Mientras terminaba su cafe entro John Cruikshank, su ayudante. John era un puritano que se habia visto obligado a marcharse de Cambridge apresuradamente cuando Carlos II recupero el trono. Era un hombre de cara amarillenta, serio y tedioso, pero muy diligente.

– Las convictas han llegado, excelencia.

Solo de pensarlo, Almont hizo una mueca. Se seco los labios.

– Mandamelas. ?Estan limpias, John?

– Razonablemente limpias, excelencia.

– Pues traelas.

Las mujeres entraron ruidosamente en el comedor. Charlaban, miraban a todas partes y senalaban ahora una cosa ahora otra. Un atajo de insubordinadas, descalzas y vestidas con identicos trajes de fustan gris. El ayudante las hizo ponerse en fila contra la pared y Almont se levanto de la mesa.

Las mujeres callaron mientras el las inspeccionaba. El unico sonido que se escuchaba en la sala era el del pie izquierdo dolorido del gobernador arrastrandose por el suelo mientras las miraba una por una.

Aquellas mujeres eran las mas feas, grenudas y procaces que habia visto jamas. El gobernador se paro frente a una de ellas, que era mas alta que el, una criatura espantosa con la cara marcada y la boca desdentada.

– ?Como te llamas?

– Charlotte Bixby, excelencia. -Intento una especie de reverencia patosa.

– ?Y cual es tu delito?

– Lo juro, excelencia, no he hecho nada. Me acusaron con calumnias…

– Asesino a su marido, John Bixby -recito el ayudante, leyendo una lista.

La mujer se callo. Almont siguio. Cada cara que veia era mas fea que la anterior. Se paro frente a una mujer de cabellos negros enmaranados y una cicatriz amarillenta que bajaba por un lado del cuello. Su expresion era malhumorada.

– ?Como te llamas?

– Laura Peale.

– ?Cual es tu delito?

– Dijeron que le habia robado la bolsa a un caballero.

– Ahogo a sus hijos de cuatro y siete anos -recito John en tono monotono, sin levantar los ojos de la lista.

Almont miro a la mujer con el ceno fruncido. Esas mujeres estarian en su elemento en Port Royal; eran tan rudas como el mas aguerrido de los corsarios. Pero ?esposas? Desde luego no serian esposas. Siguio recorriendo la fila de caras y se paro frente a una que era insolitamente joven.

La muchacha tendria quiza catorce o quince anos, los cabellos rubios y la piel muy clara. Tenia unos ojos azules y limpidos que expresaban una rara amabilidad e inocencia. Parecia totalmente fuera de lugar en aquel grupo de mujeres groseras. El gobernador le hablo en tono amable.

– ?Como te llamas, nina?

– Anne Sharpe, excelencia. -Su voz era apenas audible, casi un susurro, y mantenia los ojos timidamente bajos.

– ?Cual es tu delito?

– Hurto, excelencia.

Almont miro a John. Este asintio.

– Robo en el alojamiento de un caballero. En Gardiner's Lane, Londres.

– Entiendo -dijo Almont, volviendo a mirar a la muchacha. Pero no fue capaz de ser severo con ella, que mantenia los ojos bajos-. Necesito una sirvienta en mi casa, senorita Sharpe. Serviras en mi residencia.

– Excelencia -interrumpio John, inclinandose hacia Almont-. Si me permitis unas palabras.

Los dos hombres se apartaron un poco de las mujeres. El ayudante, que parecia agitado, le indico la lista.

– Excelencia -susurro-, aqui dice que la acusaron de brujeria durante el juicio.

Almont se rio, divertido.

– No lo dudo, no lo dudo.

A menudo se acusaba de brujeria a las mujeres hermosas.

– Excelencia -insistio John, con celo puritano-. Aqui ti ice que lleva en el cuerpo los estigmas del demonio.

Almont miro a la timida jovencita rubia. No le parecia probable que fuera bruja. Sir James sabia un par de cosas de brujeria. Las brujas tenian ojos de colores extranos y estaban rodeadas de corrientes de aire helado. Su carne era fria como la de los reptiles y tenian un seno de mas.

Almont estaba seguro de que aquella mujer no era bruja. -Dispon que la banen y la vistan -ordeno. - Excelencia, permitid que os recuerde, los estigmas… -Ya me ocupare mas tarde de los estigmas. John hizo una reverencia. -Como deseeis, excelencia.

Por primera vez, Anne Sharpe levanto la cabeza y miro al gobernador Almont, con la mas leve de las sonrisas.

4

– Con el debido respeto, sir James, debo confesar que nada habria podido prepararme para el impacto de mi llegada a este puerto.

El senor Robert Hacklett, delgado, joven y nervioso, paseaba arriba y abajo mientras hablaba. Su esposa, una mujer joven de aspecto extranjero, esbelta y morena, estaba sentada rigidamente en una silla mirando fijamente al gobernador.

Sir James se habia acomodado detras de su escritorio, con el pie malo, hinchado y dolorido, apoyado en un cojin. Intentaba mostrarse paciente.

– Francamente, en la capital de la Colonia de Jamaica de Su Majestad en el Nuevo Mundo -continuo Hacklett- esperaba encontrar alguna apariencia de orden cristiano y legalidad en el comportamiento de sus gentes. Como poco, alguna prueba de represion contra los vagabundos y esos canallas salvajes que actuan a su antojo donde y como les place. Por Dios, mientras recorriamos en un carruaje abierto las calles de Port Royal, si a eso se le pueden llamar calles, un individuo vulgar y borracho ha insultado a mi mujer, asustandola enormemente.

– Ya -dijo Almont, suspirando.

Emily Hacklett asintio silenciosamente. A su manera era una mujer bonita, con el tipo de fisico que solia atraer al rey Carlos. Sir James podia imaginar como el senor Hacklett habia llegado a ser el favorito de la corte hasta el punto de que le nombraran para el puesto potencialmente lucrativo de secretario del gobernador de Jamaica. Sin duda Emily Hacklett habia sentido la presion del abdomen real mas de una vez.

Sir James suspiro.

– Ademas -continuo Hacklett-, hemos tenido que soportar, por todas partes, la vision de mujeres procaces y medio desnudas en la calle y gritando desde las ventanas, hombres borrachos y vomitando en la calle, ladrones y piratas peleando y alborotando en las esquinas, y…

– ?Piratas? -pregunto Almont bruscamente.

– Pues si, piratas. Al menos asi es como llamaria yo a esos marineros asesinos.

– En Port Royal no hay piratas -afirmo Almont. Su voz era dura. Miro enfadado a su nuevo secretario y maldijo las bajas pasiones del Alegre Monarca, por culpa de las cuales el tendria que soportar a aquel idiota pedante como secretario. Estaba claro que Hacklett no le seria de ninguna utilidad-. No hay piratas en esta colonia -repitio Almont-. Y si hallara pruebas de que alguno de los hombres es un pirata, se le juzgaria como es debido y se le ahorcaria. Asi lo dicta la ley de la Corona y aqui se observa con absoluto rigor.

Hacklett le miro con incredulidad.

– Sir James -dijo-, discutis por un detalle de terminologia cuando la verdad del asunto esta a la vista en todas las calles y todas las casas de la ciudad.

– La verdad del asunto esta a la vista en el patibulo de High Street -replico Almont-, donde en este momento puede verse a un pirata balanceandose con la brisa. De haber desembarcado antes, lo habriais presenciado vos

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