John Katzenbach

La Sombra

Titulo original: The Shadow Man

Traduccion: Cristina Martin, Laura Paredes y Raquel Sola

La Historia es una pesadilla de la que intento despertar… -dijo Stephen

James Joyce, Ulises

Ninguna novela se concluye sin recibir alguna ayuda. Algunas veces esta ayuda es tecnica, como la de los lectores que revisan los primeros borradores o el manuscrito y senalan los errores cometidos. Otras veces es menos tangible pero igualmente importante (los ninos que te dejan tranquilo cuando preferirian que salieras con ellos a lanzar unas canastas). Para completar este libro he contado con la inestimable ayuda de mis amigos Jack Rosenthal, David Kaplan y Janet Rifkin, Harley y Sherry Tropin, cuyos comentarios han contribuido a mejorar la version final.

Hay muchos libros extraordinarios que tratan sobre el Holocausto, cada uno de ellos mas desgarrador, mas conmovedor, mas frustrante, mas sorprendente, si cabe, que el anterior. No pretendo hacer una lista con todos los que he examinado, pero hay uno que merece la pena mencionar. Cuando empece a cultivar las semillas de las ideas que finalmente se convirtieron en esta novela, el difunto Howard Simon de la Universidad de Hardware me dio su ejemplar de una obra realista extraordinaria: The Last Jewis In Berlin, de Leonard Gross. Las personas que esten interesadas en conocer lo que es la verdadera inventiva y valentia harian bien en leerlo.

Como siempre, mi mayor deuda es para con mi familia, por lo que este libro esta dedicado a ellos: Justine, Nick y Maddy.

1 Una muerte interrumpida

A primera hora del atardecer de lo que promet ia ser una noche sofocantemente calurosa de pleno verano en Miami Beach, Simon Winter, un anciano cuya profesion durante anos habia estado relacionada con la muerte, decidio que ya era hora de acabar con su vida. Por un instante no le agrado ser la causa del sucio trabajo que iba a dejar a los demas; aun asi, se dirigio sin prisa hacia el armario de su habitacion y saco un revolver detective special calibre 38 de canon recortado, lleno de rasgunos y rozaduras, de una pistolera de piel marron, ajada y manchada de sudor. Abrio con un chasquido el tambor y saco cinco de las seis balas, que a continuacion metio en un bolsillo. Estaba convencido de que, con este acto, despejaria todas las dudas que cualquiera pudiera plantearse respecto a cuales habian sido sus intenciones.

Con la pistola en la mano, empezo a buscar papel y boligrafo para escribir una nota de suicidio. Esto le llevo varios frustrantes minutos, puesto que tuvo que apartar sabanas, estrujar panuelos y revolver corbatas y gemelos en un cajon de la comoda. Finalmente, encontro una unica hoja pautada que quedaba en un cuaderno de notas y un boligrafo barato. «Muy bien -se dijo-, sea lo que sea lo que tengas que decir, tendra que ser breve.»

Intento pensar si necesitaba algo mas y, mientras lo hacia, se detuvo ante el espejo para examinar su aspecto. No estaba mal. La camisa a cuadros que vestia estaba limpia, como el pantalon caqui, los calcetines y la ropa interior. Considero si debia afeitarse y se froto la mejilla con el reverso de la mano que sostenia el arma, sintiendo a contrapelo la barba incipiente, aunque al final decidio que no era necesario. Necesitaba un corte de pelo, pero se encogio de hombros mientras se mesaba su mata de cabello blanca. «No tengo tiempo», se dijo. De pronto, recordo que cuando era joven le habian comentado que el pelo de la gente continua creciendo aun despues de muerto. El pelo y las unas. Era aquel tipo de informacion que se transmitia entre cuchicheos de un nino a otro con absoluta autoridad y que, invariablemente, conducia a historias de fantasmas contadas en habitaciones a oscuras entre murmullos. «Parte del problema de crecer y hacerse mayor es que los mitos de la infancia desaparecen», penso Simon Winter.

Se aparto del espejo y echo un rapido vistazo al dormitorio: la cama estaba hecha y no habia ropa sucia amontonada en los rincones; sus lecturas nocturnas, novelas baratas de crimenes y relatos de aventuras, estaban apiladas junto a la mesilla de noche; aunque no estaba exactamente limpio, al menos estaba presentable, lo mismo que se podia decir, mas o menos, de su propio aspecto. Ciertamente, no habia mas desorden del que seria normal en un solteron o, en realidad, un nino, observacion que momentaneamente le intereso y le confirio un abrupto sentido de plenitud.

Asomo la cabeza en el bano, vio un frasco de somniferos y por un breve instante considero utilizarlos en lugar de su vieja arma reglamentaria, pero decidio que seria una forma cobarde de hacerlo. Se dijo: «Debes ser suficientemente valiente para mirar sin temor el canon de tu arma y no simplemente tragar un punado de pildoras y abandonarte suavemente al sueno eterno.» Se dirigio a la cocina. Vio los platos sucios del dia en el fregadero. Mientras los miraba, una gran cucaracha broncinea que se arrastraba por el borde de un plato se detuvo, como a la espera de ver lo que haria Simon Winter.

– Bichos asquerosos. Eres una cucaracha con pretensiones -le espeto. Alzo la pistola y apunto a la cucaracha-. ?Bang! Un disparo. ?Sabias, bicho, que siempre obtuve la categoria de tirador experto?

Eso le hizo suspirar hondo mientras colocaba el arma y el papel sobre la encimera de linoleo blanco. Vertio un poco de lavavajillas y empezo a lavar los platos.

– Esperemos que la limpieza me acerque a la santidad -dijo.

Era bastante ridiculo que uno de sus ultimos actos en este mundo fuese lavar los platos, pero no queria cargar con esa tarea a nadie. Esta forma de obrar formaba parte de su naturaleza. Nunca dejaba cosas por hacer para cargarselas a los demas.

La cucaracha, captando una vaharada de jabon, reconocio que estaba en peligro y huyo a toda prisa por la encimera mientras el anciano intentaba con desgana aplastarla con la esponja.

– Muy bien. Puedes correr cuanto quieras pero no puedes esconderte.

Se agacho bajo el fregadero y encontro un bote de insecticida, que agito antes de rociar la zona por donde la cucaracha habia desaparecido.

– Sospecho que pronto nos reuniremos, bicho.

Recordo que los antiguos vikingos solian matar a un perro y lo colocaban a los pies del hombre que iba a ser enterrado; pensaban que asi el guerrero tendria un companero en el camino al Valhalla, y que mejor camarada que un perro fiel, que seguramente ignoraria el hecho de que su vida habia sido segada por una costumbre barbara. «Asi pues -penso-, si yo tuviera perro, tendria que matarlo primero, pero no lo tengo y tampoco lo haria si lo tuviera, por lo que mi companero de viaje sera una cucaracha.»

Rio para sus adentros, preguntandose de que hablarian el y la cucaracha, y sospecho que, en cierta extrana manera, sus vidas no habian sido tan distintas, ambos dedicados a husmear en los restos que dejaba la vida cotidiana. Dejo el fregadero completamente limpio haciendo una ultima floritura, coloco la esponja en un rincon y recogio la pistola y el papel. Regreso al modesto salon del pequeno apartamento. Se sento en un raido sofa y deposito el revolver en una mesilla auxiliar delante de el. Luego cogio el papel y el boligrafo y, tras pensar un momento, escribio:

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Esto me lo he hecho yo.

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