acompanaron en el ultimo viaje. Pronto, una cohorte de acreedores y toda suerte de criaturas carroneras con levita y titulo honorifico tomaron por costumbre dejarse caer por la vivienda de los Sauvelle, en el bulevar Haussmann. Las frias visitas de cortesia legal dieron paso a las amenazas veladas. Y estas, con el tiempo, a los embargos. Colegios de prestigio y ropas de impecable acabado fueron sustituidos por empleos a tiempo parcial y atuendos mas modestos para Irene y Dorian. Era el inicio del vertiginoso descenso de los Sauvelle al mundo real. La peor parte del viaje, sin embargo, cayo sobre Simone. Retomar su empleo como maestra no bastaba para hacer frente al torrente de deudas que devoraban sus escasos recursos. En cada rincon aparecia un nuevo documento que Armand habia firmado, una nueva suscripcion de deuda impagada, un nuevo agujero negro sin fondo…

Fue por entonces cuando el pequeno Dorian empezo a sospechar que la mitad de la poblacion de Paris la componian abogados y contables, una clase de ratas que habitaban en la superficie. Fue tambien entonces cuando Irene, sin que su madre tuviese conocimiento de ello, acepto un empleo en un salon de baile. Danzaba con los soldados, apenas unos adolescentes asustados, por unas monedas (monedas que, de madrugada, introducia en la caja que Simone guardaba bajo el fregadero de la cocina).

Del mismo modo, los Sauvelle descubrieron que la lista de quienes se declaraban sus amigos y benefactores se reducia como la escarcha al amanecer. Con todo, llegado el verano, Henri Leconte, un antiguo amigo de Armand Sauvelle, ofrecio a la familia la posibilidad de instalarse en el pequeno apartamento situado sobre la tienda de articulos de dibujo que regentaba en Montparnasse. El precio del alquiler lo dejaba a cuenta de futuras bonanzas y a cambio de que Dorian lo ayudase como chico de los recados, porque sus rodillas ya no eran lo que habian sido de joven. Simone nunca tuvo palabras suficientes para agradecer la bondad del viejo monsieur Leconte. El comerciante nunca las pidio. En un mundo de ratas, habian tropezado con un angel.

Cuando los primeros dias del invierno se insinuaron sobre las calles, Irene cumplio catorce anos, aunque a ella le pesaron como veinticuatro. Por un dia, las monedas que gano en el salon de baile las empleo en comprar un pastel para celebrar su cumpleanos con Simone y Dorian. La ausencia de Armand pendia sobre todos como una opresora sombra. Juntos apagaron las velas del pastel en el angosto salon del apartamento de Montparnasse, rogando que, con las llamas, se extinguiese el espectro de la mala fortuna que los habia perseguido durante meses. Por una vez, su deseo no fue ignorado. No lo sabian aun, pero aquel ano de sombras estaba llegando a su fin.

Semanas mas tarde, una luz de esperanza se abrio inesperadamente en el horizonte de la familia Sauvelle. Gracias a las artes de monsieur Leconte y su red de conocidos, aparecio la promesa de un buen empleo para su madre en un pequeno pueblo de la costa, Bahia Azul, lejos de la tiniebla grisacea de Paris, lejos de los tristes recuerdos de los ultimos dias de Armand Sauvelle. Al parecer, un adinerado inventor y fabricante de juguetes, llamado Lazarus Jann, necesitaba una ama de llaves que se hiciera cargo del cuidado de su palaciega residencia en el bosque de Cravenmoore.

El inventor vivia en la inmensa mansion, contigua a su vieja fabrica de juguetes, ya cerrada, con la unica compania de su esposa Alexandra, gravemente enferma y postrada en una habitacion de la gran casa desde hacia veinte anos. La paga era generosa y, ademas, Lazarus Jann les ofrecia la posibilidad de instalarse en la Casa del Cabo, una modesta residencia construida sobre los acantilados en el vertice del cabo, al otro lado del bosque de Cravenmoore.

A mediados de junio de 1937, monsieur Leconte despidio a la familia Sauvelle en el anden seis de la estacion de Austerlitz. Simone y sus dos hijos subieron a bordo de un tren que habria de llevados rumbo a la costa de Normandia.

Mientras el viejo Leconte observaba como se perdia el rastro del convoy, sonrio para si y, por un instante, tuvo el presentimiento de que la historia de los Sauvelle, su verdadera historia, apenas habia empezado.

2. GEOGRAFIA Y ANATOMIA

En su primer dia en la Casa del Cabo, Irene y su madre trataron de poner algo de orden en el que habria de ser su nuevo hogar. Dorian, por su parte, descubrio mientras tanto su nueva pasion: la geografia o, mas concretamente, dibujar mapas. Pertrechado con los lapices y un cuaderno que Henri Leconte le habia regalado al partir, el hijo menor de Simone Sauvelle se retiro a un pequeno santuario entre los acantilados, una privilegiada atalaya desde la que gozaba de una vista espectacular.

El pueblo y su pequeno muelle de pescadores presidian el centro de la gran bahia. Hacia el este se extendia una playa infinita de arenas blancas, un desierto de perlas frente al mar, conocida como la Playa del Ingles. Mas alla, la aguja del cabo se adentraba en el mar como una garra afilada. La nueva casa de los Sauvelle estaba construida sobre su extremo, que separaba Bahia Azul del amplio golfo que los lugarenos denominaban Bahia Negra, por sus aguas oscuras y profundas.

Mar adentro, alzandose entre la calima evanescente, Dorian divisaba el islote del faro, a media milla de la costa. La torre del faro se erguia oscura y misteriosa, fundiendose en las brumas. Si volvia la vista a tierra, Dorian podia ver a su hermana Irene y a su madre en el porche de la Casa del Cabo.

Su nueva morada era una construccion de dos pisos de madera blanca, enclavada sobre los acantilados: una terraza suspendida en el vacio. Tras la casa se levantaba la espesura del bosque y, alzandose sobre las copas de los arboles, se distinguia la majestuosa residencia de Lazarus Jann, Cravenmoore.

Cravenmoore semejaba mas bien un castillo, una invencion catedralicia, producto de una imaginacion extravagante y torturada. Un laberinto de arcos, arbotantes, torres y cupulas sembraba su angulosa techumbre. La construccion respondia a una planta cruciforme de la que brotaban diferentes alas. Dorian observo atentamente la siniestra silueta de la morada de Lazarus Jann. Un ejercito de gargolas y angeles esculpidos sobre la piedra guardaba el friso de la fachada cual bandada de espectros petrificados a la espera de la noche.

Mientras cerraba su cuaderno y se disponia a regresar a la Casa del Cabo, Dorian se pregunto que clase de persona elegiria un lugar como aquel para vivir. No tardaria en averiguado: aquella noche estaban invitados a cenar en Cravenmoore. Cortesia de su nuevo benefactor, Lazarus Jann.

La nueva habitacion de Irene estaba orientada hacia el noroeste. Desde su ventana podia contempIar el islote del faro y las manchas de luz que el sol dibujaba sobre el oceano, lagunas de plata encendida. Tras meses de encierro en el reducido piso de Paris, el disfrutar de una habitacion para ella sola se le antojaba un lujo casi ofensivo. La posibilidad de cerrar la puerta y gozar de un espacio reservado a su intimidad era una sensacion embriagadora.

Mientras contemplaba como el sol poniente tenia de cobre el mar, Irene afronto el dilema de que indumentaria lucir para su primera cena con Lazarus Jann. Apenas conservaba una pequena parte del que habia sido un extenso vestuario. Ante la idea de ser recibidos en la gran casa de Cravenmoore, todos sus vestidos le parecian despojos harapientos y vergonzantes. Tras probarse los dos unicos atavios que podrian reunir las condiciones para semejante ocasion, Irene se percato de la existencia de un nuevo problema con el que no habia contado.

Desde que habia cumplido los trece anos, su cuerpo parecia empenado en adquirir volumen en determinados lugares y perderlo en otros. Ahora, al borde de los quince y enfrentandose al espejo, los caprichos de la naturaleza se hacian mas evidentes que nunca para Irene. Su nuevo perfil curvilineo no casaba con el severo corte de su polvoriento guardarropia.

Una guirnalda de reflejos escarlatas se extendia sobre Bahia Azul cuando, poco antes del anochecer, Simone Sauvelle llamo suavemente a su puerta.

– Adelante.

Su madre cerro la puerta a sus espaldas y realizo una rapida radiografia de la situacion. Todos los vestidos de Irene estaban tendidos sobre el lecho. Su hija, ataviada con una simple camiseta blanca, contemplaba desde la ventana las luces lejanas de los barcos en el canal. Simone observo el esbelto cuerpo de lrene y sonrio para si.

– El tiempo pasa y no nos damos cuenta, ?eh?

– No me entra ni uno solo. Lo siento -repuso lrene-. Y lo he intentado.

Simone se acerco hasta la ventana y se arrodillo iunto a su hija. Las luces del pueblo en el centro de la bahia dibujaban acuarelas de luz sobre las aguas. Por un instante, ambas contemplaron el espectaculo sobrecogedor del crepusculo sobre Bahia Azul. Simone acaricio el rostro de su hija y sonrio.

– Creo que este sitio nos va a gustar. ?Tu que dices? -pregunto.

– ?Y nosotros? ?Vamos a gustarle nosotros a el?

– ?A Lazarus?

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