Michael Crichton

Latitudes Piratas

Traduccion de Esther Roig

Titulo original: Pirate Latitudes

PRIMERA PARTE . Port Royal

1

Sir James Almont, nombrado gobernador de Jamaica por Su Majestad Carlos II de Inglaterra, solia ser un hombre madrugador. Ello se debia en parte a su condicion de viudo ya mayor, en parte a los dolores de gota que trastornaban su sueno, y en parte a haber tenido que adaptarse al clima de la colonia de Jamaica que, en cuanto salia el sol, se volvia calurosa y humeda.

La manana del 7 de septiembre de 1665, sir James siguio su rutina habitual: se levanto de la cama en sus aposentos privados del tercer piso de la mansion del gobernador y se asomo a la ventana para ver que tiempo se anunciaba para la jornada. La mansion del gobernador era una imponente construccion de ladrillo con el tejado de tejas rojas. Tambien era el unico edificio de tres pisos de Port Royal, y el panorama que ofrecia de la ciudad era excelente. El gobernador miro hacia abajo y vio como los faroleros hacian la ronda por las calles, apagando las farolas que habian encendido la noche anterior. En Ridge Street, la patrulla matinal de soldados de la guarnicion estaba recogiendo a los borrachos y los cadaveres caidos en el barro. Justo debajo de su ventana, la primera de la planta, pasaban ruidosamente los carros de los aguadores tirados por caballos, cargados de barriles de agua potable del rio Cobra, situado a varios kilometros de distancia. Aparte de esto, Port Royal disfrutaba del silencio que reinaba brevemente entre el desvanecimiento estupefacto del ultimo de los vagabundos borrachos y el comienzo del barullo del comercio matinal en la zona de los muelles.

Aparto la mirada de las calles estrechas y desordenadas de la ciudad, la dirigio hacia el puerto y contemplo el bosque ondulante de mastiles, los cientos de navios de todos los tamanos anclados o remolcados hasta el interior del puerto. En el mar, a lo lejos, vio una goleta mercante inglesa anclada mas alla del arrecife de Rackham. Sin duda, el barco habia llegado durante la noche, y el capitan habia decidido prudentemente esperar a la luz del dia para entrar en el puerto de Port Royal. Mientras lo observaba, a la luz de la aurora, se izaron las gavias del barco y dos botes salieron de la costa cerca de Fort Charles para guiar el mercante hasta el puerto.

El gobernador Almont, conocido en el lugar como «James la Decima», debido a su costumbre de desviar una decima parte del botin de las expediciones corsarias a sus cofres privados, se aparto de la ventana y cojeando por culpa de su dolorida pierna izquierda cruzo la habitacion para asearse. Inmediatamente se olvido del navio mercante, porque aquella manana sir James tenia la desagradable obligacion de asistir a una ejecucion en la horca.

La semana anterior, unos soldados habian capturado a un fuera de la ley frances llamado LeClerc, acusado de realizar una expedicion pirata contra el asentamiento de Ocho Rios, en la costa norte de la isla.

Gracias al testimonio de algunos supervivientes del ataque, LeClerc habia sido condenado a morir publicamente en la horca en High Street. El gobernador Almont no sentia ningun interes por aquel frances ni por su suerte, pero debia asistir a la ejecucion como representante de la autoridad. Le esperaba una manana tediosa y formal.

Richards, el criado del gobernador, entro en la habitacion.

– Buenos dias, excelencia. Su Burdeos.

Ofrecio la copa de vino al gobernador, quien inmediatamente se lo bebio de un trago. Richards preparo lo necesario para el aseo matinal: una jofaina de agua de rosas, otra llena de bayas de mirto aplastadas y otra mas pequena con polvo dentifrico y un pano para sacar brillo a los dientes. El gobernador Almont comenzo su aseo acompanado del siseo del fuelle perfumado que Richards utilizaba cada manana para renovar el aire de la estancia.

– Un dia caluroso para una ejecucion publica -comento Richards.

Sir James gruno a modo de asentimiento.

Se unto los cabellos cada dia mas escasos con la pasta de bayas de mirto. El gobernador Almont tenia cincuenta y un anos, aunque ya hacia una decada que se estaba quedando calvo. No era un hombre particularmente presumido, y de todos modos, normalmente llevaba sombrero, asi que la calvicie no era algo tan terrible como pudiera parecer. Sin embargo, utilizaba preparados para combatir la perdida del cabello. Desde hacia anos usaba bayas de mirto, un remedio tradicional prescrito por Plinio. Tambien se aplicaba una pasta de aceite de oliva, ceniza y lombrices trituradas para evitar la aparicion de canas. Pero el olor de esa mezcla era tan nauseabundo que la usaba con menos frecuencia de la que consideraba aconsejable.

El gobernador Almont se enjuago el pelo con agua de rosas, se lo seco con una toalla y examino su aspecto en el espejo.

Uno de los privilegios de ser la maxima autoridad de la colonia de Jamaica era que poseia el mejor espejo de la isla. Media casi treinta centimetros por cada lado y era de excelente calidad, sin irregularidades ni manchas. Habia llegado de Londres hacia un ano, a peticion de un comerciante de la ciudad, y Almont lo habia confiscado con un pretexto cualquiera.

No era ajeno a este tipo de comportamientos; incluso le parecia que con ello aumentaba el respeto de la comunidad hacia el. Tal como le habia advertido en Londres sir William Lytton, el anterior gobernador, Jamaica «no era una region que adoleciera de un exceso de moral». En anos posteriores, sir James recordaria a menudo tan acertadas palabras, ya que sir James no poseia el don de la elocuencia; era de una franqueza excesiva y tenia un temperamento marcadamente colerico, algo que el atribuia a la gota.

Mientras observaba su imagen en el espejo, se dio cuenta de que debia pasar a ver a Enders, el barbero, para que le recortara la barba. Sir James no era un hombre guapo, asi que llevaba una barba poblada para compensar un rostro demasiado «afilado».

Farfullo algo a su reflejo y paso a ocuparse de los dientes. Introdujo un dedo humedo en la pasta de cabeza de conejo en polvo, cascara de granada y flores de melocoton y se froto los dientes vigorosamente, canturreando.

En la ventana, Richards contemplaba la llegada del barco.

– Dicen que ese mercante es el Godspeed, senor. -?Ah, si?

Sir James se enjuago la boca con un poco de agua de rosas, escupio, y se seco los dientes con el elegante pano de Holanda, de seda roja y con el borde de encaje. Tenia cuatro panos del mismo tipo, otro privilegio, por pequeno que fuera, de su posicion en la colonia. Sin embargo, uno de ellos lo habia estropeado una criada descuidada lavandolo a la manera tradicional, golpeandolo sobre las piedras, con lo que rasgo su delicado tejido. El servicio era un problema en la isla. Sir William tambien se lo habia comentado.

Richards era una excepcion, un criado al que habia que cuidar; escoces, pero limpio, fiel y razonablemente de fiar. Tambien se podia contar con el para estar al corriente de los cotilleos y de todo lo que sucedia en la ciudad, pues de otro modo jamas llegarian a oidos del gobernador.

– El Godspeed, ?dices?

– Si, excelencia -afirmo Richards, colocando sobre la cama el vestuario de sir James para ese dia.

– ?Mi nuevo secretario esta a bordo?

Segun los despachos del mes anterior, en el Godspeed llegaria su nuevo secretario, un tal Robert Hacklett. Sir James nunca habia oido hablar de el, y estaba deseando conocerlo. Llevaba ocho meses sin secretario, desde que Lewis habia muerto de disenteria.

– Creo que si, excelencia -dijo Richards.

Sir James se aplico el maquillaje. Primero se unto con cense -una crema elaborada con plomo blanco y

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