El hombre adopto de nuevo su expresion de asombro -ceno fruncido, labios entreabiertos- mientras Heracles arrancaba de un pulcro mordisco la cabeza del higo [7] .

– No, no es nada de eso -dijo con lentitud-. El misterio que vengo a ofrecerte es algo que fue, pero que ya no es. Un recuerdo. O la idea de un recuerdo.

– ?Como quieres que resuelva tal cosa? -sonrio Heracles-. Yo solo traduzco lo que mis ojos pueden leer. No voy mas alla de las palabras…

El hombre lo miro fijamente, como desafiandolo.

– Siempre hay ideas mas alla de las palabras, aunque sean invisibles -dijo-.

Y ellas son lo unico importante [8] -la sombra de la esfera descendio cuando el hombre inclino su cabeza-. Nosotros, al menos, creemos en la existencia independiente de las Ideas. Pero me presentare: me llamo Diagoras, soy del demo de Medonte, y enseno filosofia y geometria en la escuela de los jardines de Academo. Ya sabes… la que llaman la «Academia». La escuela que dirige Platon.

Heracles movio la cabeza, asintiendo.

– He oido hablar de la Academia y conozco un poco a Platon -dijo-. Aunque he de admitir que ultimamente no lo veo con frecuencia…

– No me extrana -repuso Diagoras-: Se encuentra muy ocupado en la composicion de un nuevo libro para su Dialogo sobre el gobierno ideal. Pero no es de el de quien vengo a hablarte, sino de… uno de mis discipulos: Tramaco, el hijo de la viuda Etis; el adolescente al que mataron los lobos hace unos dias… ?Sabes a quien me refiero?

El carnoso rostro de Heracles, iluminado a medias por la luz de la lampara, no reflejo ninguna expresion. «Ah, Tramaco era alumno de la Academia», penso. «Por eso Platon fue a darle el pesame a Etis.» Volvio a mover la cabeza y asintio. Dijo:

– Conozco a su familia, pero no sabia que Tramaco era alumno de la Academia…

– Lo era -replico Diagoras-. Y un buen alumno, ademas.

Entrelazando las cabezas de sus gruesos dedos, Heracles dijo:

– Y el misterio que vienes a ofrecerme se relaciona con Tramaco…

– Directamente -asintio el filosofo.

Heracles permanecio pensativo durante un instante. Entonces hizo un gesto vago con la mano.

– Bien. Cuentamelo lo mejor que puedas, y ya veremos.

La mirada de Diagoras de Medonte se perdio en el afilado contorno de la cabeza de la llama, que se alzaba, piramidal, sobre la mecha de la lampara, mientras su voz desgranaba las palabras:

– Yo era su mentor principal y me sentia orgulloso de el. Tramaco poseia todas las nobles cualidades que Platon exige en aquellos que pretendan convertirse en sabios guardianes de la ciudad: era hermoso como solo puede serlo alguien que ha sido bendecido por los dioses; sabia discutir con inteligencia; sus preguntas siempre eran atinadas; su conducta, ejemplar; su espiritu vibraba en armonia con la musica y su esbelto cuerpo se habia moldeado en el ejercicio de la gimnasia… Estaba a punto de cumplir la mayoria de edad, y ardia de impaciencia por servir a Atenas en el ejercito. Aunque me entristecia pensar que pronto abandonaria la Academia, ya que le profesaba cierto aprecio, mi corazon se regocijaba sabiendo que su alma ya habia aprendido todo lo que yo podia ensenarle y se hallaba de sobra preparada para conocer la vida…

Diagoras hizo una pausa. Su mirada no se desviaba de la quieta ondulacion de la llama. Prosiguio, con fatigada voz:

– Y entonces, hace aproximadamente un mes, empece a percibir que algo extrano le ocurria… Parecia preocupado. No se concentraba en las lecciones: antes bien, permanecia alejado del resto de sus companeros, apoyado en la pared mas lejana a la pizarra, indiferente al bosque de brazos que se alzaban como cabezas de largos cuellos cuando yo hacia una de mis preguntas, como si la sabiduria hubiese dejado de interesarle… Al principio no quise darle demasiada importancia a tal conducta: ya sabes que los problemas, a esa edad, son multiples, y brotan y desaparecen con suave rapidez. Pero su desinteres continuo. Incluso se agravo. Se ausentaba con frecuencia de las clases, no aparecia por el gimnasio… Algunos de sus companeros habian notado tambien el cambio, pero no sabian a que atribuirlo. ?Estaria enfermo? Decidi hablarle a solas… si bien aun seguia creyendo que su problema seria intrascendente… quizas amoroso… ya me entiendes… es frecuente, a esa edad… -Heracles se sorprendio al observar que el rostro de Diagoras enrojecia como el de un adolescente. Lo vio tragar saliva antes de continuar-: Una tarde, en un intervalo entre las clases, lo halle a solas en el jardin, junto a la estatua de la Esfinge…

El muchacho se hallaba extranamente quieto entre los arboles. Parecia contemplar la cabeza de piedra de la mujer con cuerpo de leon y alas de aguila, pero su prolongada inmovilidad -tan semejante a la de la estatua- hacia pensar que su mente se hallaba muy lejos de alli. El hombre lo sorprendio en aquella postura: de pie, los brazos junto al cuerpo, la cabeza un poco inclinada, los tobillos unidos. El crepusculo era frio, pero el muchacho solo vestia una ligera tunica, corta como los jitones espartanos, que se agitaba con el viento y dejaba desnudos sus brazos y sus muslos blancos. Los bucles castanos estaban atados con una cinta. Calzaba hermosas sandalias de piel. El hombre, intrigado, se acerco: al hacerlo, el muchacho percibio su presencia y se volvio hacia el.

– Ah, maestro Diagoras. Estabais aqui…

Y comenzo a alejarse. Pero el hombre dijo:

– Aguarda, Tramaco. Precisamente queria hablarte a solas.

El muchacho se detuvo dandole la espalda (los blancos omoplatos desnudos) y giro con lentitud. El hombre, que intentaba mostrarse afectuoso, percibio la rigidez de sus suaves miembros y sonrio para tranquilizarle. Dijo:

– ?No estas desabrigado? Hace un poco de frio para tu escaso vestido…

– No siento frio, maestro Diagoras.

El hombre acaricio con carino el ondulado contorno de los musculos del brazo izquierdo de su pupilo.

– ?Seguro? Tu piel esta helada, pobre hijo mio… y pareces temblar.

Se acerco aun mas, provisto de la confianza que le otorgaba el afecto que sentia por el, y, con un suave gesto, un movimiento casi maternal de sus dedos, le aparto los rizos castanos arrollados en la frente. Una vez mas se maravillo de la hermosura de aquel rostro intachable, de la belleza de aquellos ojos color miel que lo contemplaban parpadeando. Dijo:

– Escucha, hijo: tus companeros y yo hemos notado que te ocurre algo. Ultimamente no eres el mismo de siempre…

– No, maestro, yo…

– Escucha -insistio el hombre con suavidad, y acaricio el terso ovalo del rostro del muchacho tomandolo con delicadeza del menton, como se coge una copa de oro puro-. Eres mi mejor alumno, y un maestro conoce muy bien a su mejor alumno. Desde hace casi un mes parece que nada te interesa, no intervienes en los dialogos pedagogicos… Espera, no me interrumpas… Te has alejado de tus companeros, Tramaco… Claro que te ocurre algo, hijo. Dime tan solo que es, y juro ante los dioses que procurare ayudarte, ya que mis fuerzas no son escasas. No se lo dire a nadie si no quieres. Tienes mi palabra. Pero confia en mi…

Los ojos castanos del muchacho se hallaban fijos en los del hombre, muy abiertos. Quiza demasiado abiertos. Durante un instante hubo silencio y quietud. Entonces el muchacho movio lentamente sus rosados labios, humedos y frios, como si fuera a hablar, pero no dijo nada. Sus ojos continuaban dilatados, saltones, como pequenas cabezas de marfil con inmensas pupilas negras. El hombre advirtio algo extrano en aquellos ojos, y se quedo tan absorto contemplandolos que apenas percibio que el muchacho retrocedia unos pasos sin interrumpir su mirada, el blanco cuerpo aun rigido, los labios apretados…

El hombre continuo inmovil mucho tiempo despues de que el muchacho huyera.

– Estaba muerto de terror -dijo Diagoras tras un hondo silencio.

Heracles cogio otro higo de la fuente. Un trueno se agito en la distancia como la sinuosa vibracion de un crotalo.

– ?Como lo sabes? ?Te lo dijo el?

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