Jose Carlos Somoza

La Caverna De Las Ideas

«Hay, en efecto, una razon seria que se opone a que uno intente escribir cualquier cosa en materias como estas, una razon que ya he aducido yo a menudo, pero que creo que he de repetir aun.

En todos los seres hay que distinguir tres elementos, que son los que permiten adquirir la ciencia de estos mismos seres: ella misma, la ciencia, es el cuarto elemento; en quinto lugar hay que poner el objeto, verdaderamente conocible y real. El primer elemento es el nombre; el segundo es la definicion; el tercero es la imagen…»

PLATON, Carta VII

El cadaver se hallaba tendido sobre la fragilidad de unas parihuelas de abedul. El torso y el vientre eran un amasijo de reventones y desgarros florecidos de sangre cuajada y tierra reseca, aunque la cabeza y los brazos presentaban mejor aspecto. Un soldado habia apartado los mantos que lo cubrian para que Aschilos pudiera examinarlo, y los curiosos se habian acercado, al principio con timidez, despues en gran numero, formando un circulo alrededor del macabro despojo. El frio erizaba la piel azul de la Noche, y el Boreas hacia ondular la cabellera dorada de las antorchas, los oscuros bordes de las clamides y la espesa crin del casco de los soldados. El Silencio tenia los ojos abiertos: las miradas estaban pendientes de la terrible exploracion de Aschilos, que, con gestos de comadrona, separaba los labios de las heridas o hundia los dedos en las espantosas cavidades con la pulcra atencion con que un lector desliza su indice por los grafitos de un papiro, todo bajo la luz de una lampara que su esclavo le acercaba protegiendola con la mano de los zarpazos del viento. Candalo el Viejo era el unico que hablaba: habia gritado en medio de las calles, cuando los soldados aparecieron con el cadaver, despertando a todos los vecinos, y aun quedaba en el como un eco de su algarabia; el frio no parecia afectarlo, pese a que estaba casi desnudo; cojeaba alrededor del circulo de hombres arrastrando el marchito pie izquierdo, formado por una sola y renegrida una de satiro y tendia los juncos de sus brazos delgadisimos para apoyarse en los demas mientras exclamaba:

– Es un dios… ?Miradlo!… Los dioses bajan asi del Olimpo… ?No lo toqueis!… ?No os lo dije?… Es un dios… ?Juralo, Calimaco!… ?Juralo, Euforbo!…

Su gran cabellera blanca, que emergia desordenada de la angulosa cabeza como una prolongacion de su locura, se agitaba con el viento cubriendole a medias el rostro. Pero nadie le prestaba mucha atencion: la gente preferia observar al muerto antes que al loco.

El capitan de la guardia fronteriza habia salido de la casa mas proxima acompanado de dos soldados, y ahora se ajustaba de nuevo el casco de larga melena: le parecia correcto mostrar sus signos militares frente al publico. A traves de la oscura visera contemplo a todos los presentes, y, reparando en Candalo, lo senalo con la misma indiferencia con que hubiera podido espantar la molestia de una mosca.

– Hacedle callar, por Zeus -dijo, sin dirigirse a ninguno de los soldados en especial.

Uno de ellos se acerco al viejo, levanto la lanza por su base y golpeo con un solo movimiento horizontal el arrugado papiro de su vientre inferior. Candalo tomo aire en medio de una palabra y se doblo sobre si mismo sin ruido, como el cabello cuando el viento lo inclina. Quedo retorciendose y gimiendo en el suelo. La gente agradecio el repentino silencio.

– ?Tu dictamen, fisico?

Aschilos el medico no se apresuro a responder; ni siquiera alzo la mirada hacia el capitan. No le gustaba que lo llamaran asi, «fisico», y menos en aquel tono que parecia proclamar a todos los individuos despreciables salvo a su poseedor. Aschilos no era militar, pero procedia de un antiguo linaje de aristocratas y su educacion habia sido exquisita: conocia bien los Aforismos, practicaba en todos sus puntos el Juramento y habia dedicado largas temporadas de estudio en la isla de Cos, aprendiendo el sagrado arte de los Asclepiadas, discipulos y herederos de Hipocrates. No era, pues, alguien a quien un capitan de la guardia fronteriza podia humillar facilmente. Ademas, se sentia ultrajado: los soldados lo habian despertado a una hora incierta de la tenebrosa madrugada para que examinara en plena calle el cadaver de aquel joven que habian traido en parihuelas desde el monte Licabeto, con el fin, sin duda, de elaborar alguna clase de informe; pero el, Aschilos, bien lo sabian todos, no era medico de muertos sino de vivos, y consideraba que aquella tarea indigna desacreditaba su oficio. Alzo las manos del cuerpo destrozado arrastrando consigo una cabellera de humores sanguinolentos; su esclavo se apresuro a purgarlas con un pano humedecido en agua lustral. Se aclaro dos veces la garganta antes de hablar. Dijo:

– Los lobos. Probablemente fue atacado por una manada hambrienta. Mordiscos, zarpazos… No tiene corazon. Se lo arrancaron. La cavidad de los fluidos calidos esta vacia parcialmente…

El Rumor, de luengos cabellos, recorrio los labios del publico.

– Ya lo has oido, Hemodoro -susurro un hombre a otro-. Los lobos.

– Se deberia hacer algo al respecto -repuso su interlocutor-. Hablaremos del asunto en la Asamblea…

– La madre ya ha sido informada -anuncio el capitan, extinguiendo los comentarios con la firmeza de su voz-. No he querido darle detalles; solo sabe que su hijo ha muerto. Y no vera el cuerpo hasta que llegue Daminos de Clazobion: ahora es el unico hombre de la familia, y sera el quien determine lo que se ha de hacer -hablaba con voz potente, acostumbrada a los usos de la obediencia, las piernas separadas, los punos apoyados en el faldellin de la tunica. Parecia dirigirse a los soldados, aunque era evidente que disfrutaba con la atencion del publico vulgar-. ?En lo que a nosotros atane, ya hemos terminado!

Y se volvio hacia el grupo de civiles para anadir:

– ?Vamos, ciudadanos, a vuestras casas! ?Ya no hay nada mas que ver aqui! Conciliad el sueno si podeis… ?Aun queda un resto de noche!

Como una espesa melena alborotada por un viento caprichoso en la que cada cabello escoge una direccion para agitarse, asi se fue dispersando la modesta muchedumbre, marchandose unos en compania, otros por separado, comentando el espantoso suceso, o bien en silencio:

– Es cierto, Hemodoro, los lobos abundan en el Licabeto. He oido decir que varios campesinos han sufrido sus ataques…

– Y ahora… ?este pobre efebo! Debemos hablar del tema en la Asamblea…

Un hombre de baja estatura, muy obeso, no se movio cuando los demas lo hicieron. Se encontraba a los pies del cadaver, contemplandolo con ojos entrecerrados y pacificos, sin mostrar ninguna expresion en su grueso aunque pulcro rostro. Aparentaba haberse dormido de pie: los hombres que se marchaban lo esquivaban, pasando junto a el sin mirarlo, como si se tratase de una columna o una piedra. Uno de los soldados se le acerco y tiro de su manto.

– Vete a tu casa, ciudadano. Ya has oido a nuestro capitan.

El hombre apenas se sintio aludido: continuo mirando en la misma direccion al tiempo que sus gruesos dedos acariciaban los bordes de su bien cortada barba plateada. El soldado, pensando que era sordo, le dio un debil empujon y alzo la voz:

– ?Eh, contigo hablo! ?No has oido a nuestro capitan? ?Vete a tu casa!

– Disculpame -dijo el hombre en un tono que en modo alguno evidenciaba que la intromision del soldado le preocupara lo mas minimo-. Ya me voy.

– ?Que miras?

El hombre parpadeo dos veces y desvio la vista del cuerpo, que ahora otro soldado cubria con un manto. Dijo:

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