traspasaban sus confines a no ser por causa de fuerza mayor; mi madre y yo, en cambio, lo haciamos temprano cada manana, juntas y apresuradas, para trasladarnos a la calle Zurbano y acoplarnos sin demora a nuestro cotidiano quehacer en el taller de dona Manuela.

Al cumplirse un par de anos de mi entrada en el negocio, decidieron entre ambas que habia llegado el momento de que aprendiera a coser. A los catorce comence con lo mas simple: presillas, sobrehilados, hilvanes flojos. Despues vinieron los ojales, los pespuntes y dobladillos. Trabajabamos sentadas en pequenas sillas de enea, encorvadas sobre tablones de madera sostenidos encima de las rodillas; en ellos apoyabamos nuestro quehacer. Dona Manuela trataba con las clientas, cortaba, probaba y corregia. Mi madre tomaba las medidas y se encargaba del resto: cosia lo mas delicado y distribuia las demas tareas, supervisaba su ejecucion e imponia el ritmo y la disciplina a un pequeno batallon formado por media docena de modistas maduras, cuatro o cinco mujeres jovenes y unas cuantas aprendizas parlanchinas, siempre con mas ganas de risa y chisme que de puro faenar. Algunas cuajaron como buenas costureras, otras no fueron capaces y quedaron para siempre encargadas de las funciones menos agradecidas. Cuando una se iba, otra nueva la sustituia en aquella estancia embarullada, incongruente con la serena opulencia de la fachada y la sobriedad del salon luminoso al que solo tenian acceso las clientas. Ellas, dona Manuela y mi madre, eran las unicas que podian disfrutar de sus paredes enteladas color azafran; las unicas que podian acercarse a los muebles de caoba y pisar el suelo de roble que las mas jovenes nos encargabamos de abrillantar con trapos de algodon. Solo ellas recibian de tanto en tanto los rayos de sol que entraban a traves de los cuatro altos balcones volcados a la calle. El resto de la tropa permaneciamos siempre en la retaguardia: en aquel gineceo helador en invierno e infernal en verano que era nuestro taller, ese espacio trasero y gris que se abria con apenas dos ventanucos a un oscuro patio interior, y en el que las horas transcurrian como soplos de aire entre tarareo de coplas y el ruido de tijeras.

Aprendi rapido. Tenia dedos agiles que pronto se adaptaron al contorno de las agujas y al tacto de los tejidos. A las medidas, las piezas y los volumenes. Talle delantero, contorno de pecho, largo de pierna. Sisa, bocamanga, bies. A los dieciseis aprendi a distinguir las telas, a los diecisiete, a apreciar sus calidades y calibrar su potencial. Crespon de China, muselina de seda, gorguette, chantilly. Pasaban los meses como en una noria: los otonos haciendo abrigos de buenos panos y trajes de entretiempo, las primaveras cosiendo vestidos volatiles destinados a las vacaciones cantabricas, largas y ajenas, de La Concha y El Sardinero. Cumpli los dieciocho, los diecinueve. Me inicie poco a poco en el manejo del corte y en la confeccion de las partes mas delicadas. Aprendi a montar cuellos y solapas, a prever caidas y anticipar acabados. Me gustaba mi trabajo, disfrutaba con el. Dona Manuela y mi madre me pedian a veces opinion, empezaban a confiar en mi. «La nina tiene mano y ojo, Dolores -decia dona Manuela-. Es buena, y mejor que va a ser si no se nos desvia. Mejor que tu, como te descuides.» Y mi madre seguia a lo suyo, como si no la oyera. Yo tampoco levantaba la cabeza de mi tabla, fingia no haber escuchado nada. Pero con disimulo la miraba de reojo y veia que en su boca cuajada de alfileres se apuntaba una levisima sonrisa.

Pasaban los anos, pasaba la vida. Cambiaba tambien la moda y a su dictado se acomodaba el quehacer del taller. Despues de la guerra europea habian llegado las lineas rectas, se arrumbaron los corses y las piernas comenzaron a ensenarse sin pizca de rubor. Sin embargo, cuando los felices veinte alcanzaron su fin, las cinturas de los vestidos regresaron a su sitio natural, las faldas se alargaron y el recato volvio a imponerse en mangas, escotes y voluntad. Saltamos entonces a una nueva decada y llegaron mas cambios. Todos juntos, imprevistos, casi al monton. Cumpli los veinte, vino la Republica y conoci a Ignacio. Un domingo de septiembre en la Bombilla; en un baile bullanguero abarrotado de muchachas de talleres, malos estudiantes y soldados de permiso. Me saco a bailar, me hizo reir. Dos semanas despues empezamos a trazar planes para casarnos.

?Quien era Ignacio, que supuso para mi? El hombre de mi vida, pense entonces. El muchacho tranquilo que intui destinado a ser el buen padre de mis hijos. Habia ya alcanzado la edad en la que, para las muchachas como yo, sin apenas oficio ni beneficio, no quedaban demasiadas opciones mas alla del matrimonio. El ejemplo de mi madre, criandome sola y trabajando para ello de sol a sol, jamas se me habia antojado un destino apetecible. Y en Ignacio encontre a un candidato idoneo para no seguir sus pasos: alguien con quien recorrer el resto de mi vida adulta sin tener que despertar cada manana con la boca llena de sabor a soledad. No me llevo a el una pasion turbadora, pero si un afecto intenso y la certeza de que mis dias, a su lado, transcurririan sin pesares ni estridencias, con la dulce suavidad de una almohada.

Ignacio Montes, crei, iba a ser el dueno del brazo al que me agarraria en uno y mil paseos, la presencia cercana que me proporcionaria seguridad y cobijo para siempre. Dos anos mayor que yo, flaco, afable, tan facil como tierno. Tenia buena estatura y pocas carnes, maneras educadas y un corazon en el que la capacidad para quererme parecia multiplicarse con las horas. Hijo de viuda castellana con los duros bien contados debajo del colchon; residente con intermitencias en pensiones de poca monta; aspirante ilusionado a profesional de la burocracia y eterno candidato a todo ministerio capaz de prometerle un sueldo de por vida. Guerra, Gobernacion, Hacienda. El sueno de tres mil pesetas al ano, doscientas cuarenta y una al mes: un salario fijo para siempre jamas a cambio de dedicar el resto de sus dias al mundo manso de los negociados y antedespachos, de los secantes, el papel de barba, los timbres y los tinteros. Sobre ello planificamos nuestro futuro: a lomos de la calma chicha de un funcionariado que, convocatoria a convocatoria, se negaba con cabezoneria a incorporar a mi Ignacio en su nomina. Y el insistia sin desaliento. Y en febrero probaba con Justicia y en junio con Agricultura, y vuelta a empezar.

Y entretanto, incapaz de permitirse distracciones costosas, pero dispuesto hasta la muerte a hacerme feliz, Ignacio me agasajaba con las humildes posibilidades que su pauperrimo bolsillo le permitia: una caja de carton llena de gusanos de seda y hojas de morera, cucuruchos de castanas asadas y promesas de amor eterno sobre la hierba bajo el viaducto. Juntos escuchabamos a la banda de musica del quiosco del parque del Oeste y remabamos en las barcas del Retiro en las mananas de domingo que hacia sol. No habia verbena con columpios y organillo a la que no acudieramos, ni chotis que no bailaramos con precision de reloj. Cuantas tardes pasamos en las Vistillas, cuantas peliculas vimos en cines de barrio de a una cincuenta. Una horchata valenciana era para nosotros un lujo y un taxi, un espejismo. La ternura de Ignacio, por no ser gravosa, carecia sin embargo de fin. Yo era su cielo y las estrellas, la mas guapa, la mejor. Mi pelo, mi cara, mis ojos. Mis manos, mi boca, mi voz. Toda yo configuraba para el lo insuperable, la fuente de su alegria. Y yo le escuchaba, le decia tonto y me dejaba querer.

La vida en el taller por aquellos tiempos marcaba, no obstante, un ritmo distinto. Se hacia dificil, incierta. La Segunda Republica habia infundido un soplo de agitacion sobre la confortable prosperidad del entorno de nuestras clientas. Madrid andaba convulso y frenetico, la tension politica impregnaba todas las esquinas. Las buenas familias prolongaban hasta el infinito sus veraneos en el norte, deseosas de permanecer al margen de la capital inquieta y rebelde en cuyas plazas se anunciaba a voces el Mundo Obrero mientras los proletarios descamisados del extrarradio se adentraban sin retraimiento hasta la misma Puerta del Sol. Los grandes coches privados empezaban a escasear por las calles, las fiestas opulentas menudeaban. Las viejas damas enlutadas rezaban novenas para que Azana cayera pronto y el ruido de las balas se hacia cotidiano a la hora en que encendian las farolas de gas. Los anarquistas quemaban iglesias, los falangistas desenfundaban pistolas con porte bravucon. Con frecuencia creciente, los aristocratas y altos burgueses cubrian con sabanas los muebles, despedian al servicio, apestillaban las contraventanas y partian con urgencia hacia el extranjero, sacando a mansalva joyas, miedos y billetes por las fronteras, anorando al rey exiliado y una Espana obediente que aun tardaria en llegar.

Y en el taller de dona Manuela cada vez entraban menos senoras, salian menos pedidos y habia menos quehacer. En un penoso cuentagotas se fueron despidiendo primero las aprendizas y despues el resto de

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