– ?Gracias a Apolo, oigo tu voz! -ironizo el filosofo-. ?Pigmalion no se asombro tanto cuando Galatea le hablo! Manana sacrificare una cabritilla en honor de…

– Calla -lo interrumpio el Descifrador con rapidez-. Esa es la casa que nos han dicho…

Un agrietado muro gris se alzaba con dificultad a un lado de la calle; frente al hueco de la puerta reuniase un conclave de sombras.

– Querras decir la septima -protesto Diagoras-: Ya he preguntado en vano en otras seis casas anteriores.

– Pues, teniendo en cuenta tu creciente experiencia, no creo que te resulte dificil interrogar ahora a estas mujeres…

Los oscuros chales que ocultaban los rostros se transformaron velozmente en miradas y sonrisas cuando Diagoras se acerco.

– Perdonadnos. Mi amigo y yo buscamos a la bailarina llamada Yasintra. Nos han dicho…

Igual que la rama tronchada que el cazador pisa por descuido alarma a la presa que, fugacisima, huye del calvero para buscar la seguridad de la espesura, asi las palabras de Diagoras provocaron una inesperada reaccion en el grupo: una de las muchachas se alejo corriendo calle abajo con celeridad mientras las demas, apresuradas, se introducian en la casa.

– ?Espera! -grito Diagoras a la sombra que huia-. ?Esa es Yasintra? -pregunto a las otras mujeres-. ?Esperad, por Zeus, solo queremos…!

La puerta se cerro con precipitacion. La calle ya estaba vacia. Heracles continuo su camino sin apresurarse y Diagoras, muy a pesar suyo, lo siguio. Un instante despues, dijo:

– ?Y ahora? ?Que se supone que vamos a hacer? ?Por que seguimos caminando? Se ha marchado. Ha huido. ?Es que piensas alcanzarla a este paso? -Heracles gruno y extrajo con calma otro higo de la alforja. En el colmo de la exasperacion, el filosofo se detuvo y le dirigio vivaces palabras-: ?Escucha de una vez! Hemos buscado a esa hetaira durante todo el dia por las calles del puerto y del interior, en las casas de peor fama, en el barrio alto y en el bajo, aqui y alla, apresuradamente, confiando en la palabra mendaz de las almas mediocres, los espiritus incultos, las soeces alcahuetas, las mujeres malvadas… Y ahora que, al parecer, Zeus nos habia permitido encontrarla ?vuelve a perderse! ?Y tu sigues caminando sin prisas, como un perro satisfecho, mientras…!

– Calmate, Diagoras. ?Quieres un higo? Te dara fuerzas para…

– ?Dejame en paz con tus higos! ?Quiero saber por que continuamos caminando! Creo que deberiamos intentar hablar con las mujeres que entraron en la casa y…

– No: la mujer que buscamos es la que ha huido -dijo tranquilamente el Descifrador.

– ?Y por que no corremos tras ella?

– Porque estamos muy cansados. Al menos, yo lo estoy. ?Tu no?

– Si es asi -Diagoras se irritaba cada vez mas-, ?por que continuamos caminando?

Heracles, sin detenerse, se permitio un breve silencio mientras masticaba.

– En ocasiones, el cansancio se quita con cansancio -dijo-. De esta forma, tras muchos cansancios seguidos nos volvemos incansables.

Diagoras lo vio alejarse al mismo ritmo, calle abajo, y, a reganadientes, se unio a el.

– ?Y todavia te atreves a decir que no te gusta la filosofia! -resoplo.

Caminaron durante un trecho en el silencio de la Noche cercana. La calle por la que habia huido la mujer proseguia sin interrupciones entre dos filas de casas ruinosas. Muy pronto, la oscuridad seria absoluta, y ni siquiera las casas podrian vislumbrarse.

– Estas callejuelas viejas y tenebrosas… -se quejo Diagoras-. ?Solo Atenea sabe adonde puede haber ido esa mujer! Era joven y agil… Creo que seria capaz de correr sin detenerse hasta salir del Atica…

Y la imagino huyendo, en efecto, hacia los bosques colindantes, dejando huellas en el barro con sus pies descalzos, bajo el brillo de una luna tan blanca como un lirio en las manos de una muchacha, sin importarle la oscuridad (pues, sin duda, conoceria el camino), saltando sobre los lirios, la respiracion agitando su pecho, el sonido de sus pasos atenuado por la distancia, los ojos de cervatilla muy abiertos. Quiza se despojaria de la ropa para correr con mas presteza, y la blancura de lirio de su cuerpo desnudo cruzaria la espesura como un relampago sin que los arboles lo estorbaran, el pelo suelto enredandose apenas en la cornamenta de las ramas, finas como tallos de plantas o dedos de muchacha, veloz, desnuda y palida como una flor de marfil que una adolescente sostuviera entre sus manos mientras huye. [14]

Habian llegado a una encrucijada. Mas alla, la calle se prolongaba con un pasaje estrecho, sembrado de piedras; otra callejuela arrancaba a la izquierda; a la derecha, un pequeno puente entre dos casas altas cobijaba un angosto tunel cuyo extremo final se perdia entre las sombras.

– ?Y ahora? -se irrito Diagoras-. ?Debemos echar a suertes nuestro camino?

Sintio la presion en el brazo y se dejo conducir en silencio, docilmente pero con rapidez, hacia la esquina mas cercana al tunel.

– Esperaremos aqui -susurro Heracles.

– Pero ?y la mujer?

– A veces esperar es una forma de perseguir.

– ?Acaso supones que va a regresar sobre sus pasos?

– Por supuesto -Heracles capturo otro higo-. Siempre se regresa. Y habla mas bajo: la presa puede asustarse.

Esperaron. La luna descubrio su cuerna blanca. Un golpe de viento fugacisimo animo la quietud de la noche. Ambos hombres se arrebujaron aun mas en sus mantos; Diagoras reprimio un escalofrio, pese a que la temperatura era menos desagradable que en la Ciudad debido a la presencia moderadora del mar.

– Viene alguien -susurro Diagoras.

Era como el lento ritmo de los pies descalzos de una muchacha. Pero lo que llego hasta ellos procedente de las estrechas calles mas alla de la encrucijada no fue una persona sino una flor: un lirio estropeado por las manos fuertes de la brisa; sus petalos golpearon las piedras cercanas al escondite de Heracles y Diagoras, y, desparramada, siguio su apresurado camino entre un aire con olor a espuma y sal, perdiendose calle arriba, sostenida por el viento como por una muchacha deslumbrante -ojos de mar, cabellos de luna- que la llevara entre los dedos mientras corriera.

– No era nada. Solo el viento -dijo Heracles. [15]

El tiempo murio durante un breve instante. Diagoras, que empezaba a estar aterido de frio, se descubrio hablando en voz baja con la robusta sombra del Descifrador, a quien ya no podia ver el rostro:

– Nunca imagine que Tramaco… Quiero decir, ya me entiendes… Nunca crei que… La pureza era una de sus principales virtudes, o al menos asi me lo parecia. Lo ultimo que hubiese llegado a creer de el era esto… ?Relacionarse con una vulgar…! ?Pero si todavia no era un hombre!… Ni siquiera se me ocurrio pensar que sintiera los deseos de un efebo… Cuando Lisilo me lo dijo…

– Calla -dijo de repente la sombra de Heracles-. Escucha.

Eran como rapidos aranazos entre las piedras. Diagoras recibio en su oido el tibio aliento del Descifrador un momento antes de oir su voz.

– Echate sobre ella con rapidez. Protege tu entrepierna con una mano y no pierdas de vista sus rodillas… Y procura tranquilizarla.

– Pero…

– Haz lo que te digo o se escapara de nuevo. Yo te secundare.

«?Que quiere decir con yo te secundare?», penso Diagoras, indeciso. Pero no tuvo tiempo de hacerse mas preguntas.

Agil, rapida, silenciosa, una silueta se extendio como una alfombra por el suelo de la encrucijada, proyectada por un rastro de luna. Diagoras se abalanzo sobre ella cuando, inadvertida, se encarno en un cuerpo junto a el. Una mata de pelo perfumado se revolvio con violencia frente a su rostro y unas formas musculares se agitaron entre sus brazos. Diagoras empujo aquella cosa hacia la pared opuesta.

– ?Por Apolo, basta! -exclamo, y se echo sobre ella-. ?No vamos a hacerte nada! Solo queremos hablar… Calma… -la cosa ceso de moverse y Diagoras se aparto un poco. No pudo verle el rostro: se enmascaraba con las manos; por entre los dedos, largos y delgados como tallos de lirio, brillaba una mirada-. Solo vamos a hacerte unas preguntas… Sobre un efebo llamado Tramaco. Lo conocias, ?no? -penso que ella terminaria por abrirle la puerta de sus manos, apartar aquellas frondas tenues y mostrar su rostro, mas tranquila. Fue entonces cuando

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