—?Tengo que ir a buscar ayuda! ?Dejenme pasar!

Pero Aldo lo tenia agarrado por el cuello de la levita.

—?Ayuda para quien?… ?No se llamara Simon Aronov por casualidad?

—No se cual es su nombre, pero es un hermano.

—El que buscamos es tambien un hermano para nosotros. Vive en un sitio que parece una capilla…

Llego otro lamento. Aldo zarandeo al hombre con mas violencia.

—?Hablas, si o no? Dinos para quien quieres ayuda.

—Ustedes…, ustedes tambien son enemigos.

—No. Por mi vida y por el Dios al que adoro, juro que somos amigos de Simon. Hemos venido a ayudarlo, pero no encuentro el camino.

Un resto de desconfianza se distinguia aun en la mirada del judio, pero este comprendio que debia arriesgarse.

—?Su… suelteme! —balbucio—. Les llevare.

Inmediatamente se encontro libre.

—Vengan por aqui —dijo, adentrandose en el pasadizo del que habia salido.

Aldo lo agarro de la levita.

—Este no es el camino. Yo no he pasado nunca por aqui.

—Hay dos, y este es el mas corto. Yo tengo que confiar en ustedes. Podrian corresponder.

Los gritos de dolor continuaban.

—Vamos —decidio Adalbert—. Te seguimos, pero ojo con lo que haces.

Tras recorrer un centenar de metros, de pronto se abrio una grieta en la pared y desembocaron en la bodega llena de escombros que Aldo recordaba. El desconocido indico entonces la escalera de hierro oculta por los montones de cascotes. Arriba estaba la puerta, de hierro tambien, que databa de los tiempos de los antiguos reyes. No estaba cerrada. Alli, el grito era un largo gemido. Desentendiendose del guia, que aprovecho para escapar, Aldo y Adalbert subieron precipitadamente la pequena escalera cubierta por una alfombra purpura que estaba al otro lado de la puerta. Alli no habia nadie, y tampoco habia nadie en la corta galeria que seguia: los bandidos estaban muy seguros de que no irian a molestarlos. Pero el espectaculo que los dos hombres descubrieron en la antigua capilla les puso los pelos de punta: sobre la gran mesa de marmol con patas de bronce, a la luz del candelabro de siete brazos, estaba tendido Simon Aronov, desnudo. Sus manos y sus pies estaban atados a las patas de la mesa con una increible agresividad: le habian partido de nuevo la pierna deforme, que formaba un angulo tragico. Dos hombres estaban inclinados sobre el: un coloso que le arrancaba jirones de carne, armado con unas tenazas calentadas al rojo vivo en un brasero, y al otro lado, Sigismond, que, con una alegria sadica, repetia sin parar la misma pregunta:

—?Donde esta el pectoral? ?Donde esta el pectoral?

Todo estaba revuelto en las bibliotecas, que los miserables debian de haber registrado a fondo, y en el alto sillon de ebano del Cojo estaba sentado el viejo Solmanski con el collar de Dianora entre sus manos crispadas. Junto a el, un tipo miraba y reia.

—?Habla! —decia el conde—. ?Habla, viejo demonio! Despues te dejaremos morir.

Los dos disparos sonaron al mismo tiempo: Sigismond, con la frente atravesada por la bala de Aldo, y el verdugo, con la cabeza medio destrozada por el disparo de Adalbert, murieron sin siquiera darse cuenta de lo que les pasaba. En cuanto a Solmanski padre, apenas pudo proferir un grito de horror: Aldo lo amenazaba con su arma mientras Vidal-Pellicorne, despues de abatir al hombre que se divertia tanto, iba corriendo a atender al torturado, cuyo cuerpo no era ya sino una herida, pero que permanecia consciente. Su voz se elevo, debil, susurrante, pero todavia imperiosa:

—?No lo mate, Morosini! ?Todavia no!

—A sus ordenes, amigo. Pero hacerlo seria simplemente enviarlo a donde deberia estar, porque ?acaso no murio en Londres hace unos meses? —Luego, dejando a un lado la ironia, exclamo—: ?Malnacido! ?Deberia haberlo matado sin explicaciones cuando manchaba mi casa con su presencia!

—Habrias hecho mal —observo Vidal-Pellicorne mientras intentaba hacer beber un poco de agua a Simon—. Merece algo mejor que una bala o un nudo corredizo al amanecer. Confia en mi, nos ocuparemos de eso.

—El Eterno ya se ha ocupado —murmuro Simon—. No puede andar, han tenido que traerlo sus hombres. Queria ensenarme el mismo el rubi, demostrarme que lo tenia…, al igual que poseia el zafiro… y el diamante.

—Esos dos —dijo Vidal-Pellicorne— ya puede tirarlos a la basura: son copias.

Esperaba oir protestas furiosas, pero Solmanski solo veia una cosa: el cadaver de Sigismond y el agujero en medio de la frente de su bello y cruel rostro.

—Mi hijo… —balbucia—. Mi hijo… ?Habeis matado a mi hijo!

—?Ustedes han matado a otros, y sin ningun pesar! —repuso Morosini, asqueado.

—Esas personas no eran nada para mi. A el lo queria…

—?Vamos! Usted no ha conocido jamas otra cosa que el odio… ?No me lo puedo creer! ?Esta llorando?

En efecto, unas lagrimas corrian por las mejillas blancas y lisas de Solmanski, pero no conmovieron a Aldo. Con un gesto negligente, este cogio el collar y se acerco a Simon, al que Adalbert acababa de desatar pero que, despues de tan larga y dolorosa resistencia, no podia moverse. Aldo miro a su alrededor.

—?Hay una cama a la que podamos llevarlo?

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