Carlos Ruiz Zafon
Marina
Para Mateu Androver,
cuyo nombre, tarde o temprano,
tenia que acabar en un libro.
Y para Antonio Verdazca,
Cuya sabiduria llenaria unos cuantos
Carlos Ruiz Zafon
Marina me dijo una vez que solo recordamos lo que nunca sucedio.
Pasaria una eternidad antes de que comprendiese aquellas palabras.
Pero mas vale que empiece por el principio, que en este caso es el final.
En mayo de 1980 desapareci del mundo durante una semana. Por espacio de siete dias y siete noches, nadie supo de mi paradero. Amigos, companeros, maestros y hasta la policia se lanzaron a la busqueda de aquel fugitivo al que algunos ya creian muerto o perdido por calles de mala reputacion en un rapto de amnesia.
Una semana mas tarde, un policia de paisano creyo reconocer a aquel muchacho; la descripcion encajaba. El sospechoso vagaba por la estacion de Francia como un alma perdida en una catedral forjada de hierro y niebla. El agente se me aproximo con aire de novela negra. Me pregunto si mi nombre era Oscar Drai y si era yo el muchacho que habia desaparecido sin dejar rastro del internado donde estudiaba. Asenti sin despegar los labios. Recuerdo el reflejo de la boveda de la estacion sobre el cristal de sus gafas.
Nos sentamos en un banco del anden. El policia encendio un cigarrillo con parsimonia. Lo dejo quemar sin llevarselo a los labios.
Me dijo que habia un monton de gente esperando hacerme muchas preguntas para las que me convenia tener buenas respuestas. Asenti de nuevo. Me miro a los ojos, estudiandome. 'A veces, contar la verdad no es una buena idea, Oscar', dijo. Me tendio unas monedas y me pidio que llamase a mi tutor en el internado. Asi lo hice. El policia aguardo a que hubiese hecho la llamada. Luego me dio dinero para un taxi y me deseo suerte. Le pregunte como sabia que no iba a volver a desaparecer. Me observo largamente. 'Solo desaparece la gente que tiene algun sitio adonde ir', contesto sin mas.
Me acompano hasta la calle y alli se despidio, sin preguntarme donde habia estado. Le vi alejarse por el Paseo Colon. El humo de su cigarrillo intacto le seguia como un perro fiel.
Aquel dia el fantasma de Gaudi esculpia en el cielo de Barcelona nubes imposibles sobre un azul que fundia la mirada. Tome un taxi hasta el internado, donde supuse que me esperaria el peloton de fusilamiento.
Durante cuatro semanas, maestros y psicologos escolares me martillearon para que revelase mi secreto. Menti y ofreci a cada cual lo que queria oir o lo que podia aceptar. Con el tiempo, todos se esforzaron en fingir que habian olvidado aquel episodio. Yo segui su ejemplo. Nunca le explique a nadie la verdad de lo que habia sucedido. No sabia entonces que el oceano del tiempo tarde o temprano nos devuelve los recuerdos que enterramos en el.
Quince anos mas tarde, la memoria de aquel dia ha vuelto a mi. He visto a aquel muchacho vagando entre las brumas de la estacion de Francia y el nombre de Marina se ha encendido de nuevo como una herida fresca.
Todos tenemos un secreto encerrado bajo llave en el atico del alma. Este es el mio.
Capitulo 1
A finales de la decada de los setenta, Barcelona era un espejismo de avenidas y callejones donde uno podia viajar treinta o cuarenta anos hacia el pasado con solo cruzar el umbral de una porteria o un cafe. El tiempo y la memoria, historia y ficcion, se fundian en aquella ciudad hechicera como acuarelas en la lluvia. Fue alli, al eco de calles que ya no existen, donde catedrales y edificios fugados de fabulas tramaron el decorado de esta historia.
Por entonces yo era un muchacho de quince anos que languidecia entre las paredes de un internado con nombre de santo en las faldas de la carretera de Vallvidrera. En aquellos dias la barriada de Sarria conservaba aun el aspecto de pequeno pueblo varado a orillas de una metropolis modernista. Mi colegio se alzaba en lo alto de una calle que trepaba desde el Paseo de la Bonanova. Su monumental fachada sugeria mas un castillo que una escuela. Su angulosa silueta de color arcilloso era un rompecabezas de torreones, arcos y alas en tinieblas.
El colegio estaba rodeado por una ciudadela de jardines, fuentes, estanques cenagosos, patios y pinares encantados. En torno a el, edificios sombrios albergaban piscinas veladas de vapor fantasmal, gimnasios embrujados de silencio y capillas tenebrosas donde imagenes de santos sonreian al reflejo de los cirios. El edificio levantaba cuatro pisos, sin contar los dos sotanos y un altillo de clausura donde vivian los pocos sacerdotes que todavia ejercian como profesores. Las habitaciones de los internos estaban situadas a lo largo de corredores cavernosos en el cuarto piso. Estas interminables galerias yacian en perpetua penumbra, siempre envueltas en un eco espectral.
Yo pasaba mis dias sonando despierto en las aulas de aquel inmenso castillo, esperando el milagro que se producia todos los dias a las cinco y veinte de la tarde. A esa hora magica, el sol vestia de oro liquido los altos ventanales. Sonaba el timbre que anunciaba el fin de las clases y los internos gozabamos de casi tres horas libres antes de la cena en el gran comedor. La idea era que ese tiempo debia estar dedicado al estudio y a la reflexion espiritual. No recuerdo haberme entregado a ninguna de estas nobles tareas un solo dia de los que pase alli.
Aquel era mi momento favorito. Burlando el control de porteria, partia a explorar la ciudad. Me acostumbre a volver al internado, justo a tiempo para la cena, caminando entre viejas calles y avenidas mientras anochecia a mi alrededor. En aquellos largos paseos experimentaba una sensacion de libertad embriagadora. Mi imaginacion volaba por encima de los edificios y se elevaba al cielo. Durante unas horas, las calles de Barcelona, el internado y mi lugubre habitacion en el cuarto piso se desvanecian. Durante unas horas, con solo un par de monedas en el bolsillo, era el individuo mas afortunado del universo.
A menudo mi ruta me llevaba por lo que entonces se llamaba el desierto de Sarria, que no era mas que un amago de bosque perdido en tierra de nadie. La mayoria de las antiguas mansiones senoriales que en su dia habian poblado el norte del Paseo de la Bonanova se mantenia todavia en pie, aunque solo fuese en ruinas. Las calles que rodeaban el internado trazaban una ciudad fantasma. Muros cubiertos de hiedra vedaban el paso a jardines salvajes en los que se alzaban monumentales residencias. Palacios invadidos por la maleza y el abandono en los que la memoria parecia flotar, como niebla que se resiste a marchar. Muchos de estos caserones aguardaban el derribo y otros tantos habian sido saqueados durante anos. Algunos, sin embargo, aun estaban habitados.
Sus ocupantes eran los miembros olvidados de estirpes arruinadas. Gentes cuyo nombre se escribia a cuatro columnas en 'La Vanguardia' cuando los tranvias aun despertaban el recelo de los inventos modernos. Rehenes de su pasado moribundo, que se negaban a abandonar las naves a la deriva. Temian que, si osaban poner los pies mas alla de sus mansiones ajadas, sus cuerpos se desvaneciesen en cenizas al viento. Prisioneros, languidecian a la luz