—Ven —murmuro el gran rabino—. Dame la mano.

La oscuridad era profunda y hacian falta los ojos de la fe para orientarse a traves de esos jardines poblados de estatuas y de pabellones.

Sujeto por la mano firme y fria de Liwa, Aldo llego a una escalera monumental que atravesaba los edificios del palacio. Mas alla habia un gran patio dominado por las agujas de la catedral, cuyo portico principal quedaba justo frente a la boveda, pero Morosini apenas tuvo tiempo de situarse, pues enseguida cruzaron una puerta baja en lo que reconocio como la parte medieval del castillo. Como habia estado por la tarde, tenia aun los recuerdos muy frescos y sabia que se dirigian hacia la inmensa sala Vladislav, que ocupaba todo el segundo piso del edificio. El guia habia dicho que era la sala profana mas grande de Europa, y ciertamente recordaba bastante el interior de una catedral, con su alta boveda de caprichosas nervaduras, autenticos entrelazados vegetales, complicados y sin embargo armoniosos. Era una joya del gotico flamigero, aunque sus altas ventanas exhibian ya los colores del Renacimiento.

—Los reyes de Bohemia y mas tarde los emperadores recibian aqui a sus vasallos —dijo el gran rabino sin tomarse la molestia de bajar la voz—. El trono estaba colocado contra esa pared —anadio, senalando la pared del fondo.

—?Que hacemos aqui? —pregunto Morosini con voz queda.

—Hemos venido a buscar la respuesta a la pregunta que me has hecho esta manana: ?que hizo el emperador Rodolfo con el rubi de su abuela?

—?En esta sala?

—A mi entender, es el lugar mas apropiado. Ahora, calla, y veas lo que veas, oigas lo que oigas, permanece en silencio y tan inmovil como si fueras de piedra. Ponte junto a esa ventana y mira, pero piensa solo en esto: un sonido, un gesto, y eres hombre muerto.

La tormenta ya se habia desencadenado e iluminaba intermitentemente la sala, pero los ojos de Morosini se habian acostumbrado a la oscuridad.

Pegado al profundo vano de una de las ventanas, Aldo vio a su companero situarse en medio de la sala, a unos diez metros de la pared desnuda ante la que en otros tiempos se hallaba el trono de un imperio. De su larga tunica, saco varios objetos: primero una daga, con ayuda de la cual trazo en el aire un circulo imaginario cuyo centro era el; despues, cuatro velas que se encendieron solas y que el coloco sobre las baldosas, al norte, al sur, al este y al oeste de su posicion. Las inmensas lianas de la boveda parecieron cobrar vida propia, como si una cuna de ramas acabara de nacer sobre ese sacerdote de otra epoca.

El rabino habia dejado de moverse. Con la cabeza inclinada sobre el pecho, se hallaba inmerso en una profunda meditacion que se prolongo varios minutos. Por fin, tras erguir el cuerpo por completo, echo la cabeza hacia atras, levanto los dos brazos en vertical y pronuncio con voz potente lo que al observador mudo le parecio una suplica en hebreo. Luego bajo los brazos, irguio la cabeza e inmediatamente tendio hacia la pared la mano derecha con los dedos separados, en un gesto imperioso, y pronuncio lo que tanto podia ser un llamamiento como una orden. Entonces sucedio algo increible. Sobre esa pared desnuda se dibujo una forma, borrosa e imprecisa al principio, como si las piedras emitieran una luz oscura. Un cuerpo inmaterial dentro de unos ropajes rojos y, sobre el, un rostro doliente: el de un hombre de facciones grandes, medio ocultas por una barba y un largo bigote de un rubio rojizo que enmarcaban unos labios duros. Los rasgos llenos de nobleza expresaban sufrimiento y la mirada sombria parecia anegada de lagrimas, pero sobre la frente de la aparicion se distinguia la forma vaga de una corona.

Entre el gran rabino y el espectro se entablo un extrano dialogo casi liturgico en una lengua eslava de la que Morosini, fascinado y aterrado a la vez, no entendio una sola palabra. Los responsorios se sucedian, algunos largos pero la mayoria cortos. La voz de ultratumba era debil, la de un hombre en el limite de sus fuerzas. El brazo tendido del rabino parecia arrancarle las palabras. Las ultimas fueron pronunciadas por este y, por su dulzura, por la compasion que expresaban, Aldo comprendio que, ademas de ser una oracion, estaban destinadas a proporcionar sosiego. Por fin, lentamente, muy lentamente, Jehuda Liwa bajo el brazo. Al mismo tiempo, el fantasma parecio disolverse en la pared.

Solo se oia el rugido de los truenos alejandose. El gran rabino estaba inmovil. Con las manos cruzadas sobre el pecho, seguia rezando, y Morosini, en su rincon, susurro mentalmente las palabras del De profundis. Finalmente, sin moverse aun, con un leve gesto, el mago parecio ordenar alas velas que se apagaran. Se agacho para recogerlas y se acerco al hombre transformado en estatua que lo esperaba. Tenia el semblante livido y sus facciones acusaban un profundo cansancio, pero todo su ser reflejaba el triunfo.

—Ven —se limito a decir—. Ya no tenemos nada que hacer aqui.

7. Un castillo en Bohemia

En silencio, se marcharon de la vieja morada, pero, en lugar de volver hacia los jardines, salieron del ala medieval a la plaza que separaba el abside de la catedral y el convento de San Jorge, recorrieron la calle del mismo nombre, apenas iluminada, y se adentraron en angostas y oscuras arterias que parecian fallas entre los muros severos de algunas casas nobles o religiosas sin que Morosini hiciera ninguna pregunta. Todavia conmocionado por lo que acababa de presenciar, no estaba muy lejos de creer que el hombre al que seguia lo habia trasladado, empleando la magia, a los tiempos de Rodolfo, y esperaba ver surgir en cualquier momento de las tinieblas circundantes alabarderos empunando sus armas, lansquenetes monstruosos, sirvientes transportando presentes o incluso la escolta de algun embajador.

No desperto de esa especie de sueno hasta el momento en que el gran rabino abrio ante el la puerta de una casita baja pintada de verde manzana, una diminuta casa similar a las vecinas, de colores variados. Recordo entonces haberlas visto durante el dia y supo que lo habian llevado a lo que llamaban el callejon del Oro, o de los Orifices. Adosado a la muralla, desde lo alto de la cual se dominaban sus tejados, todos iguales, habia sido construido por Rodolfo II para que albergara, segun la leyenda, a los alquimistas que el emperador mantenia. [17]

—Pasa —dijo Liwa—. Esta casa es de mi propiedad. Aqui podremos hablar tranquilamente.

Los dos hombres tuvieron que inclinarse para entrar. Junto al hogar apagado se apinaban una mesa, un aparador sobre el que habia un candelero que el rabino encendio, dos sillas, un reloj de pared y una estrecha escalera que subia a un piso con el techo todavia mas bajo. Morosini se sento en la silla que le indicaban mientras que su anfitrion se acerco al aparador para coger un vaso y una frasca de vino, lleno el primero con el contenido de la segunda y se lo ofrecio:

—Bebe. Debes de necesitarlo. Estas muy palido.

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