—Supongo —dijo Vidal-Pellicorne dejandose caer sobre el respaldo del banco cubierto de cojines rojo y oro— que despues de la noche que hemos pasado habrias preferido, como yo, ir a acostarte.
—No. Tenia intencion de salir despues de cenar. Asi sera mas sencillo: cuando volvamos, le pedire al cochero que pare en la plaza de la Ciudad Vieja y tu me esperaras en el coche.
Adalbert fruncio el entrecejo.
—?Ah, si? ?Y que vas a hacer?
Aldo se saco del bolsillo una carta que habia escrito en su habitacion antes de salir.
—Acercarme a casa del rabino para meter esto por debajo de la puerta. Le pido que nos veamos lo antes posible. Estoy impaciente por que esta maldita piedra sea exorcizada. Desde que la tenemos, temo que suceda una catastrofe en cualquier momento.
—Yo no soy supersticioso, pero confieso que esta vez me siento incomodo. ?Donde esta?
—En mi bolsillo. ?No querrias que la dejara en la habitacion!
—En la habitacion no, pero en la caja fuerte del hotel si. Esta para eso.
—Creo que no hubiera podido dejar de temer que el Europa se incendiara esta noche.
Pese a la gravedad del tema, Adalbert se echo a reir y vacio de un trago su copa de vino.
—Vamos a tener que hacer algo pronto. Te veo muy afectado, amigo.
Sin embargo, a Adalbert se le quitaron las ganas de reir cuando, de regreso en el hotel, se percato de que habian registrado su habitacion. Con mucha habilidad, eso si, pero el arqueologo tenia una vista de lince y no se le escapaba ningun detalle. Naturalmente, Aldo tambien habia tenido visita, de modo que, pese al cansancio, los dos hombres tomaron todas las medidas destinadas a asegurarles la noche de sueno que tanto necesitaban. Una vez puertas y ventanas estuvieron debidamente atrancadas —gracias a Dios, la noche era suave y bastante fresca, sin el habitual bochorno del verano—, se metieron por fin en la cama sin olvidar poner un arma debajo de la almohada.
En cuanto al rubi, Aldo lo metio en uno de los elementos estilo Galle que componian la arana. Protegidos de este modo, durmieron como benditos.
A la manana siguiente, Aldo encontro una carta en la bandeja del desayuno. Una nota del recepcionista explicaba que una joven la habia llevado a las siete de la manana. Era de Jehuda Liwa.
La paz, Morosini la deseaba desde que se hallaba en posesion del rubi fatal. No es que sintiera remordimientos por haber turbado el sueno eterno de Julio; estaba seguro de que, por el contrario, el joven descansaria mas tranquilo sin la piedra. Pero la joya en si misma despedia una atmosfera angustiosa, cargada de todo el horror y de toda la miseria que su posesion desencadenaba. Y cuando se disponia a salir, Aldo tuvo que obligarse a recuperar la gema malefica de su escondrijo de cristal. Mas valia no dejarla alli por si a las camareras se les ocurria limpiar la arana a fondo. No obstante, se sereno pensando que, por la noche, cuando volviera con ella, la piedra maldita habria perdido por fin su poder.
Dedicaron el dia a hacer que realizaran en el coche los ajustes necesarios con vistas a un largo viaje y a pasear por la ciudad; despues decidieron cenar en la cerveceria Mozart. Eso les evitaba a la vez soportar las preguntas indiscretas de Butterfield cuando se encontraran con el en el hotel y ponerse el ritual esmoquin, demasiado elegante y llamativo para moverse por el viejo barrio judio.
Hacia una noche bonita y agradable, y cuando los dos hombres salieron de la cerveceria las calles y las plazas estaban llenas de gente. Durante la temporada estival, Praga solia vivir una fiesta perpetua y tranquila. Iluminados por lamparas de acetileno en las que parecian reflejarse las estrellas del cielo, los vendedores de pepino, en zumo o a tiras, de salchichas de rabano blanco y de cerveza hacian magnificos negocios sobre un fondo musical en el que los antiguos aires bohemios alternaban con el tema de Smetana que evocaba el Moldava y que era mas conocido que el himno nacional. Una mujer que decia la buenaventura, de ojos llameantes y largos cabellos negros mal sujetos por un panuelo amarillo, intento cogerle la mano a Aldo, pero este la retiro suavemente:
—Gracias, pero no tengo ganas de conocer mi futuro —dijo en frances.
Esa lengua no debia de resultarle familiar, pues respondio con un gesto de fastidio que hizo tintinear sus pulseras de plata y meneo la cabeza dejando escapar un suspiro de pesar.
—Quizas hagas mal —comento Vidal-Pellicorne—. Era una buena ocasion para averiguar algo sobre lo que va a sucedemos.
Unos instantes mas tarde, la entrada de la ciudad judia los engullia y la oscuridad les hacia parpadear deprisa. El agradable olor de las salchichas a la plancha y la menta fresca desaparecio para ser sustituido por el tufo de una carniceria y el de una prenderia que quedaban una enfrente de otra. Dos faroles de un amarillo sucio trataban de iluminar la calle de adoquines mal unidos. Luego, los ojos de los dos hombres se acostumbraron y no tardaron en distinguir el muro del viejo cementerio y las bolas temblorosas de los arboles que protegian las estelas, cuya increible acumulacion hacia que ese campo de muerte pareciera un mar gris y encrespado. Y de pronto, una deliciosa fragancia acaricio el olfato de los visitantes nocturnos: la de los saucos y los jazmines del cementerio. Cuando llegaron, la masa negra y puntiaguda de la antigua sinagoga aparecio frente a ellos.
Al acercarse, vieron que un hilo de luz amarilla se filtraba por la puerta entreabierta.
—Entra tu solo —susurro Adalbert—. El rabino no me conoce.
—?Y que haras tu mientras tanto?