instante de soslayo al Archimago, con un ojo redondo, de oro reluciente; luego, chasqueando el pico ganchudo, le escruto el rostro con sus dos ojos redondos, de oro reluciente. —Intrepido —le dijo el hombre en la Lengua de la Creacion—. Intrepido.

El gran halcon batio las alas y apreto las garras, observandolo.

—Ve pues, hermano, intrepido.

El labriego, en la distante falda de la colina bajo el sol resplandeciente, se habia detenido a mirar. Una vez, en el ultimo otono, habia visto al Archimago con un pajaro salvaje en la muneca, y un instante despues ya no habia alli ningun hombre, sino dos halcones que subian en el viento.

Esta vez se separaron mientras el labriego los observaba: el ave se elevo por el aire, el hombre siguio caminando a traves de los campos fangosos.

Tomo por el sendero que conducia al Boscaje Inmanente, un sendero que iba siempre en linea recta, por mucho que el tiempo y el mundo se torcieran alrededor de el, y no tardo en llegar a la sombra de los arboles.

Algunos de los troncos eran muy grandes. Mirandolos uno podia convencerse al fin de que el Boscaje jamas se movia: los troncos eran como torres inmemoriales, grises de anos, y las raices como las raices de las montanas. Sin embargo, entre estos, los mas antiguos, los habia ralos de follaje, y con algunas ramas muertas. No eran inmortales. Pero entre los gigantes crecian tambien arboles jovenes, altos y vigorosos, con brillantes coronas de follaje, y retonos, varas graciles y tupidas, no mas altas que una nina.

Bajo los arboles el suelo era blando, enriquecido por el mantillo de las hojas caidas a lo largo de anos innumerables. En el crecian helechos y pequenas plantas silvestres, pero de arboles solo habia una especie, aquella que no tenia nombre en la lengua hardica de Terramar. Bajo las ramas, el aire olia a frescura y a tierra, y sabia en la boca a agua viva de manantial.

En un claro, despejado anos atras por la caida de un arbol enorme, Ged encontro al Maestro de las Formas, que habitaba en el Boscaje y nunca o casi nunca salia de el. Tenia el cabello amarillo como la mantequilla: no era un archipelagiano. Desde que fuera restaurado el Anillo de Erreth-Akbe, los barbaros de Kargad ya no invadian las Comarcas del Interior. No eran gente afable y se mantenian aislados. Pero de tanto en tanto un joven guerrero o el hijo de un mercader partia solo hacia el oeste, atraido por el afan de aventuras o el deseo de aprender las artes de la magia. Uno de ellos habia sido el Maestro de las Formas. Diez anos atras, un joven salvaje de Karego-At, de espada al cinto y penacho rojo, habia llegado a Roke en una manana lluviosa y habia anunciado al Portero en un hardico imperioso y escueto: «?Vengo a aprender!».

Y ahora estaba alli, a la luz auriverde bajo los arboles, un hombre alto y apuesto de largos cabellos rubios y extranos ojos glaucos, el Maestro de las Formas de Terramar.

Es posible que tambien el conociera el nombre de Ged, pero en todo caso nunca lo pronunciaba. Se saludaron en silencio.

—?Que estas observando? —pregunto el Archimago, y el otro respondio—: Una arana.

En el claro, entre dos altas hojas de hierba, una arana habia tejido una tela, un circulo delicadamente suspendido. Las hebras de plata rutilaban a la luz del sol. En el centro, la hilandera esperaba, una criatura entre gris y negra no mas grande que la pupila de un ojo.

—Tambien ella hace formas —dijo Ged, estudiando la ingeniosa tela.

—?Que es el mal? —pregunto el hombre mas joven.

La telarana redonda, con su centro negro, parecia observarlos.

—Una tela que tejemos nosotros, los hombres —respondio Ged.

En aquel bosque ningun pajaro cantaba. Estaba en silencio a la luz del mediodia, y hacia calor. En torno de los dos magos se alzaban los arboles y las sombras.

—Hay noticias de Narveduen y de Enlad: las mismas.

—Sur y suroeste. Norte y noroeste —dijo el Hacedor de Formas, sin apartar los ojos de la telarana.

—Nos reuniremos aqui esta noche: es el mejor sitio para celebrar consejo.

—Yo no tengo ningun consejo. —El Hacedor de Formas miro a Ged con ojos verdosos y frios—. Tengo miedo —dijo—, hay miedo. Hay miedo en las raices.

—Si —dijo Ged—. Tendremos que buscar las causas profundas. Demasiado tiempo hemos disfrutado de la luz del sol, descansando en esa paz que trajo consigo la restitucion del Anillo, cumpliendo tareas nimias, pescando en las aguas bajas. Esta noche tendremos que consultar los arcanos. —Y con estas palabras se marcho, dejando a solas al Maestro de las Formas, que miraba aun la arana suspendida de las hierbas a la luz del sol.

En el linde del Boscaje, alli donde las copas de los grandes arboles se alzaban sobre el suelo ordinario, se sento de espaldas contra una raiz corpulenta, la vara en cruz sobre las rodillas. Cerro los ojos como para descansar, y envio un pensamiento emisario a traves de las colinas y los campos de Roke, hacia el norte, hasta el cabo azotado por las olas marinas en que se alza la Torre Solitaria.

—Kurremkarmerruk —dijo, en espiritu, y el Maestro de Nombres alzo los ojos del voluminoso libro de nombres de raices y hierbas y hojas y semillas y petalos que estaba leyendo a sus alumnos, y dijo:

—Estoy aqui, mi senor.

Luego escucho, un anciano alto y enjuto, de cabellos blancos bajo el capuchon oscuro; y los discipulos que estaban en los pupitres del aula de la torre lo miraron y se miraron entre ellos.

—Ire —dijo Kurrenkarmerruk, y volvio a inclinar la cabeza sobre el libro, diciendo—: Asi pues, el petalo de la flor del moli tiene un nombre, que es iebera, y tambien el sepalo, que es partonath; y el tallo y la hoja y la raiz tienen nombre tambien…

Pero al pie del arbol, el Archimago Ged, que conocia todos los nombres del moli, llamo de regreso a su emisario; estiro las piernas mas confortablemente, siempre con los ojos cerrados, y pronto se durmio a la luz del sol moteada por el follaje.

2. Los Maestros de Roke

La Escuela de Roke es el sitio adonde acuden, desde todas las Comarcas Interiores de Terramar, los jovenes que muestran alguna aptitud para la hechiceria, con el proposito de aprender las mas altas artes de la magia. Alli se hacen expertos en las diversas especies de magia, aprendiendo los nombres y las runas, los artilugios y los sortilegios, y lo que se debe o no se debe hacer, y por que. Alli, al cabo de una larga practica, y si la mano y la mente y el espiritu marchan de consuno, pueden ser nombrados hechiceros y recibir la vara de poder. Solo en Roke se hacen los verdaderos magos; y en las islas abundan magos y hechiceros y los recursos de la magia son para los islenos tan necesarios como el pan y tan deliciosos como la musica, todos respetan y reverencian la Escuela de Hechiceria de Roke. A los nueve magos que son los Maestros de Roke se los tiene por iguales de los grandes principes del Archipielago. Y el gran maestre, el decano de Roke, el Archimago, no esta obligado a rendir cuentas a nadie, excepto al Rey de Todas las Islas; y ello solo por un acto de lealtad, un don del corazon, ya que ni siquiera un rey podria obligar a mago tan insigne a observar la ley comun, si otra fuera la voluntad de este. Sin embargo, hasta en los siglos sin reyes los Archimagos de Roke han guardado fidelidad y acatado la ley comun. Todo en Roke se hacia como siempre se habia hecho, desde centenares de anos atras; un paraiso al abrigo de vicisitudes y tribulaciones parecia ser, y la risa de los jovenes resonaba en los patios y en los anchos y frios corredores de la Casa Grande.

El guia de Arren en la Escuela era un muchacho fornido cuya capa, sujeta en el cuello por un alfiler de plata, indicaba que habiendo cumplido el noviciado era ya un hechicero hecho y derecho, que estudiaba ahora para obtener la vara. Se llamaba Albur. «Porque —explico— mis padres tenian seis hijas, y el septimo hijo, decia mi padre, fue un albur contra el Destino.» Era un companero agradable, vivaz de mente y de lengua. En otras circunstancias, Arren habria disfrutado de su humor chispeante, pero ahora estaba demasiado preocupado. A decir verdad, no le prestaba mucha atencion. Y Albur, con el natural deseo de que lo tuvieran en cuenta, empezo a sacar provecho de la distraccion de su huesped. Le conto cosas extranas y luego mentiras no menos extranas a proposito de la Escuela, y a todo ello Arren respondia: «Oh, si» o «Ya veo», tanto que Albur lo tomo por un verdadero idiota.

—Por supuesto, no se cocina aqui, en la Escuela —le dijo, cuando pasaban delante de las grandes cocinas de piedra en plena actividad con el centelleo de los calderos de cobre y el triquitraque de las cuchillas de picar y el

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