– ?Que ocurre? -pregunto uno de sus companeros.

Lynch estudio las coordenadas que aparecian en la pantalla.

– No estamos lejos del lugar donde Fawcett fue visto por ultima vez -contesto.

Un zarzal de enredaderas y lianas cubria los caminos que partian del claro, y Lynch decidio que la expedicion debia seguir su incursion en barco. Dio la instruccion a varios miembros de que regresaran con parte del equipo mas pesado. En cuanto encontrara un lugar donde pudiera aterrizar una avioneta hibrida, enviaria por radio las coordenadas para que se lo llevaran por aire.

Los demas miembros del equipo, entre ellos James Jr., trasladaron las dos embarcaciones al agua e iniciaron su viaje bajando el rio Xingu. Las corrientes los arrastraron a notable velocidad, mientras iban dejando atras helechos espinosos y palmeras morete, plantas trepadoras y mirtos; una marana infinita de vegetacion que se alzaba a ambos lados. Poco antes del anochecer, Lynch enfilaba otro meandro cuando creyo atisbar algo en la lejana ribera. Se alzo el ala del sombrero. Por un hueco entre las ramas vio varios pares de ojos escrutandolos. Cuando las barcas llegaron a la orilla, aranando la arena, Lynch y sus hombres bajaron a tierra. Al mismo tiempo, los indigenas -desnudos, con las orejas perforadas y ataviados con deslumbrantes plumas de guacamayo- surgieron de la selva. Finalmente, un hombre de fuerte complexion y ojos ribeteados con pintura negra se adelanto a los demas. Segun varios de los indigenas que chapurreaban portugues y hacian las veces de interpretes, se trataba del jefe de la tribu kuikuro. Lynch indico a sus hombres que sacaran los regalos, que consistian principalmente en cuentas, caramelos y cerillas. El jefe parecia amistoso y permitio a la expedicion que acampara junto al poblado kuikuro; incluso dejo que una avioneta aterrizara en un claro cercano.

Aquella noche, mientras intentaba dormir, James Jr. se pregunto si Jack Fawcett se habria acostado en un lugar como aquel y si habria visto cosas tan asombrosas. El sol le desperto al amanecer del dia siguiente. El muchacho asomo la cabeza por la entrada de la tienda de su padre.

– Feliz cumpleanos, papa -dijo.

Lynch lo habia olvidado: cumplia cuarenta y dos.

Aquel dia, varios indios kuikuro invitaron a Lynch y a su hijo a ir a una laguna proxima, donde se banaron acompanados de tortugas de unos cincuenta kilos. Lynch oyo el sonido de un motor: era su avioneta que aterrizaba con el resto de sus hombres y del equipo. La expedicion volvia a reunirse al fin.

Instantes despues, un indio kuikuro llego corriendo desde el sendero, gritando en su lengua nativa. Los demas salieron del agua a toda prisa.

– ?Que ocurre? -pregunto Lynch en portugues.

– Problemas -contesto un kuikuro.

Los indigenas echaron a correr hacia el poblado, y Lynch y su hijo los siguieron, con las ramas aranandoles la cara. Cuando llegaron, un miembro de la expedicion se acerco a ellos.

– ?Que esta pasando? -le pregunto Lynch.

– Estan rodeando el campamento.

Lynch vio a mas de una veintena de indigenas, presumiblemente de tribus vecinas, precipitandose hacia ellos. Tambien habian oido el avion. Muchos lucian brochazos de pintura roja y negra en sus cuerpos desnudos. Llevaban consigo arcos y flechas de casi dos metros, rifles antiguos y lanzas. Cinco de los hombres de Lynch echaron a correr hacia el avion. El piloto seguia en la cabina y los cinco saltaron dentro, aunque el aparato solo tenia capacidad para cuatro pasajeros. Gritaron al piloto que despegara, pero este parecia no advertir lo que ocurria. Entonces miro a traves de la ventanilla y vio que varios indigenas se precipitaban hacia el enarbolando los arcos y las flechas. Mientras ponia en marcha el motor, los indigenas se aferraron a las alas, tratando de retener la avioneta en tierra. El piloto, consciente de la peligrosa sobrecarga que llevaba, arrojo por las ventanillas todo cuanto tenia a mano, es decir, ropa y documentos, que revolotearon a merced de la propulsion de las helices. El avion recorrio con gran estruendo la improvisada pista de aterrizaje, bamboleandose, rugiendo y virando bruscamente entre los arboles. Justo antes de que las ruedas se alzaran del suelo, el ultimo de los indigenas se solto del aparato.

Lynch vio como el avion desaparecia, envuelto en la nube de polvo rojo que el aparato habia levantado. Un joven indigena, que llevaba todo el cuerpo cubierto de pintura y parecia liderar el asalto, se acerco a Lynch agitando en el aire una borduna, una especie de garrote de mas de un metro de largo que los guerreros usaban para aplastar la cabeza de sus enemigos. Hostigo a Lynch y a los once miembros restantes de su equipo hasta unas pequenas embarcaciones.

– ?Adonde nos llevais? -pregunto Lynch.

– Sois nuestros prisioneros de por vida -contesto el joven.

James Jr. se palpo la cruz que llevaba colgada al cuello. Lynch siempre habia creido que una aventura no era tal hasta que, segun sus propias palabras, «llega la mala suerte». Pero aquello era algo que no habia previsto. No contaba con ningun plan de emergencia, ni experiencia a la que recurrir. Ni siquiera disponia de un arma.

Apreto con fuerza la mano de su hijo.

– Pase lo que pase -le susurro-, no hagas nada a menos que yo te lo diga.

Las embarcaciones enfilaron el rio principal y despues un angosto arroyo. A medida que se internaban en la jungla, Lynch observo el entorno: el agua cristalina rebosante de peces iridiscentes, la vegetacion cada vez mas densa. Aquel era, penso, el lugar mas hermoso que jamas habia visto.

3. Comienza la busqueda

Siempre se ha dicho que toda busqueda tiene un origen romantico. Sin embargo, ni siquiera ahora, soy capaz de encontrar uno bueno para la mia.

Permitidme que me explique: no soy explorador ni aventurero. No escalo montanas ni salgo de caza. Ni siquiera me gusta ir de camping. No llego al metro setenta y tengo casi cuarenta anos, con una cintura que empieza a crecer y una mata de pelo negro que cada vez es mas escasa. Sufro una afeccion degenerativa llamada queratocono que me impide ver bien de noche. Mi sentido de la orientacion es pesimo; tiendo a olvidar donde estoy cuando viajo en metro y me paso mi parada de Brooklyn. Me gustan los periodicos, la comida precocinada, los acontecimientos deportivos (grabados con sistema TiVo) y el aire acondicionado puesto al maximo. Ante la disyuntiva diaria de subir dos tramos de escalera hasta mi apartamento o hacerlo en el ascensor, invariablemente opto por lo segundo.

Sin embargo, cuando trabajo en una historia las cosas cambian. Desde joven, me han atraido los relatos de intriga y aventura, aquellos que «atrapan», como los definia Rider Haggard. Los primeros que recuerdo que me contaron giraban en torno a mi abuelo, Monya. En aquel entonces el pasaba de los setenta y padecia Parkinson; se sentaba, con ese constante temblor, en el porche de nuestra casa, en Westport, Connecticut, con la mirada perdida. Mientras tanto, mi abuela me relataba sus antiguas aventuras. Me dijo que mi abuelo, de origen ruso, habia sido peletero y fotografo freelance para la National Geographic, el primer camara occidental a quien se le habia permitido, en la decada de los veinte, acceder a varias regiones de China y del Tibet. (Varios parientes sospechan que era espia, aunque nunca hemos encontrado prueba alguna que confirme esta teoria.) Mi abuela recordaba que, poco antes de casarse con el, Monya fue a la India para comprar pieles de gran valor. Pasaban las semanas y no recibia noticias de el. Al cabo, le llego por correo un sobre maltrecho. En su interior tan solo habia una fotografia emborronada de Monya tendido, con el cuerpo encogido y el rostro palido bajo una mosquitera: habia contraido la malaria. Finalmente regreso, pero, dado que aun estaba convaleciente, la boda se celebro en el hospital. «Entonces supe lo que me esperaba», me confeso mi abuela. Me conto que Monya se habia hecho corredor de motos profesional y, al ver que yo la miraba con aire esceptico, desplego un panuelo y me mostro su contenido: una de las medallas de oro que el habia ganado. En una ocasion, estando en Afganistan en busca de pieles, le fallaron los frenos de la moto con sidecar, en el que llevaba a un amigo, mientras atravesaban el paso de Khyber. «Con la moto ya fuera de control, tu abuelo se despidio de su amigo -rememoro mi abuela-. Entonces Monya vio a unos obreros trabajando en la carretera; junto a ellos habia un gran monticulo de tierra y tu abuelo viro el volante hacia el. Ambos salieron catapultados. Se rompieron varios huesos, pero nada grave. Por supuesto, eso no impidio que tu abuelo siguiera viajando en moto.»

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