sabiendo que el iba a confrontarlo con el rastro que quedaba en su memoria de lo que un dia lejano, setenta y tantos anos atras, le habia empujado a el a salir de Madrid para no regresar nunca. No era legitimo que se me obligara a enfrentarme con un recuerdo que media mas de dos veces el largo de mi vida. No era posible que yo hubiera aprendido lo suficiente para salir airoso de esa prueba insoportable. Siempre que Dalmau me escuchaba me daba la sensacion de que estaba contemplando, condescendiente, una fotografia un poco risible de su adolescencia. Pero aquella noche me equivocaba por completo. Dalmau ya habia decidido perdonarme todo, la improvisacion, la bisonez, hasta que yo poseyera el tiempo que a el le estaba vedado, cuando me invito, como si me condenara:

– Cuentame cuales fueron esas senales.

2.

La senal del perro

Una tarde, en el parque, se me escapo el perro. No era desde luego la primera vez que lo hacia. En los ocho anos que llevaba viviendo conmigo me habia acostumbrado a sus ardores, que lo sustraian con cierta frecuencia a mi control para entregarlo al alborotado y normalmente inutil cortejo de hembras que casi siempre le doblaban en alzada. Tampoco era inusual que el objeto de su pasion se hallara lo bastante lejos como para que el animal, una vez profugo, desapareciera de mi vista y me obligara a seguir un camino dubitativo en su busca. Lo que no esperaba cuando le vi irse, y excedio absurdamente lo ordinario, fue que la escapada de aquella tarde el perro habia de pagarla con la vida.

Puede que deba decir que el perro era, ademas de pequeno, peludo y blanco. Esa era la unica ventaja que me ofrecia para el repetido trabajo de localizarlo cuando se iba de crapula, y a ella andaba abandonado cuando me llamo la atencion una singular escena que tenia lugar al borde de una pradera. Varias personas se arremolinaban en torno a una chica de unos quince anos que estaba forcejeando con un perrazo enfurecido, uno de esos matahombres que cria cierta clase de gente para paliar alguna frustracion. Un anciano mantenia a distancia a una perra, una especie de spaniel. Cuando observe mejor, distingui que mas alla, dentro de la pradera, habia una figura mas pequena que se alejaba renqueante. Tarde en identificarla porque aquella figura no era blanca, sino de un extrano color manchado. La sangre que le brotaba de la cabeza, el cuello y el lomo iba empapando rapidamente su pelaje.

Corri a su lado. El animal temblaba y cuando llegue junto a el me dirigio la mas perruna de todas las miradas que jamas habia encontrado en sus enormes pupilas. Su mundo se desmoronaba a la misma velocidad a la que se iba desangrando, y recurria a mi para que le diera algun consuelo. Siempre habia creido que los animales no se percataban demasiado de lo que significaba la muerte, por la facilidad con que a menudo se desentienden de sus congeneres que la sufren. Pero en su mirada vi la angustia de todo lo que ya no iba a volver a tener, desde el calor del rincon donde le gustaba echarse la siesta hasta el aroma de las hembras, del que todavia revoloteaban jirones en su pequeno cerebro. Hube de apurar mi impotencia, ante la agonia de aquella criatura que nunca me habia exigido nada y ante la dulzura moribunda de su suplica. Cuando al fin se le doblaron las patas y cayo con un gemido a la hierba donde habia de rendir el aliento, experimente una especie de espanto. Su fragilidad, tan bruscamente revelada, era la mia. Tambien yo iba a caer a los pies de gentes que no podrian ayudarme, despedazado por alguna fuerza incontenible.

Hasta entonces mi idea de la muerte habia sido vaga, ajena. Vivian mis padres, mi hermana, mi mujer, todas las personas con las que en un momento u otro habia convivido. El perro era el primero, de los seres que habian compartido mi espacio, que dejaba su hueco tras de si. Esa tarde pense por primera vez, de veras, que todo cesaria sin apelacion posible, acaso brutalmente, como habia cesado para el perro. Que un dia ya no habria mas tiempo, y no volveria a caminar, a tomar un cafe, a mirar un rio. El perro, despues de todo, habia cumplido su mision. Habia sido leal a su amo, habia atacado a los carteros, hasta se habia sobrepuesto a la limitacion de su envergadura para dejar descendencia. Habia hecho, en definitiva, todo lo que cabe en la vida de un perro. Entonces medite sobre mi, compare con lo que habria sido posible, y comprendi que yo no habia hecho casi nada de lo que cabe en la vida de un hombre. Esa noche me entro prisa, aunque no supe muy bien de que. Acaso de tener algo que lamentar cuando me tocara ser despedazado.

3.

La senal de Marta

Sucedio un sabado, a las cuatro y media, y fue algo grotesco, manido, como tal vez mereciamos. Aquel dia se suponia que yo iba a pasarlo entero en la oficina, resolviendo asuntos pendientes, pero era el cumpleanos de Marta y eso, que pudo sugerirle a ella la osadia, me disuadio a media jornada de mi plan de trabajo y me hizo tomar el camino de vuelta a casa. Planeaba llevarla a pasear, o cualquier otra cosa que se convirtio en una estupidez olvidable cuando la encontre riendo en el suelo del salon, debajo de un individuo al que no identifique al principio. Solo me fije en que su pelo era de un rubio artificial y en que le relucian los hombros. Era casi junio y hacia calor. Segun los vi, me acorde de que a ella no le gustaba jugar a aquello, al menos conmigo, cuando hacia calor o cuando estaba a media digestion. En realidad, a mi tampoco me gustaba y no teniamos que discutir por eso. Casi no teniamos por que discutir, desde hacia un par de anos. Los observe mientras se cubrian: ella se sonrojo y el forzaba un gesto de odio que carecia de sentido. En realidad, yo nunca le habia hecho nada a Alberto. Incluso habia perdido bastante velozmente todos los sets que habiamos disputado. Alberto era el campeon de tenis de la urbanizacion y una especie de debil mental. El mas inverosimil de todos los hombres que Marta habia podido elegir para deshonrarme. Me sobrepuse al asombro y se lo dije:

– Podriamos haber hablado. Te aseguro que te habrias quedado con la casa, para traer siempre que quisieras a este imbecil y no tener que andar escondiendote.

Alberto dio un paso al frente.

– No iras a pegarme -le adverti-. Soy yo el que pierde, creo. Deja que largue al menos. Luego, cuando me vaya, os reis de todo.

Marta recobro el animo, aclaro su voz y, convertida en censora imprevista, la uso para escupirme a la cara:

– Esto es lo ultimo que deberia sorprenderte. Piensa si me has dado algun motivo para evitarlo, en todos estos meses.

No estaba dispuesto a debatir el asunto con Alberto delante. No estaba dispuesto a hacerlo a solas, siquiera. No habia mucho o mejor no habia nada que hablar. Bastaba mirarla a ella, sus ojos velados por el placer interrumpido y la verguenza o el orgullo, cualquiera de los dos era posible, de haber sido cazada en los brazos de un sujeto semejante. Mas de una vez nos habiamos burlado juntos de alguna de las mujeres, mas disponibles que magnificas, que se amontonaban en su historial de semental compulsivo. Lo que ella habia dicho en aquellas ocasiones era suficiente para saberla mas de mi lado del mundo que del lado de Alberto, pero se me hizo evidente, si no lo era ya antes, que eso, como el propio Alberto, habia dejado de importar. Marta, que lamentaba haber cometido la mezquindad de mantener en secreto sus escarceos, saboreaba ahora el alivio de no tener que ocultarse. De repente se la veia suelta, crecida. Repare con tristeza en un par de movimientos que hizo exactamente como solia cuando muchacha, muchos anos antes; algo con el cuello, algo con la mano para apartarse un mechon de cabello de la frente. Y acepte que se habia ido, acaso de vuelta a un lugar en el que yo no iba a ser admitido nunca mas. Ofreci una capitulacion generosa, que lo era con ella para preservar mi propio sentido de la dignidad, porque nada me habria desalentado mas que ver complicarse la particion en codicias y pleitos. Renuncie a cualquier derecho sobre la casa, guardando lealtad innecesaria a mi aseveracion en el momento de descubrirlos, y me contente, exagerando algunas valoraciones, con la parte mas o menos liquida del caudal amasado gracias al esfuerzo de ambos durante los diez anos que habiamos empleado en irnos desconociendo. Cuando nos citaron para firmar los papeles, ella tuvo una vacilacion. Pudo ser porque aquella

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