Jose Carlos Somoza

Zigzag

Para mis hijos, Jose y Lazaro

Las aguas por las que navegare nadie las ha surcado

DANTE, Paradiso 11

Prologo

Sierra de Ollero,

12 de julio de 1992,

10.50 h

No habia niebla ni oscuridad. El sol lucia en lo alto con la eterna belleza de un dios griego y el mundo era verde y estaba repleto de la fragancia de pinos y flores, el canto de cigarras y abejas y el tranquilo resonar del arroyo. Nada podia inquietar en esa naturaleza plena de vida y luz, pensaba el hombre, aunque, sin saber muy bien por que, tal pensamiento le resultaba inquietante. Quiza era el contraste entre lo que veia y lo que sabia que podia suceder, las mil formas en que el azar (o algo peor) podia torcer las sensaciones mas felices. No es que el hombre fuera pesimista, pero ya tenia cierta edad, y las experiencias que habia acumulado le hacian sospechar de cualquier situacion con apariencia de paraiso.

El hombre caminaba junto al arroyo. De vez en cuando se detenia a mirar a su alrededor como si evaluara el lugar, pero luego proseguia la marcha. Al fin llego a un sitio que parecio gustarle: unos cuantos arboles otorgaban la sombra justa y un ligero frescor mermaba la calima. Mas alla, el sendero se elevaba sobre los margenes rocosos del riachuelo y acababa en un monticulo de piedras, por lo que el hombre penso que podria contar con la oportuna soledad, casi como si se hallara a resguardo en una especie de refugio. Un pedrusco plano le serviria de asiento. Echaria el anzuelo y se dedicaria a gozar de la espera, la paz del campo y los destellos del agua. No conocia nada mas relajante que eso. Se agacho y dejo en el suelo la cesta con los cebos y la cana de pescar.

Oyo las voces al incorporarse.

Debido al suave silencio que las habia precedido le causaron al principio cierto sobresalto. Procedian de un lugar del monticulo que aun era inaccesible para sus ojos, y a juzgar por su tono agudo parecia tratarse de unos ninos. Gritaban cosas, sin duda estaban jugando. El hombre supuso que vivirian en una de las casas que rodeaban la sierra. Aunque le incomodo un poco la presencia de otras personas, se consolo pensando que, a fin de cuentas, unos ninos que jugaban eran el mejor contrapunto para un dia tan perfecto. Se quito la gorra deportiva y se seco el sudor mientras sonreia. Pero de repente quedo inmovil.

No se trataba de un juego. Algo marchaba mal.

Uno de los ninos estaba gritando de forma extrana. Las palabras se confundian en el aire quieto y el hombre no podia distinguirlas, pero era obvio que quien las proferia no se sentia feliz. El nino que gritaba de esa manera tenia graves problemas.

De pronto todas las voces callaron, incluso el canto de pajaros e insectos, como si el mundo tomara aliento antes de que algo especial se produjera.

Un instante despues se oyo otro grito muy distinto. Un alarido que atraveso el cielo haciendo trizas la limpia porcelana del aire azul.

De pie junto al arroyo, el hombre penso que aquella veraniega manana de domingo de 1992 ya no iba a ser como el esperaba. Las cosas habian cambiado, quiza solo un poco, pero de manera definitiva.

Milan,

10 de marzo de 2015,

9.05 h

Casi inconcebible en medio del domestico silencio, el grito perduro un instante mas despues de extinguirse, como un rescoldo de sonido, en los oidos de la senora Portinari. Tras una brevisima pausa se repitio, y solo entonces la senora Portinari fue capaz de reaccionar. Se quito las gafas de lectura, atadas a una cadenilla de perlas, y las dejo colgar sobre el pecho.

– ?Que es eso? -dijo en voz alta, pese a que a esas horas de la manana (9.05 senalaba el reloj digital de la estanteria, regalo del banco donde domiciliaba su pension) aun no habia venido la chica ecuatoriana que hacia el trabajo domestico y se encontraba a solas en su casa. Pero desde la muerte de su esposo cuatro anos antes, la senora Portinari conversaba mucho con la soledad-. ?Dios del cielo! ?Que…?

El grito volvio a repetirse con mas fuerza. A la senora Portinari la situacion le recordo un incendio en su antiguo piso del centro de Milan, que quince anos antes habia estado a punto de costarles la vida a su marido y a ella. Ahora, ya viuda, habia decidido mudarse a aquel apartamento de Via Giardelli, cerca de la universidad. Era mas pequeno, pero mas tranquilo y apropiado para una mujer mayor. Le gustaba vivir alli porque en aquella urbanizacion nunca sucedia nada malo.

Hasta entonces.

Corrio hacia la puerta todo lo veloz que le permitieron sus articulaciones estropeadas.

– ?Virgen Santa! -murmuraba apretando algo en la mano; luego comprobo que era el boligrafo con el que habia estado anotando las cosas que hacia falta comprar cada semana, pero en ese momento lo aferraba como si se tratase de un crucifijo.

En el rellano habia varios vecinos. Todos miraban hacia arriba

– ?Es en casa de Marini! -exclamo el senor Genovese, su vecino de enfrente, un joven disenador grafico que habria caido mucho mejor a la senora Portinari de no ser por sus evidentes tendencias homosexuales.

– ?El professore! -oyo desde otro piso.

El professore, penso. ?Que le habria pasado a ese pobre hombre? ?Y quien daba esos alaridos espantosos? Indudablemente era la voz de una mujer. Pero, fuera quien fuese, la se nora Portinari estaba segura de no haber oido nunca gritos como aquellos, ni siquiera durante el horrible episodio del incendio.

Entonces se escucho un repiqueteo de pasos, el sonido de alguien que bajaba a toda prisa la escalera. Ni el senor Genovese ni ella reaccionaron al pronto. Se quedaron mirando atonitos el rellano, como unidos en una misma edad por la palidez y el espanto. Con el corazon en un puno, la senora Portinari se preparo para cualquier cosa: que se tratara del criminal o de la victima. De forma intuitiva concluyo que no podia haber nada peor que escuchar aquellos aullidos de alma torturada formando trenzas de ecos sin poder ver quien los producia.

Pero cuando contemplo al fin el rostro de quien gritaba supo, con absoluta certeza, que estaba equivocada.

Habia algo mucho peor que los gritos.

I LA LLAMADA

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