—Hare todo lo que pueda, pero esta noche redactare un nuevo testamento y le ruego que lo lleve manana a primera hora al despacho del senor Massaria despues de haberlo firmado usted y Zaccaria. Si esa mujer esta embarazada…
—?La princesa?
—?No la llame asi! Al menos delante de mi… Si se dispone a procrear, no quiero que un ser que no sera nada mio se convierta en mi heredero… Si muero, mi solicitud de anulacion ya no serviria de nada.
—?Usted no va a morir! —afirmo Guy Buteau, con una llamita en los ojos que reconforto a Morosini.
—?Dios le oiga!
Encerrado en su habitacion, Aldo se paso gran parte de la noche redactando el documento. En el ratificaba los legados anteriores y negaba todo derecho al hijo que la «condesa Solmanska» pudiera traer al mundo, ademas de describir detalladamente las relaciones que habian mantenido en los ultimos tiempos, de revelar lo que habia visto en la calle Alfred-de-Vigny —y que podia ser confirmado por la senora de Sommieres y Adalbert Vidal-Pellicorne— e incluso de decir que sospechaba que los Solmanski habian planeado y llevado a cabo la evasion de su padre mediante una falsa muerte. Solo cuando hubo terminado de escribir se sintio mejor, fue a guardar el testamento en la caja fuerte y se concedio unas horas de sueno. Para evitar ser seguido, habia decidido no viajar en tren, cuyo destino podia ser revelador, sino en el coche comprado el ano anterior en Salzburgo y que esperaba en un garaje de Mestre. [15] Eso le permitiria, ademas, salir a la hora que mas le conviniera.
Por la manana, hizo que Guy y Zaccaria firmaran el testamento, lo metio en la cartera que siempre se llevaba de viaje, se despidio rapidamente como si se tratara de uno de los numerosos viajes cortos que realizaba todos los anos por Italia y embarco en el
Hacia aproximadamente una hora que se habia ido cuando Celina se ato un panuelo a la cabeza, donde ya no lucia las alegres cintas de colores de antes, cogio una cesta y se dirigio por las calles hacia el mercado del Rialto. Al llegar al Campo San Polo, entro un momento en la iglesia, fue a rezar una oracion a la Virgen y encendio un gran cirio; despues salio por una puerta lateral y se adentro en una calleja estrecha a la que daba la parte trasera de dos viviendas patricias. Alli, saco una llave del bolsillo, abrio una puerta baja, la cerro tras de si, atraveso a paso rapido un encantador jardin interior en el que cantaba una fuente y, tras haber llamado con los nudillos a una alta ventana con los cristales emplomados, penetro en una gran habitacion fresca.
—Tenia que venir —dijo—. Hay novedades.
Mientras tanto, al volante del pequeno Fiat, Morosini circulaba hacia los Alpes, que pensaba cruzar por el puerto de Brenner. Pero espero a llegar a Innsbruck, una vez cruzada la frontera, para enviar a su amigo Adalbert un breve telegrama:
Sabia que, a no ser que se hubiera roto una pierna o hubiera contraido una grave enfermedad, Adalbert montaria en el primer tren que saliese de Paris.
Morosini se lo encontro la misma noche de su llegada a Praga. Sentado en un alto taburete del elegante bar, decorado con frescos esplendidos, del Europa, con sus grandes pies, calzados con zapatillas de deporte blancas, apoyados en los barrotes de caoba, comia salchichas de rabanos blancos —en Praga se pueden degustar a cualquier hora del dia y de la noche, pero no era aconsejable hacerlo en el bar del Europa—, acompanadas de una gran jarra de Pilsen-Urquell, la cerveza nacional.
Era imposible no fijarse en el: su cuerpo de luchador envuelto en un traje blanco y adornado con una corbata llamativa, su pelambrera roja y su cara colorada por haber permanecido demasiado tiempo al sol se daban de patadas con los refinamientos de ese hotel reciente, construido en honor del Art Nouveau local, y sobre todo con la musica nostalgica que salia de un violin y un piano refugiados entre unas plantas. Ademas, estaba solo en compania de un barman de punta en blanco, cuyo largo bigote de estilo hungaro apenas disimulaba el pliegue reprobador de la desdenosa boca.
Cansado a causa de la larga y, sobre todo, dificil carretera que lo habia llevado de Innsbruck a su destino por Salzburgo y Passau, Morosini solo deseaba beber algo fresco y reconfortante antes de retirarse a su habitacion. Pidio un gin-fizz y, aunque todavia llevaba la ropa de viaje, el barman se lo sirvio con una gran deferencia. Su ojo experto no se equivocaba sobre la calidad de ese nuevo cliente. Incluso llevo su amabilidad hasta poner una considerable distancia entre el y el barbaro.
Cosa que, por lo demas, no desanimo a este, encantado de tener compania: se limito a trasladar su plato y su jarra junto a Aldo, antes de declarar:
—Me alegro de que haya venido alguien que no tiene aspecto de ser de aqui —dijo en su lengua natal—. ?Que es usted? ?Ingles, frances, austriaco…?
—Italiano —gruno Morosini, que detestaba que lo abordaran con ese descaro, sobre todo cuando estaba de mal humor.
—?Vaya! Nunca lo hubiera dicho… Yo soy americano. —Y sin transicion, tendiendo una mano del tamano de una pala de las que se usan para golpear la ropa al lavarla, que su victima se vio obligado a estrechar, anadio—: Me presento: Aloysius C. Butterfield, de Cleveland, Ohio.
—Aldo Morosini, de Venecia —dijo este maquinal —mente, liberando las falanges del tremendo apreton.
Pero si pensaba haber cumplido presentando esa modesta tarjeta de visita, se equivocaba de medio a medio. El hombre de Cleveland profirio una especie de bramido que sobresalto al barman.
—?No! —dijo, golpeandose con el puno derecho la palma de la mano izquierda—. ?Es usted «el» Morosini que vende joyas antiguas?