cara de un perro, con ese hocico poderoso y humedo. Hablo de antes, de mucho antes, de cuando no habia adelgazado tanto, de cuando no tenia los ojos hundidos, de cuando no le habian tajado esa horrorosa cicatriz. Fue entonces cuando conocio a Amanda, cuando la enamoro. Quiza entonces fuera un hombre bueno, no lo se: esa cara de loco se le puso luego. Son un enigma los hombres, para las mujeres. Y las mujeres lo son para los hombres. Varones y hembras son planetas separados y secretos que giran lentamente en la negrura cosmica; y cuando sus orbitas se cruzan, saltan chispas.

»El amor no es sino la acuciante necesidad de sentirse con otro, de pensarse con otro, de dejar de padecer la insoportable soledad del que se sabe vivo y condenado. Y asi, buscamos en el otro no quien el otro es, sino una simple excusa para imaginar que hemos encontrado un alma gemela, un corazon capaz de palpitar en el silencio enloquecedor que media entre los latidos del nuestro, mientras corremos por la vida o la vida corre por nosotros hasta acabarnos.

»Te voy a decir otra cosa que no sabes: los liliputienses somos los herederos directos del Paraiso. ?Recuerdas la foto color sepia que hay en mi baul? ?La de la mujercita pequena de falda de volantes? Esa es Lucia Zarate, mi mentora; ella me enseno, siendo ya ancianisima, los secretos de nuestra religion, el sa- ber oculto de la gente menuda. Como yo se lo he ensenado a otros liliputienses y aun lo ensenare varias veces mas, porque ya te he dicho que somos longevos: la foto de Lucia es de finales del siglo pasado pero ella alcanzo a vivir hasta mi tiempo. Y sin embargo, en el retrato ya debia de ser una mujer adulta: digamos treinta anos. Acuerdate de que esta de pie sobre una mesa redonda cubierta con un mantel fino, de color oscuro y con cenefa de oro. La pared del fondo posee un zocalo muy ancho ricamente labrado; debe de tratarse de un local publico, quiza un salon musical o un teatrillo; se que la mostraban, como una exquisita rareza, en los espectaculos de variedades. Lucia esta muy erguida en medio de la mesa, perfecta de proporciones, admirable, el cuerpo tan fino y elegante embutido en un traje de talle ajustado y chorreras al cuello, la falda de volantes adornada con un fleco de cortina que quiza desmerece: debio de pasar grandes estrecheces. Y luego esta la cabeza tan linda, los bucles oscuros sobre las orejas, las mejillas frescas y redondas… y esos ojos. Tiene Lucia Zarate en esa foto un mirar avejentado y triste. Somos tristes los liliputienses, no se si lo has notado. Me imagino el instante del retrato: no hay sillas ni taburetes cerca de la mesa, asi que alguien tuvo por fuerza que subirla en brazos. Quiza su patron, aquel que la explotaba en ferias y teatrillos; o tal vez el fotografo. Supongo que el fotografo le pediria a la enana que sonriera; metido tras su caja, bajo su trapo negro, que sonria la enana para el retrato. Pero Lucia poso con la boca amarga y apretada, los ojos doloridos. Cuando yo la conoci ya estaba ciega; no alcance a ver en ella esa mirada de la foto, tan turbia y desolada, tan terrible.

»Lucia media medio metro. Solo medio metro, desde sus rizos negros a la punta de sus botines de tafilete, de modo que yo le saco un buen punado de centimetros. Dicen los expertos que ella ha sido el ser humano mas pequeno de la historia; tal vez sea asi o tal vez no, porque los registros de altura solo se han llevado sistematicamente en el ultimo siglo y de los tiempos anteriores apenas si conocemos a unos pocos liliputienses celebres. Como Soplillo, que acompano la adolescencia de Felipe II y que, segun se ve en el cuadro de Villandrando, era un muchacho moreno y de cara fina, delicado y hermoso; aunque el era mucho mas alto que Lucia, puesto que debia de medir cerca de ochenta centimetros. Te recuerdo que los liliputienses no somos enanos vulgares: somos seres menudos pero en todo perfectos. Y en esa perfeccion, ya te lo he dicho antes, esta la huella y la herencia del Paraiso.

»Yo conozco la ley de la gente menuda; y estoy educada en los saberes ancestrales, en los conocimientos ocultos del Principio. Por eso se que en el origen de las cosas, antes de que existiera el tiempo y el decaer, toda la Tierra era un Eden. Nuestros antepasados, las criaturas que habitaban aquel mundo feliz, eran seres dobles compuestos por un enorme y robustisimo gigante que siempre llevaba, cabalgando sobre sus hombros, a un delicado y bello enano. Vivian ambos socios en simbiosis perfecta y en la mas completa comunion de los espiritus: ni siquiera necesitaban hablar para entenderse y por lo mismo el verbo no existia. El coloso aportaba a la pareja su resistencia y su audacia, la intuicion y la sensualidad; el liliputiense contribuia con su inteligencia, con la imaginacion y la sensibilidad. Eran inmortales y carecian de sexo; quiero decir que el genero no existia, y que eran al mismo tiempo gigantes y gigantas, enanos y enanas. No se si hoy somos capaces de imaginar a esos seres angelicos.

»Habia muchas, muchisimas de estas criaturas dobles en el Paraiso, pero apenas si se prestaban atencion las unas a las otras, porque estaban absorbidas por la hermosura interior de ser almas gemelas. Eran autosuficientes: les bastaba con tenerse el uno al otro. Iba cada liliputiense con su coloso, a horcajadas de los fornidos cuellos, disfrutando ambos de la completa intimidad; nunca se sentian solos, ni mal interpretados, ni desdenados, ni poco queridos. Paseaban por los jardines del Eden, gozando de las dociles panteras de unas curvas, de los pajaros multicolores y de los osos mansos; de soles deslumbrantes que no daban sofoco y lluvias perfumadas que apenas si mojaban; de dias siempre suaves y momentos dulcisimos.

»Ya te he dicho que en aquel mundo original el tiempo no existia: todo sucedia en el mismo suspiro indefinidamente. Por eso, porque no habia mananas ni noches, horas ni minutos, tampoco existia la memoria. Nuestros antepasados vivian en un presente continuo carente de recuerdos y de proyectos, y asi eran felices, con una felicidad que tampoco creo que hoy podamos imaginar, pura y sin limites. La dicha absoluta de los inocentes.

»Pero habia una pareja que se sentia especialmente unida. Tal vez esto no fuera cierto, tal vez estuvieran tan unidos, ni mas ni menos, como el resto de las criaturas inmortales. Pero lo importante es que ellos lo creian asi, sobre todo el enano, que pensaba en su gigante y con su gigante y se sentia pletorico por esa relacion tan perfecta y hermosa. Tanto amaba el enano a su otro yo, tan feliz estaba con el, que empezo a experimentar una rara desazon, la ambicion de no olvidar todos esos dulces momentos que pasaban juntos. Y lo intento con todas sus fuerzas, intento el enano grabar en su cabeza los instantes de dicha y recordarlos. Pero todo trabajo resultaba inutil, porque una vez vivida la vida se borraba. Hasta que un dia el enano invento una estrategia; cogio una corteza seca y la tinta de una baya, y pinto la escena que estaba viviendo con el gigante (estaban banandose y tomando el sol en las pozas del rio) en el enves de la piel del arbol.

»El truco funciono y aquel instante se convirtio en un pequeno recuerdo que se instalo en la cabeza del liliputiense. Escocia el recuerdo alla adentro, escocia y picaba y palpitaba en el interior del craneo, y a esa primera memoria se iban anadiendo otras, pegotones de memorias diversas que iban conformando una pelota informe. Cuanto mas crecian sus recuerdos, mas turbado se encontraba el enano; porque ahora buceaba en esos instantes de dicha ya pasados, y comparaba unos con otros, y le parecia que el presente ya no era tan bello como lo que fue. Entonces empezo a sentir una nueva inquietud, como si tuviera un pajaro dentro del pecho, un pajaro grande que no tuviera sitio para extender las alas. Se removia ese pajaro oscuro debajo de sus costillas, dejandole al enano sin aliento; hasta que al fin toda esa presion tomo cuerpo, y subio a su boca, y era un deseo: el enano deseaba que el gigante le manifestara su carino mas claramente.

»La quemazon del desear era totalmente nueva para el liliputiense, de modo que transporto el deseo en la boca durante cierto tiempo, dandole vueltas y mordisqueandolo sin saber que hacer con el; y el deseo iba desprendiendo una aguilla acre y acida que le iba abrasando la lengua poco a poco. Hasta que al fin, todo llagado y dolorido, el enano solto una lagrima, se agarro bien a los cabellos del gigante y dejo salir al deseo, que se escurrio silbante entre sus labios y le hizo decir las primeras palabras de la Tierra: «Quiero que me digas que me quieres”.

»Entonces los cielos se rasgaron con un estruendo barbaro, los pajaros cayeron muertos sobre el suelo, las panteras degollaron a los corderos. Los rios se tineron de sangre y el horizonte fue devorado por la noche primera. Quiero decir que asi perdimos el Paraiso y no con esas tonterias de la manzana: la palabra nos hizo desdichados y humanos. A partir de entonces comenzo a escaparse el tiempo, y ya no hubo mas criaturas dobles, sino pobres personas asustadas y solitarias como tu y como yo, seres incompletos, siempre en busca del alma gemela que perdimos. Asi surgieron los sexos, como evidencia de nuestra humanidad, esto es, de nuestras limitaciones; como estigma por la mutilacion del otro. Y por eso cuando amamos lo hacemos con tanta desesperacion, porque nunca podremos poseer ni entender al ser amado como nos poseiamos y entendiamos mutuamente los gigantes y los enanos del Eden. Ya no somos un todo, sino solo una parte.

»La gente no suele recordar este principio de las cosas, aquel tiempo sin tiempo en el que estabamos unidos y eramos felices. Pero los liliputienses, para nuestro martirio, si conservamos la memoria, quiza porque aun estamos demasiado cerca, geneticamente, de aquella gente menuda del Paraiso, o porque en nuestras carnes se castiga el error del primer enano. Y es un castigo cruel, eso te lo aseguro; porque no hay nada tan desgarrador

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