manana amenazaba lluvia en Madrid y uno siempre se siente mas indefenso cuando el sol no alumbra, o porque no acertara a encontrar la manera de encararlo. Antes de entrar en la habitacion donde consumamos la ruptura, se acerco a mi y busco con impaciencia hacerme cargar con una sospecha:

– Quiza nos hubiera ayudado tener un hijo.

– Mejor que no haya tanta gente; asi puede borrarse sin mas -me opuse, por no dar cuartel, por no dejar siquiera que atenuase nada.

– Hablas como si hubiera sido siempre una mierda.

En aquel momento, decidi ensayar que aquello le pasaba a otro y di en portarme como un absoluto desalmado.

– ?Hay algo en el reparto que te incomode, Marta? -pregunte, sin enfasis-. Podemos renegociarlo, aunque retrasara todo.

Diez minutos despues, estaba hecho. Tuve que mudarme a un apartamento, prever necesidades domesticas, hacerme a que la almohada ya nunca oliera a ella. No disfrute demasiado, incluso anduve abatido durante un par de semanas, sobre todo cuando me quedaba solo delante de la television o iba a alguno de los sitios donde ella y yo habiamos ido o dejado de ir juntos. Pero en el fondo, no cambio nada. A fin de cuentas hacia tiempo que Marta y yo nos estorbabamos mas que otra cosa.

4.

La senal del barrio

Aquel era un asunto enojoso. No acababa de entender como me habia enredado en el. Mientras escuchaba al hombre, que repasaba con una sumadora de rollo de papel sus cuentas manuscritas en una caligrafia ordenada y antigua, pasee mi mirada por la habitacion. Tenia el techo bajo y carecia de ventanas. En los muebles, del mas genuino estilo de oficina siniestra, predominaba el metal gris, azulado en los armazones y las patas y tirando a verdoso en los frontales o los cajones. Los tableros de las mesas estaban forrados de chapa de madera imitacion caoba, descolorida en las zonas donde solian apoyarse los codos o los antebrazos. La luz artificial era pauperrima, las paredes amarillentas y espesas.

El hombre vestia un jersey de pico color vino, cien por cien poliester. Bajo el llevaba una camisa beige con los bordes del cuello pasados y una corbata marron uniforme, ligeramente brillante de grasa o por la condicion del tejido. Hablaba en un lenguaje contable de hacia treinta anos, invocando nociones desaparecidas y amalgamando con ellas ecos inexactos de la nueva jerga legal y financiera. El hombre poseia decencia profesional y exhibia prolijidad en los calculos. Probablemente ya no habia muchas personas capaces de dibujar las sumas en columnas tan limpias y alineadas como las que en aquel momento sometia a mi censura, y quiza hubiera todavia menos que se detuvieran a hallar justificaciones eticas para la calificacion de las diversas partidas, la imputacion de los ingresos y los gastos y la determinacion de los resultados de explotacion.

Aquello era la liquidacion por desavenencias de una sociedad colectiva y yo, debido a una obligacion familiar, representaba los intereses de uno de los socios. Mientras el hombre enumeraba las deudas con sus vencimientos, los activos con su depreciacion, cruce una mirada con el abogado que representaba a la otra parte. Era un tipo resabiado y deslucido, acostumbrado a aquel tipo de negocios. Yo, en cambio, hacia diez anos que no veia una factura o un inventario de inmovilizado. En mi ramo de negocio los numeros danzaban, nerviosos y saltarines, en pantallas catodicas o de plasma, al lado de los epigrafes a los que pertenecian o dejaban de pertenecer a la velocidad de la luz. El abogado miraba con un poco de odio mi traje y mi camisa a medida, y especialmente mi corbata de tres mil duros. En la suya, rigida y revirada, se veia la etiqueta de una marca barata de grandes almacenes. Sin duda se preguntaba que demonios pintaba un pijo como yo alli, y en parte eso era lo mismo que yo andaba pensando.

El gestor termino de esclarecernos los pormenores del balance y tome la palabra para ofrecer una solucion simple y rapida, que pasaba por una adjudicacion equitativa de bienes y debitos. El abogado protesto que mi representado habia perjudicado al suyo gravemente y yo replique que esa era la misma queja que tenia el socio que me habia enviado a mi alli, pero que si nos enredabamos en averiguar quien tenia que indemnizar con cuanto a quien ibamos a acabar dilapidando en juicios la escasez del patrimonio. Con la mediacion del gestor, y al cabo de un farragoso regateo de cuestiones menores, definimos un arreglo. Lo sellamos en un acuerdo escrito del que el propio gestor se hizo testigo, depositario y ejecutor.

El abogado tenia prisa y se marcho el primero. Yo mire mi reloj. Eran las ocho y no tenia sentido que cruzara Madrid para llegar a mi oficina a las nueve o despues. Me despedi sin ninguna precipitacion del gestor, que se intereso por el tipo de operaciones en que yo intervenia normalmente y que ya suponia, dijo, que tenian poco que ver con aquellas mezquinas querellas. No quise entrar en detalles y me encogi de hombros, alegando que las cosas de dinero siempre eran mas o menos lo mismo, cambiando los nombres de los conceptos y quitando o poniendo ceros.

Cuando sali a la calle repare en que todavia era de dia y me apetecio pasear. Rara vez salia de la oficina de dia y aquel era un tibio atardecer. La gestoria estaba en una zona relativamente humilde. Un barrio, como tantos barrios tipicos del Madrid de los sesenta y los setenta. Lleno de coches subidos a las aceras, setos salvajes, pavimentos resquebrajados, bloques afeados hasta el insulto por el tiempo y un urbanismo delictivo. Me cruce con ancianas enlutadas y ancianos en zapatillas, que paseaban por aquellas calles sin perspectiva su nostalgia del campo abierto, del vinedo manchego o la dehesa extremena. Pase junto a grupos de ninas que saltaban la goma, con los calcetines arrugados y las faldas sucias, junto a bandas de chavales que se arreaban balonazos o se pasaban los pitillos comprados de a uno en los quioscos junto a mujeres jovencisimas que empezaban a perder vertiginosamente su belleza mientras empujaban el cochecito de tempranas criaturas. Tambien estaban los muchachos de cuero acribillado por el acne y mirada torva, que me observaban como si estuvieran reprimiendo a duras penas alguna idea poco amigable, y las muchachas en lo mas tosco de la adolescencia, con sus cuerpos todavia a medio hacer apretados sin misericordia por ropas cenidas. Casi me di contra una pandilla de ellas, que corrian hacia algun sitio por mitad de la acera. Todas iban mostrando el ombligo, aunque no todos sus vientres eran tersos; todas olian a sudor y reian alto, y no paraban de echarse hacia atras los cabellos, algunos de ellos ya tenidos con imposibles tintes negros o amarillos.

Me rebasaron y me dejaron envuelto en una nube de anoranza. Veinte anos atras, yo habia vivido en un barrio como aquel, y como aquellas habian sido las primeras muchachas a las que habia amado. Como aquellas, las que me habian parecido tan dulces, tan prohibidas, tan lindas como el sol. Las que habia perseguido, las que esquivandome me habian hundido a veces en una melancolia enfervorecida de versos, conscientes o inconscientes. Atardecia y el cielo sobre el barrio adquiria el aspecto del cielo que habia cobijado los primeros ruidos de mi corazon, cuando todavia tenia corazon y hacia algun ruido. La vista de las muchachas, anudada al recuerdo, me habia erizado toda la piel. Respire fuerte, para meterme bien adentro los ultimos residuos de la fragancia aspera que su transpiracion habia dejado en el aire, y me volvi para contemplar como se alejaban. Imagine que echaba a correr tras ellas y que ellas seguian alejandose, y que por mas que yo corriera seguirian alejandose, llevandose fuera de mi alcance la suavidad de su piel intacta por la infamia del tiempo.

La ultima vez que habia leido en el periodico acerca de aquel barrio habian aparecido entre los detalles de la noticia (quiza la explosion de una bombona de butano, lo unico de lo que alli pudiera pasar que se consideraba noticioso) las palabras suburbio y deprimido. Aquella no era, sin embargo, una zona degradada. Al menos, la mayoria de quienes alli habitaban se ganaban la vida con empleos con los que daban de comer a sus familias, aunque no pudieran regalar motocicletas a sus hijos o asociarse a un club de golf. Pero en los ultimos tiempos en Madrid se habia establecido una implacable topografia de zonas bien y zonas mal, sin terminos medios. Los que no ascendian a una de las primeras, eran arrojados al infierno indiscriminado de las segundas. Este afan clasificatorio venia impulsado principalmente por algunos ignorantes que escribian en los periodicos o ejercian profesiones bien remuneradas, entre los que, por cierto, coexistia el desden advenedizo y ridiculo de los ganapanes barnizados en masa en la universidad con el desden mas bien automatico y al cabo comprensible de los que sin necesidad de barniz relucian desde la cuna. Cuando toda esta gente, al margen de su procedencia, olvidada rapidamente esta si era inconveniente, se asentaba en su parcela de privilegio, asumia los sobreentendidos y entraba con entusiasmo en el circuito autocomplaciente del

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