– ?Buenos dias, majestad! -dijo su voz.

La emocion y el placer me paralizaron. Mi mano parecia tener vida propia cuando descorrio la cortina. Alli estaba su rostro; el vestia su esplendido uniforme ceremonial montado en su caballo.

– He disfrutado de vuestros regalos -me dijo-. Habeis sido muy considerada.

Parecia sombrio, tenia los labios secos y sus ojos no sonreian.

Yo estaba decidida a controlar mis emociones, asi que le respondi:

– Me alegro.

– ?Esperabais que dijera que comprendia vuestro sacrificio y os estaba agradecido?

Queria decir que no, pero mis labios no se movieron.

– Sois cruel.

Sabia que si cedia, incluso un apice, no tardaria en perder el control.

– Es hora de que vuelvas a tus obligaciones.

Y corri la cortina.

Mientras el repiqueteo de los cascos del caballo se extinguia, llore. Me vinieron a la memoria las palabras de Nuharoo: «El dolor hace cosas buenas. Nos prepara para la paz».

Al alba siguiente estabamos en la tumba de Hsien Feng. Espere tres horas hasta que llego el momento de trasladar el ataud a su lugar. Para desayunar me sirvieron avena cocida. Luego tres monjes balancearon sus incensarios y caminaron en circulos a mi alrededor. El espeso humo me ahogaba. La musica sonaba y el viento distorsionaba el sonido. Me encontraba ante un paisaje desnudo y vasto.

Los porteadores acercaban a hombros el ataud, milimetro a milimetro, hacia la tumba. Me sente sobre mis rodillas y rece para que el espiritu de Hsien Feng hallara la paz en la otra vida. Doscientos monjes taoistas, doscientos lamas tibetanos y doscientos budistas entonaron canticos. Sus voces eran extranamente armoniosas. Permaneci arrodillada ante el altar hasta que los demas concluyeron su ultimo adios al emperador Hsien Feng. Sabia que no debia molestarme porque An-te-hai, que estaba a mi lado, me dijera paso a paso lo que tenia que hacer, pero aun asi deseaba que se callara.

Yo seria la ultima y me quedaria a solas con su majestad antes de que la tumba se cerrase para siempre.

El arquitecto principal recordo a los ministros que siguieran puntualmente el horario previsto. Los calculos exigian que la tumba se cerrara antes del mediodia, cuando el sol alcanzase el cuadrante.

– Si no, la energia vital empezara a perderse.

Esperaba mi turno mientras veia a la gente entrar y salir de la tumba. Me dolian las rodillas y anoraba terriblemente a Tung Chih. Me pregunte que estaria haciendo y si el humor de Nuharoo habria cambiado. Estaba fuera de si desde el dia en que descubrio que todas sus rosas estaban muertas; los barbaros habian arrancado sus raices en su busqueda de «tesoros enterrados». Tambien encontro en el jardin los huesos de su loro favorito, Maestro Oh-me-to-fu. El pajaro era la unica criatura de su especie que podia cantar el mantra budista: Oh-me-to-fu.

Pense en Rong. No estaba segura de que hablar con ella pudiera ayudarla a sobrellevar la muerte de su hijo. Rong se asustaba con mucha facilidad y no iba a ser yo quien la culpara por pensar que la Ciudad Prohibida era un lugar terrible para criar a un hijo. Solo podia rezar para que el nuevo embarazo la llenara de esperanza.

Aquel dia An-te-hai se habia estado comportando extranamente. Llevaba consigo un gran saco de algodon, y cuando le pregunte que habia dentro, dijo que era su abrigo. No podia entender por que insistia en llevar un abrigo cuando en el horizonte solo se divisaba el cielo azul.

La gente que salia de la tumba me rodeaba. Se pusieron en fila para presentarme sus respetos, haciendo reverencias y tocando el suelo con la frente. Cada uno tardaba unos minutos en hacerlo. Un par de ministros ancianos estaban casi ciegos y les costaba caminar. No aceptarian que les excusara e insistian en concluir todo el protocolo. Nadie me pregunto si yo estaba cansada o hambrienta.

La temperatura empezo a subir y me sudaban las manos y el cuerpo. Todo el mundo parecia tener bastante y yo estaba ansiosa por volver, pero debia cumplir con el protocolo. La hilera de gente que se presentaba ante mi seguia creciendo. Se extendia desde la puerta de entrada hasta el pabellon de piedra. Mire con el rabillo del ojo y vi que los porteadores estaban contando un chiste y los guardias parecian aburridos. Los caballos piafaban y el viento del desierto traia de lejos silbidos fantasmales. Cuando el sol estuvo sobre nuestras cabezas, muchos ministros relajaron sus maneras y se aflojaron los botones del cuello. Se sentaron en el suelo y esperaron a que la tumba se cerrara.

Por fin el astrologo principal de la corte anuncio que todo estaba dispuesto. Me acompanaron hasta la tumba mientras An-te-hai iba delante para comprobar el lugar antes de que yo entrase. El astrologo me comunico que debia proceder segun la costumbre.

– Su majestad esta preparado para su ultimo momento terrenal con vos.

De repente tuve miedo y desee que Yung Lu estuviera conmigo.

– ?Puede… venir alguien conmigo? -pregunte-. ?Puede quedarse An-te-hai?

– No, me temo que no, majestad.

El astrologo principal me hizo una reverencia.

An-te-hai salio y me informo de que dentro todo estaba preparado. Me temblaban las piernas, pero me obligue a moverme.

– Majestad -oi gritar al arquitecto-, por favor, salid antes del mediodia.

El tunel parecia largo y exiguo; me produjo una sensacion diferente al lugar que Nuharoo y yo habiamos visto la ultima vez que estuvimos alli juntas. Oia el eco de mis propios pasos. Tal vez fuera a causa del nuevo mobiliario y los nuevos tapices. Vi un gran reloj de oro de mesa y me pregunte para que necesitaria su majestad un reloj. Sabia poco acerca de la vida despues de la muerte, pero lo que veia me convencio de que se necesitaban muchas cosas.

Mientras miraba a mi alrededor, me llamo la atencion un tapiz que describia una cabana vacia en un paisaje montanoso. Una mujer se reclinaba con su qin y, a traves de la ventana redonda que habia a su espalda, se veia una explosion de flores de melocoton. La vitalidad de la primavera contrastaba con la melancolia de la joven mujer. Obviamente estaba esperando a su marido o a su amante. Sus pies descalzos sugerian que lo anhelaba; para mi sorpresa, llevaba los pies vendados.

La luz que emitia la vasija de aceite desprendia un aroma dulce e irradiaba rayos anaranjados. Aquello anadia calidez al mobiliario rojo. Habia capas de colchas, mantas, sabanas y almohadas sobre una mesa del rincon. Era tan acogedor como una alcoba. Vi la mesa y la silla familiar que Hsien Feng habia usado. La alta silla negra tenia lirios tallados y recorde que una vez colgue mi vestido en su respaldo mientras pasaba la noche con el emperador.

Mis ojos se fijaron en un feretro vacio sobre el que estaba mi nombre. Lo habian colocado junto al de Hsien Feng, como si ya estuviera muerta y enterrada dentro, tal como Su Shun habia deseado, tal y como su majestad casi ordena, tal como debia haber sido mi vida. Aquel seria mi lugar de descanso para siempre, lejos de la luz del sol, lejos de la primavera, lejos de Tung Chih y de Yung Lu.

Se suponia que tenia que llorar. Aquello era lo que se esperaba de una emperatriz; por eso me habia quedado sola. Pero no tenia lagrimas y, si me hubiera quedado alguna, las hubiera derramado por mi, pues mi vida no era muy diferente a ser enterrada viva. Mi corazon tenia prohibido celebrar sus primaveras, habia muerto cuando envio las prostitutas a Yung Lu. La muchacha llamada Orquidea de Wuhu no habria hecho una cosa asi.

No era tan valiente como me habria gustado ser. Era lo que An-te-hai parecia comprender: una mujer comun y corriente que amaba a Yung Lu.

No sabia cuanto tiempo habia permanecido en la tumba, pero no tenia ganas de irme y volver a la luz. No encontraba la vida que anhelaba en el exterior. La risa que una vez conoci no estaba alli. Ni siquiera podia mirar a Yung Lu a la cara. ?Que sentido tenia seguir?

Al mediodia la puerta al mundo exterior se cerraria para siempre. Mi miedo habia desaparecido y alli reinaba una extrana paz, intima y calida como el vientre materno. Me producia alivio pensar que todos mis problemas acabarian si me quedaba alli. Ya no lucharia en suenos y me despertaria para oir a An-te-hai explicarme que habia gritado. No tendria que degradarme confiando en que me consolase un eunuco. Podia decir adios a Yung Lu alli mismo en la tumba y acabar con el dolor y la agonia. Podia convertir la tragedia en comedia. Ya nadie podria

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