— ?Como osaria hacerlo un normal? Ah, Senora de Kirien, como fue robada la joya ningun mortal lo sabe, ni el hombre, ni el normal, ni el Fian, ni ninguna de las siete castas. Solo los muertos saben como se ha perdido, tiempo ha, cuando Kireley el Arrogante, bisabuelo de nuestra Semley, marcho sin compania por las cavernas del mar. Pero quiza este entre los Enemigos del Sol.

— ?Los gredosos?

Un estallido de risa seca, nerviosa.

— Sientate con nosotros, Semley la del cabello de sol, llegada desde el norte.

Y se sento a comer con los Fiia, tan complacidos con su donaire como ella lo estaba con su presencia. Pero cuando la oyeron repetir su proposito de buscar la joya entre los gredosos, si es que alli estaba, dejaron de reir; poco a poco fueron desapareciendo. De pronto estaba sola junto a la mesa con uno de ellos, tal vez el que le hablara antes de la comida.

— No vayas al encuentro de los gredosos, Semley — le dijo, y por un instante el corazon de la Senora de Hallan se estremecio.

El Fian, con un lento vaiven de la mano por encima de sus ojos, habia oscurecido el aire que los rodeaba. Restos de frutas llenaban las fuentes; todos los cuencos de agua clara estaban vacios.

— En las montanas lejanas se separaron los Fiia y los Gdemiar; hace muchos anos se separaron — dijo el pequeno hombre de los Fiia —. Mucho antes de eso fuimos un solo pueblo; pero lo que nosotros somos, ellos no lo son. Lo que no somos, ellos lo son. Piensa en la luz del sol y en la hierba y en los arboles que dan frutos, Semley. Piensa que no todos los senderos que hay son buenos.

El Fian se inclino, con una sonrisa.

Fuera de la aldea Semley monto en su cabalgadura, dijo adios en respuesta a los adioses, y en el viento de la tarde se remonto hacia el sudoeste, hacia las cavernas de las costas rocosas del Mar de Kirien.

Temia tener que penetrar en las cavernas para hallar a las gentes que buscaba: le habian dicho que los gredosos nunca salian fuera de sus grutas a la luz del sol y que hasta recelaban de la luz de la Gran Estrella y de las lunas. El trayecto era largo; una vez bajo a tierra, para que su cabalgadura cazara alguna alimana mientras ella comia un trozo de pan de su alforja. El pan estaba duro y reseco ahora y sabia a piel, aunque conservaba algo de su sabor primitivo: por un momento, comiendo sola en un claro de los montes surenos, oyo el tono apacible de una voz y le parecio haber visto el rostro de Durhal, vuelto hacia ella a la luz de las antorchas de Hallan. Y permanecia sentada, viendo el rostro austero, vivido y joven, sonando con que al regresar con toda la riqueza de un reino en tomo a su cuello le diria: «He querido traer un regalo digno de mi marido, Senor…» Se apresuro luego, pero al alcanzar la costa el sol se habia ocultado, Y la Gran Estrella se ponia tambien. Desde el oeste se habia elevado una brisa suave que viro luego para adquirir empuje. La montura de Semley luchaba contra el viento con tanto esfuerzo, que ella le dejo descender sobre la arena. La bestia lego sus alas y encogio las graciles patas bajo el cuerpo, con una suerte de ronroneo. Semley, de pie, se ajustaba la capa en torno a los hombros, palmeando el pescuezo del animal, que sacudio las orejas en tanto volvia a ronronear. El contacto tibio le reconforto la mano, pero sus ojos no veian mas que un cielo gris, cubierto de jirones de nubes, un mar gris, arenas oscuras. Luego, deslizandose sobre la arena, se presento una criatura baja, sombria, luego otra, por fin todo un grupo que se agazapaba, corria, se detenia.

Los llamo en alta voz. Y aunque se hubiera dicho que no la habian advertido, en un instante la rodearon todos; pero se mantenian apartados de su montura, que ceso en sus ronroneos, crispada la piel bajo la mano de su ama. Semley cogio las riendas, confiada en la proteccion que la bestia le brindaba, pero temerosa de la ferocidad que podia manifestar. En silencio, las extranas gentes la observaban, con los toscos pies descalzos inmoviles sobre la arena. No podia haber engano: eran de la talla de los Fiia, y en todo lo demas, una sombra, una imagen negra de aquel pueblo risueno. Desnudos, contrahechos, ralos los cabellos negros, la tez gris y viscosa como la de un gusano, de piedra la mirada.

— ?Sois los gredosos?

— Somos los Gdemiar, el pueblo de los Senores de los Reinos de la Noche.

La voz tuvo una inesperada hondura y corrio pomposa a traves del anochecer salino. Pero, tal como le ocurriera con los Fiia, Semley no estaba segura de quien le habia hablado.

— Salud, Senores de la Noche. Yo soy Semley de Kirien, esposa de Durhal de Hallan. He venido hasta vosotros a buscar mi herencia, el collar llamado Ojo del Mar, que se perdiera tiempo atras.

— ?Por que lo buscas aqui, Angya? Aqui solo hallaras arena, sal y noche.

— Porque las cosas perdidas se hallan en los lugares profundos — repuso Semley, habil para las agudezas —, y oro que ha venido de la tierra tiene un medio de volver a ella. Y a veces lo hecho, dicen, regresa a su hacedor. — No era mas que una conjetura. Y fue exacta.

— Por cierto que conocemos el nombre de Ojo del Mar. Fue hecho en nuestras cavernas, tiempo ha, y vendido por nosotros a los Angyar. La piedra azul procedia de los campos de arcilla de nuestros parientes del este. Pero estos son antiguos cuentos, Angya.

— ?Podria escucharlos en el mismo lugar en que fueron narrados?

El circulo de gentes oscuras guardo silencio por un instante, como si dudara. El viento gris barrio la arena, oscureciendo la puesta de la Gran Estrella; el sonido del mar se amortiguo. La voz profunda vibro otra vez:

— Si, Senora de los Angyar. Podras penetrar en las Moradas Profundas. Siguenos. — Hubo corno una asechanza en la voz, pero Semley no quiso oirla. Siguio a los gredosos por la arena, llevando con la rienda corta a su cabalgadura de agudas garras.

Ante la boca de la caverna, una boca desdentada de la que surgian vahos fetidos, uno de los gredosos dijo:

— La bestia no debe entrar.

— Si — dijo Semley.

— No — repuso todo el grupo.

— Si, no la dejare aqui. No me pertenece, no puedo dejarla. No os hara dano, mientras yo sujete las riendas.

— No — repitieron voces oscuras.

Pero otras asintieron:

— Como tu quieras.

Tras un instante de duda avanzaron; la boca de la cueva parecia haberse cerrado tras ellos, tanta era la oscuridad bajo la piedra. Marchaban de uno en fondo, Semley la ultima.

La oscuridad del tunel se debilito; habian llegado hasta el lugar donde pendia del techo una bola de tenue fuego blanco, otra mas lejos y otra. Entre ellas, como festones, negros gusanos larguisimos colgaban de las rocas. A medida que avanzaban, menor era el espacio entre una y otra bola de fuego y todo el tunel estaba iluminado con una luz brillante y fria.

Los guias de Semley se detuvieron. Tres puertas que parecian ser de acero bloqueaban el acceso a otras tantas vias.

— Aguardaremos, Angya — dijeron, y ocho de ellos permanecieron junto a ella en tanto otros tres abrian una de las puertas y la franqueaban antes de que cayera tras ellos con estrepito.

Firme y erguida se mantuvo la hija de los Angyar bajo la descolorida luz de las lamparas; su montura se echo a su lado, batiendo una y otra vez su cola a rayas, con las alas plegadas, aunque sacudidas una y otra vez por un impulso de vuelo. Detras de Semley, en el tunel, los ocho hombres gredosos se acuclillaron, y sus voces hondas murmuraban palabras en su propia lengua.

La puerta central resono al abrirse.

— ?Dejad que Angya penetre en el Reino de la Noche! — grito una nueva voz, jactancioso y resonante. Un hombre gredoso, con alguna vestidura sobre el tosco cuerpo gris, aparecio en el vano de la puerta e hizo senas de que se adelantaran —. ?Entra y contempla las maravillas de nuestras tierras, los prodigios realizados por las manos de los Senores de la Noche!

Silenciosa, Semley tiro de las riendas e inclino la cabeza para seguir a su nuevo guia por un pasaje de poquisima altura. Otro tunel iluminado se abria delante, paredes humedas, deslumbrantes bajo la luz blanca. Sobre el suelo dos barras de acero pulido se extendian a cada lado, hasta donde llegaba la vista. Sobre las barras se apoyaba una especie de carro de ruedas metalicas. Obediente a los gestos del guia, sin trazas de vacilacion o asombro en el rostro, Semley penetro en el carro e hizo que su montura la acompanara. El gredoso se sento frente a ella, tras ajustar barras y ruedas. Se produjo un ruido estridente, el rechinar de metal sobre metal, y

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