El Responsable saco una lista.
– ?Los que nombre, que se alineen a la izquierda!
Y la lista comenzo. El primer nombre trono en el aire.
– ?Juan Ferrer!
Nadie se movio. Era la consigna. Nadie debia presentarse.
Pero Juan Ferrer estaba en primera fila y Porvenir dijo:
– ?Eh, no te hagas el sordo!
Juan Ferrer bajo la cabeza y se fue a la pared izquierda.
Uno a uno fueron cayendo los nombres, hasta ciento, que era la cifra prevista. Imposible escapar. Nunca faltaba un miliciano que los reconocia. Los que verdaderamente no estaban, era porque se hallaban en el segundo piso. A medida que se alineaban, Teo iba atandolos unos contra otros, pasandoles una cuerda por la muneca. Habia empezado por las munecas izquierdas, pero en muchas de ellas estaba el reloj de pulsera, que molestaba. Los ato por la muneca derecha. Hizo tres grupos, dos de quince hombres y uno de dieciseis.
Recogieron cuarenta y seis hombres. Entonces el Responsable se dirigio a todos:
– No temais nada. Hay que despejar esto. Sereis trasladados a la Carcel Modelo, de Barcelona.
Los detenidos se miraron. Nadie daba credito a sus palabras. Y sin embargo…
Teo dijo a Porvenir:
– ?Estan los camiones abajo?
Porvenir hizo un gesto de asombro.
– ?No los has visto…?
Los detenidos fueron conducidos abajo y montados en tres camiones llenos de milicianos. Los camiones se pusieron en marcha.
El Responsable y los demas subieron al segundo piso y repitieron la escena, esta vez en el dormitorio mayor.
– ?Todos al dormitorio!
Tambien se habian encendido las luces.
Ciento doce hombres se alinearon en la pared del fondo. El Responsable habia observado que en el primer piso solo habia un cura. Se dio cuenta porque en la lista los curas figuraban con una cruz.
– ?Los que nombre que se alineen a la izquierda!
La labor fue mas penosa. A muchos de los curas no los conocia nadie, ni siquiera los milicianos. Vestidos de paisano, los sacerdotes estaban transformados. De todos modos, casi todos respondian a la llamada, a pesar de la consigna. Lo hacian porque si al nombre cantado por el Responsable seguia el silencio, los ojos de este despedian fuego, y los sacerdotes temian que ello significara un nuevo nombre en la lista. A veces el Responsable y Teo se acercaban a las filas y les interrogaban, uno por uno, y los obligaban a dar media vuelta para ver la tonsura.
– ?No eres tu el cura Morato? ?No eres tu el cura Morato? -Y luego-: ?No eres tu el parroco de la Catedral?
Al cura Morato le descubrieron porque fueron pidiendo la cartera de cada uno y entre los papeles estaba la cedula: «Jaime Morato, presbitero». Al parroco de la Catedral no hubo necesidad de pedirle documentacion. El hombre no habia respondido a la llamada de su nombre: Eusebio Turon; en cambio al oir: «?No eres tu el parroco de la Catedral?», estiro el cuello y dio un paso al frente. «Si, yo soy.»
– ?Pues a la izquierda!
Y fue atado con los demas.
El profesor Civil no fue llamado; pero si Cesar.
– ?Cesar Alvear! -En la lista figuraba con el numero 78 y al lado del nombre tambien habia una cruz.
Cesar dio un paso al frente. El profesor Civil le retenia la mano. Cesar le dijo: «Dejeme, dejeme, me llaman».
Cesar habia reconocido, entre los llamados, a varias personas. Un hombre que siempre iba al Museo a preguntar: «?Podria ver el retablo del martirio de San Esteban?» Otro que siempre estaba en el Neutral resolviendo crucigramas. Luego el senor Corbera, de la fabrica de alpargatas.
Este hombre habia producido gran expectacion, porque todo el mundo sabia que habia sido patrono del Responsable. El senor Corbera se alineo a la izquierda mirando a su ex empleado con una sonrisa indefinible. Cuando estuvo en su sitio dijo:
– Responsable…
– ?Que hay?
– Que Dios te maldiga.
A Cesar aquello le habia dolido en el alma. Hasta entonces le habia afectado particularmente la llamada de los sacerdotes. Sabia la falta que hacian en la Diocesis, donde alguno tenia que cuidar hasta de dos parroquias. Si se iban tantos… Tambien le habia afectado la presencia de otro seminarista, al que conocia solo de vista, pero que sabia que estudiaba dos cursos mas adelantados que el; pero al oir las palabras del senor Corbera…
A Cesar le hubiera gustado que le ataran junto a el. Que su muneca tocara la del senor Corbera. La del senor Corbera y, al otro lado, la de cualquier sacerdote: el parroco de la Catedral, por ejemplo. De este modo podia conseguir dos cosas. Pedir la bendicion sacerdotal en el ultimo memento y decirle al senor Corbera: «Senor, senor, tan cerca de la muerte no maldiga a nadie…»
Pero no tuvo suerte. Ni uno ni otro. Teo le ato entre dos desconocidos que lloraban en silencio. Uno y otro balbuceaban: «Criminales, criminales».
Esta fue la palabra que oyo Cesar cuando a una orden del Responsable los tres grupos se pusieron en marcha; cuando sintio que detras de el las luces se iban apagando y dejaban al profesor Civil y a los demas «no llamados» fin sangre en las venas; cuando bajo la escalera y salio fuera; cuando subio al camion que le correspondia y tuvieron que ayudarle, pues era inhabil para ejecutar el salto.
?El Seminario! Le parecia una gracia especialisima del Senor que su ultima morada hubiera sido el Seminario. Penso en las palabras de Dimas: «Aqui no entrara ni Dios». Pero he aqui que le detenian y le llevaban al Seminario. El Senor conducia a cada cual donde deseaba.
Hubiera querido pedirle al conductor que pasara por la Rambla, para saludar por ultima vez el balcon de su casa; pero a su lado oia: «Criminales, criminales». El camion -el ultimo de los tres- seguia por la calle de Ciudadanos -?el Banco Arus!-, entraba en la Plaza Municipal -?el Museo Diocesano!-, tomaba la orilla del rio -?el crucifijo del Sagrado Corazon!- y enfilaba por ultimo la carretera del cementerio.
El viento les daba a todos en la cara y Cesar, de pronto, sin saber por que, miro las estrellas, que ya palidecian, y luego penso en la edad que tenia. Exactamente… dieciseis anos, tres meses y dos dias… Luego penso en los copones que habia escondido en las murallas. «Hoy he comulgado sesenta veces…», se decia.
Al doblar la ultima curva hacia el cementerio, penso en los suyos, en su madre, Carmen Elgazu; en su padre, Matias; en Pilar, en Ignacio. Tambien en Jose, de Madrid, y en tio Santiago. «?Cuantas almas, Senor, cuantas almas!» Y luego penso en Dimas y Agustin. ?Como era posible que Dimas y Agustin, que «habian dado su palabra» hubieran ido a la carcel para matarle? Les perdono. Sentia que le quedaran pocos minutos de vida porque apenas si podria rogar por ellos. La gran verja estaba abierta de par en par. En aquel momento los tres camiones que los habian precedido -los del primer piso- habian dado ya media vuelta y se volvian. Los milicianos se saludaron. «?Salud, camaradas!» «?Salud!» Cesar habia guardado una Hostia, una sola, en el interior del chaleco. Al sentir que le alineaban entre los nichos, entrando a la izquierda, y ver que se formaban los piquetes, con su mano libre la cogio. Se disponia a llevarla a la boca e ingerirla lentamente, perdonando a los milicianos. A su lado oia sollozos y las voces de siempre: «Criminales, criminales». Se volvio y dijo al sacerdote mas proximo: «Me arrepiento de mis pecados. ?Quiere darme la absolucion, padre?…» Luego vio al senor Corbera, cuyos ojos despedian ira. «Tome», le dijo de repente. Y levanto la Sagrada Forma, sosteniendola con uncion entre los dedos pulgar e indice.
El senor Corbera parpadeo tres veces consecutivas y de pronto, comprendiendo, comulgo.
Entonces Cesar oyo una descarga y sintio que algo dulce penetraba en su piel.
Minutos despues oyo una voz que decia:
– Yo te absuelvo en nombre del Padre, del Hijo y del Espiritu Santo. -Una voz que se iba acercando y repetia-: Yo te absuelvo en nombre del Padre, del Hijo y del Espiritu Santo. -Tambien oia gemidos. Abrio un momento los ojos. Vio un miliciano de rodillas, que iba sacando de su reloj de pulsera pequenas Hostias y que las introducia en