mas desconcertante: habia, al aire libre, artesanos que trabajaban la piel y la madera, titiriteros, cocinas ambulantes que ofrecian pepino a tiras o en zumo, que a los de Praga les encantaba, ademas de las famosas salchichas con rabano blanco. Al mismo tiempo, uno se esperaba ver surgir a cada instante el cortejo del burgomaestre camino del encantador ayuntamiento, o incluso de los guardias croatas del emperador conduciendo a un condenado al cadalso. Palomas blancas emprendian el vuelo desde la casa del «unicornio de oro», la del «cordero de piedra» o la de «la campana», pasaban mujeres riendo o charlando con una cesta al brazo, grupos de ninos jugaban a la peonza. El tiempo pasado parecia haberse detenido para revivir al ritmo del gran reloj astrologico y zodiacal del ayuntamiento, con su esfera azul y sus personajes animados: Jesucristo, sus apostoles, la muerte…
Como en Varsovia, tambien desde la plaza se accedia a la ciudad judia, y Aldo, guiandose por el plano, se dirigia hacia ella cuando, al girar sobre sus talones para contemplar una fachada rosa decorada con una admirable ventana renacentista, vio una figura blanca, un sombrero con cinta roja. ?No cabia duda! Era el americano armado con su camara de fotos. Morosini, asaltado por una duda, se escondio detras de un puesto para observar al indiscreto; una voz secreta le decia que Aloysius lo seguia.
Lo vio volver la cabeza en todas direcciones, sin duda buscandolo. Para asegurarse, salio de su escondrijo y se planto delante de la estatua del reformador Jan Hus, quemado en Constanza en el siglo XV, que se alzaba como un reproche y una maldicion en la punta de la hoguera de bronce. Queria saber si Aloysius iba a abordarlo, pero este no hizo tal cosa sino que, por el contrario, paso por el otro lado del monumento. Aldo echo entonces a andar de nuevo, pero en lugar de dirigirse hacia el antiguo gueto se adentro, en el otro lado de la plaza, en las tortuosas y pintorescas calles que formaban la Ciudad Vieja y una vez alli aminoro el paso. Vio un cartel con una jarra rebosante de cerveza, unas ventanas bajas con los gruesos cristales emplomados, y entro en el local. Se sento a una mesa situada junto a una ventana y al cabo de un momento vio pasar a su perseguidor, que lo habia perdido de vista y a todas luces estaba buscandolo. ?Y eso a el no le gustaba nada!
Mientras bebia una jarra de una excelente cerveza, fresquisima y servida por una bonita muchacha vestida con el traje nacional, se esforzo en pensar en el problema que planteaba ese hombre indiscreto y tenaz. ?Que queria exactamente? Pese a su locuacidad y al hecho de que supiera su nombre y profesion, Morosini no acababa de creerse ese deseo tan grande de comprar una joya historica. No era la primera vez que trataba con americanos, algunos en el limite de lo soportable, como la arrogante lady Ribblesdale, [16] pero ninguno comparable a ese natural de Cleveland. Aquello no era normal.
De pronto, recordando lo que le habia dicho Rothschild sobre la configuracion peculiar de Praga, llamo a la camarera con una sena.
—Disculpe, Fraulein —dijo, echando un vistazo hacia la calle—, me han dicho que este local tiene otra salida. ?Es cierto?
—Desde luego, senor. ?Quiere que se la muestre?
—Es usted muy amable, ademas de bonita —dijo Morosini, sonriendo, mientras pagaba la cuenta—. Volvere para verla.
El sombrero con la cinta roja acababa de entrar en su campo visual. Butterfield estaba volviendo sobre sus pasos con la intencion evidente de entrar en la cerveceria, pero, cuando cruzo la puerta, Morosini, guiado por la chica, ya estaba al fondo de un corredor oscuro que llevaba, despues de pasar un recodo, a un patio trasero atestado de toneles, al otro lado de los cuales una boveda cintrada dejaba ver la animacion de otra calle. Aldo se precipito al exterior, se detuvo para orientarse, volvio hacia la plaza de la Ciudad Vieja y fue hasta el punto de donde partia la calle que conducia directamente al gueto, de cuya antigua muralla quedaban algunos restos.
Llego al barrio de Josef y sus dos obras maestras, el antiguo cementerio judio y la sinagoga Vieja-Nueva, que le interesaba en grado sumo puesto que el hombre al que buscaba, el rabino Jehuda Liwa, estaba a cargo de ella y vivia en una casa cercana. Estuvo un buen rato contemplando el santuario judio, el mas viejo de Praga, ya que se remontaba al siglo XIII. Era un venerable edificio situado en una placita y compuesto por una base ancha y baja, sobre la que se alzaba una especie de capilla de doble pinon, rematada por un tejado puntiagudo tan alto que parecia hundir el edificio en la tierra. Aldo lo rodeo dos veces, sin acabar de decidir que hacer.
Si seguia los consejos del baron Louis, debia esperar que llegara Adalbert, pero algo le decia que seria mejor entregar ya la nota de recomendacion. Sin embargo, no se resolvia, retenido por un temor sagrado. Dio unos pasos por las calles estrechas y oscuras del barrio.
Contrariamente al de Varsovia, el gueto de Praga ya no presentaba su antigua arquitectura de callejas sordidas con casuchas amontonadas. En 1896, el emperador Francisco Jose lo habia hecho demoler a fin de sanear el territorio predilecto de las ratas y los parasitos. Solo se habian salvado las sinagogas y el pequeno ayuntamiento donde se trataban los asuntos internos de la ciudad judia. No obstante, en menos de treinta anos el nuevo barrio habia conseguido recuperar su pintoresquismo de antano gracias a sus casas estrechas, pegadas unas a otras, sus grandes adoquines mal unidos, sus locales de ropavejeros, de zapateros remendones, de chamarileros y de vendedores de comestibles, sus pasajes abovedados y sus escaleras exteriores con ropa tendida. Olores de col, de cebollas cocidas y de sopa de nabo se mezclaban con tufaradas menos nobles, aunque ante los lugares de oracion el que predominaba era el de incienso.
Todavia presa de sus dudas, Morosini se disponia a cruzar el muro del viejo cementerio, cuyas lapidas grises, que parecian apoyarse unas en otras o empujarse entre macizos de jazmin o de sauco, le daban el aspecto de un mar cuyas olas hubieran sido inmovilizadas por un genio, cuando de pronto vio a un hombre vestido de negro, con el pelo trenzado bajo un sombrero redondo, que salia de la sinagoga y cerraba cuidadosamente la puerta con una enorme llave. Morosini se acerco.
—Perdone que lo aborde asi, pero ?es usted el rabino Liwa?
Por debajo del reborde del sombrero negro, el hombre escruto aquel rostro desconocido antes de responder:
—No. Solo soy su indigno servidor. ?Que quiere de el?
El tono hostil no tenia nada de alentador. Aldo, sin embargo, hizo como si no se hubiera percatado.
—Tengo que entregarle una carta.
—Demela.
—Debo entregarsela en mano, y puesto que usted no es el rabino…
—?De quien es esa carta?
Aquello era mas de lo que Morosini estaba dispuesto a soportar.
—Empiezo a creer que efectivamente es usted un servidor «indigno». ?Como se permite inmiscuirse en el