—Por consejo de nuestro anfitrion, he traido los impermeables. Por lo menos nos serviran para disimular el estado en el que nos encontraremos manana.
Pero ningun rugido lejano, ningun relampago fugaz anunciaba todavia el diluvio. Cuando se hizo totalmente de noche, los dos hombres tiraron al mismo tiempo el cigarrillo que estaban fumando, cogieron el material y se dirigieron al lugar donde debian realizar la horrible tarea, pero hasta que no llegaron a su destino no encendieron las linternas sordas, cuya luz les era indispensable.
Contrariamente a lo que temian, la lapida no les dio mucho trabajo: estaba simplemente depositada sobre el suelo. Despues habia que cavar. Lo hicieron relevandose, despues de haberse santiguado.
—Quiza tengamos mas problemas con el ataud —murmuro Aldo—. La madera de teca no se pudre facilmente y pesa mucho… Venecia entera esta construida sobre ese tipo de madera.
—Todo depende de la profundidad.
Pero afortunadamente los monjes, impacientes por librarse de su endiablado fardo, habian hecho el trabajo deprisa y corriendo. Lo habian enterrado a muy poca profundidad, contando con que la calidad excepcional de la madera y la lapida evitara que los animales del bosque se sintieran atraidos. Aproximadamente a un metro, el pico de Adalbert encontro una resistencia.
—?Creo que lo tenemos!
Trabajando con denuedo y prudencia a la vez, retiraron toda la tierra que cubria la larga caja negra, junto a la cual Adalbert bajo con una linterna: las armas imperiales en metal deslustrado aparecieron en la tapa. Por suerte, esta se habia mantenido cerrada por su propio peso y unos pasadores de hierro oxidados que no ofrecieron gran resistencia a las tijeras y las tenazas del arqueologo.
—Quiza no haga falta forzar los de la parte inferior —dijo Adalbert—. Ahora baja; levantaremos la tapa y tu la mantendras abierta mientras yo busco.
Los dos hombres no olvidarian jamas lo que vieron: esperaban encontrar huesos, pero vieron el cuerpo ennegrecido, momificado, de un joven cuya extraordinaria belleza seguia siendo evidente. Debian de haberlo envuelto en un gran manto de terciopelo purpura bordado en oro, que habia quedado reducido a una especie de velo rojo rasgado con algunos fragmentos mas gruesos.
—Los alquimistas de Rodolfo II debian de haber descubierto algunos secretos de los egipcios —susurro Adalbert, cuyos largos dedos, habituados a ese tipo de trabajo, recorrian con presteza esa capa de tejido fantasma que cubria el cuerpo.
Y de pronto, a la debil luz de la linterna, aparecio un destello sangriento: el rubi estaba alli, colgado del cuello mediante una cadena de oro, y parecia mirarlos como un ojo rojo subitamente abierto en el fondo de la noche.
Durante unos instantes, los dos hombres permanecieron en silencio. Luego, Adalbert murmuro con voz ronca:
—El enviado eres tu…, a ti te corresponde quitarsela. Yo sostendre la tapa.
Aldo alargo, vacilante, una mano que notaba helada. Con suavidad y precaucion, busco el cierre de la cadena, lo abrio y, sin retirar esta, extrajo el colgante y se lo guardo en un bolsillo, del que saco un paquete estrecho y plano y lo desenvolvio: contenia una hermosa cruz pectoral de oro con amatistas, que puso en sustitucion del rubi. La habia comprado en una tienda de antiguedades, en los barrios altos de Budweis.
—La he hecho bendecir —dijo.
Despues arreglo lo mejor que pudo los vestigios de tela, trazo sobre el cuerpo la senal de la cruz y ayudo a Adalbert a colocar la pesada tapa. Tras lo cual, murmuraron al unisono, sin haberse puesto de acuerdo, un
Cuando la lapida, asi como las flores de la joven desconocida, hubieron ocupado de nuevo su lugar, resultaba dificil imaginar el trabajo de titanes realizado por los dos hombres.
Completamente sin fuerzas, se dejaron caer al suelo a fin de recuperarse un poco y de permitir que sus corazones desbocados se sosegaran. En algun lugar lejano, un gallo canto.
—?Hemos estado toda la noche? —dijo, asombrado, Adalbert.
Como si esas palabras hubieran sido una senal que el cielo esperaba, un potente trueno, seguido del cegador zigzag de un relampago, estallo sobre sus cabezas al mismo tiempo que las nubes empezaban por fin a descargar. Trombas de agua cayeron sobre el campo.
Pese a la proteccion de los arboles, al cabo de un instante los dos amigos estaban empapados, pero, lejos de pensar en huir del aguacero, dejaron, con una especie de placer salvaje, que el agua del cielo resbalara sobre ellos como un nuevo bautismo. Despues de tanto calor, de tantos esfuerzos, era maravilloso.
—No tardara en amanecer —dijo Aldo—. Habria que ir pensando en volver.
Cuando llegaron al coche, tenian los pies enfangados, pero sobre sus cuerpos no quedaba ni rastro de la terrible obra que habian llevado a cabo. Alli se desnudaron por completo, extendieron su ropa lo mejor posible sobre el asiento posterior, se taparon con los impermeables y se quedaron dormidos en el acto.
Hacia mucho que habia amanecido cuando se despertaron y continuaba lloviendo. Se encontraban en el centro de un universo uniformemente gris y chorreante, pero se sentian absolutamente despiertos y con la mente despejada.
—?Brrr! —dijo Adalbert, sacudiendose—. Tengo un hambre canina. Un desayuno y sobre todo un buen cafe, eso es lo que necesito.
Aldo no contesto. Habia retirado el rubi del panuelo en el que lo habia envuelto y lo contemplaba en la palma de su mano: era una piedra admirable, de un magnifico color sangre de paloma y sin duda la mas hermosa, junto con el zafiro, de las cuatro piedras que habian tenido el honor de encontrar.
—Mision cumplida, Simon —dijo, suspirando—. Falta saber cuando y como vamos a poder dartelo. Si es que todavia es posible…
Vidal-Pellicorne cogio la joya y la movio unos instantes en el hueco de su mano.
—Y si no, ?que va a ser del pectoral? Si quieres que te diga la verdad, no acabo de creerme que Simon haya