de una prostituta?

– Pregunto si tambien es zona de chaperos. ?Estarian en un sitio en el que pudiera verse a sus clientes parar el coche camino de casa para hacer esa clase de tratos? No me parece que a muchos hombres les hiciera gracia que sus conocidos se enteraran.

El conductor se quedo pensativo.

– ?Donde suelen trabajar? -pregunto Brunetti.

– ?Quienes? -pregunto el joven. No queria cometer otro desliz.

– Los chaperos.

– Generalmente, en via Cappuccina, senor. Algunos, en la estacion del ferrocarril, pero en verano procuramos impedirlo, por el turismo.

– ?Este era un habitual?

– No sabria decirle, senor.

El coche torcio hacia la izquierda, corto por una carretera estrecha, giro a la derecha y salio a una autovia con edificios bajos a cada lado. Brunetti miro el reloj. Casi las cinco.

Los edificios se espaciaban cada vez mas entre terrenos cubiertos de maleza y algun que otro arbusto. Habia coches abandonados aqui y alla con los cristales destrozados y los asientos hechos jirones y tirados en el suelo. En tiempos, estos edificios habian estado vallados, pero ahora la mayoria de las cercas colgaban, flacidas y desgarradas, de los postes que parecian haber olvidado su funcion de sostenerlas.

Habia mujeres al lado de la carretera. Dos estaban debajo de una sombrilla de playa que habian clavado en la tierra.

– ?Saben esas mujeres lo que ha pasado hoy aqui? -pregunto Brunetti.

– Estoy seguro de que si. Esas noticias circulan con rapidez.

– ?Y a pesar de todo no se van? -Brunetti no podia disimular la sorpresa.

– Tienen que vivir, ?no, senor? Ademas, si el muerto era un hombre, para ellas no hay peligro, o eso imaginaran. -El conductor freno y detuvo el coche al borde de la carretera-. Ya hemos llegado.

Brunetti abrio la puerta del coche y salio. Un calor humedo lo envolvio. Vio ante si un edificio largo y bajo con cuatro rampas de cemento que subian hasta unas puertas metalicas dobles. Al pie de una de las rampas habia un coche patrulla azul y blanco. No se veia nombre en el edificio, ni senal que lo identificara. Para identificarlo bastaba el olor.

– Creo que esta detras, comisario -dijo el conductor.

Brunetti se dispuso a rodear el edificio, en direccion a los campos que se extendian detras. Alli vio otra cerca desmayada, una acacia que sobrevivia de milagro y, a su sombra, a un policia sentado en una silla, dando cabezadas.

– Scarpa -grito el conductor, antes de que Brunetti pudiera decir algo-. Ha venido un comisario.

El policia irguio bruscamente la cabeza, desperto al instante y se levanto de un salto. Miro a Brunetti y saludo militarmente.

– Buenas tardes, senor.

Brunetti observo que la chaqueta del hombre estaba colgada del respaldo de la silla y que su camisa, empapada en sudor y pegada al cuerpo, ya no parecia blanca sino rosada.

– ?Cuanto tiempo lleva aqui fuera, agente Scarpa? -pregunto Brunetti acercandose al hombre.

– Desde que se han marchado los del laboratorio, senor.

– ?Cuanto hace de eso?

– Eran poco mas de las tres.

– ?Por que sigue aqui fuera?

– El sargento me dijo que me quedara aqui hasta que viniera un equipo para interrogar a los trabajadores.

– ?Y que hace aqui con este sol?

El hombre respondio sin evasivas:

– No soportaba el olor de ahi dentro. He tenido que salir a vomitar y ya no he podido volver a entrar. He tratado de quedarme de pie, pero, como no hay mas que este poco de sombra, al cabo de una hora he ido a buscar una silla.

Instintivamente, mientras el policia hablaba, Brunetti y el conductor tambien habian buscado la sombra.

– ?Sabe si ya ha venido el equipo a hacer el interrogatorio? -pregunto Brunetti.

– Si, senor. Han llegado hace una hora.

– ?Y que hace usted aqui fuera todavia? -pregunto Brunetti.

El agente lanzo a Brunetti una mirada inexpresiva.

– He preguntado al sargento si podia regresar a la ciudad, pero el queria que ayudara en los interrogatorios. Yo le he dicho que no podia, a menos que los trabajadores salieran a hablar conmigo. No le ha gustado, pero yo no podia entrar ahi.

Una ligera brisa hizo patente a Brunetti la razon de esta imposibilidad.

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