pequena medalla con la imagen de santa Teresa. Jamas se la quita. Unas paginas mas adelante le interrumpe y es ella quien describe:

– Aqui estamos nosotros dos cuando teniamos trece anos, en el jardin de tus padres. Te acababa de besar por primera vez. Cuando quise meterte la lengua me dijiste: «?Que asco!». Y esta es de dos anos despues. Entonces fue a mi a quien no le gusto tu idea de que durmiesemos juntos.

Al pasar otra pagina, Philip retoma la palabra y senala otra foto.

– Y aqui un ano despues, al final de aquella fiesta. Si no recuerdo mal, ya no lo encontrabas tan desagradable.

Cada hoja de celuloide senala un momento de su infancia complice. Ella lo detiene.

– Te has saltado seis meses. ?No hay ninguna foto del entierro de mis padres? Sin embargo, creo que fue entonces cuando te encontre mas sexy.

– ?Basta ya de chistes malos, Susan!

– No estaba bromeando. Fue la primera vez que te senti mas fuerte que yo, y eso me daba seguridad. ?Sabes?, jamas olvidare…

– Basta, dejalo.

– … que fuiste tu quien salio a buscar el anillo de mama durante el velatorio.

– Vale, ?podemos cambiar de tema?

– Creo que eres tu quien hace que los recuerde cada ano. Siempre has sido muy atento conmigo durante la semana en que se cumple el aniversario del accidente.

– ?Que tal si dejaramos el tema?

– Venga, haznos envejecer, pasa las paginas.

El la mira, inmovil, hay tristeza en sus ojos. Ella le dirige una sonrisa y prosigue:

– Sabia que era un poco egoista por mi parte dejar que me acompanases a tomar el avion.

– Susan, ?por que haces esto?

– Porque «esto» es hacer realidad mis suenos. No quiero acabar como mis padres, Philip. He visto como pasaban su vida pagando letras. ?Y para que? Para que los dos acabasen estrellados contra un arbol, en el bonito coche que se acababan de comprar. Toda su vida quedo resumida a dos segundos en el noticiario de la noche, que vi en una tele que aun se debia. No juzgo nada ni a nadie, Philip. Pero yo quiero otra cosa, y ocuparme de los demas es una manera de sentirme viva.

El la contempla desconcertado, admirando su determinacion. Desde el accidente no es la misma. Es como si los anos se hubiesen precipitado en cada Nochevieja: como las cartas de la baraja que se reparten de dos en dos para acabar antes. Susan no parecia tener veintiun anos, salvo cuando sonreia, cosa que hacia muy a menudo. Tras finalizar sus estudios en el Junior College, con el diploma de Associate of Arts en el bolsillo, se habia enrolado en el Peace Corps, una organizacion humanitaria que envia a jovenes al extranjero con el fin de realizar trabajos de asistencia social.

En menos de una hora ella viajara a Honduras para un periodo de dos largos anos. A varios miles de kilometros de Nueva York, pasara al otro lado del espejo del mundo.

En la bahia de Puerto Castilla, como en la de Puerto Cortes, los que habian decidido dormir al aire libre renunciaron a hacerlo. El viento se habia levantado al final de la tarde y ahora soplaba con fuerza. No se alarmaron. No era la primera ni la ultima vez que se anunciaba una tormenta tropical.

El pais estaba acostumbrado a las lluvias, frecuentes en esta epoca del ano. El sol parecio ponerse mas temprano, los pajaros salieron volando deprisa, senal de mal augurio. Hacia medianoche la arena se levanto, formando una nube a unos centimetros del suelo. Las olas comenzaron a hincharse muy rapidamente, y ya era imposible oir los gritos que unos y otros se lanzaban para reforzar las amarras.

Al ritmo de los relampagos que rasgaban el cielo, los pontones se movian peligrosamente por encima de la espuma agitada. Empujadas por la marejada, las embarcaciones chocaban entre si. A las dos y cuarto de la madrugada el carguero San Andrea, de 35 metros de eslora, salio proyectado contra los arrecifes y se hundio en ocho minutos.

Su costado habia sido desgarrado en toda su longitud. En aquel mismo momento, en El Golason, el pequeno aeropuerto de La Ceiba, el DC3 gris plateado que se hallaba estacionado frente al hangar se elevo subitamente, para caer poco despues al pie de lo que hacia las veces de torre de control; a bordo no habia ningun piloto. Las dos helices se doblaron y el plano vertical se partio en dos. Unos minutos mas tarde el camion cisterna cayo hacia un lado, comenzo a deslizarse y las chispas inflamaron el carburante.

Philip coloca su mano sobre la de Susan, dandole la vuelta y acariciando la palma.

– Te echare mucho de menos, Susan.

– ?Y yo a ti! Mucho, ?sabes?

– Estoy orgulloso de ti, aunque te odio por dejarme tirado de esta forma.

– Basta. Nos prometimos que no habria lagrimas.

– ?No me pidas lo imposible!

Inclinados uno sobre el otro, comparten la tristeza de una separacion y la feliz emocion de una complicidad alimentada a lo largo de diecinueve anos, que representan casi su entera existencia.

– ?Tendre noticias tuyas? -pregunta el con aire infantil.

– ?No!

– ?Me escribiras?

– ?Crees que aun tengo tiempo para comerme un helado?

El se dio la vuelta y llamo al camarero. Cuando este se aproximo, pidio dos bolas de vainilla recubiertas de chocolate caliente y almendras laminadas, todo ello generosamente regado con caramelo liquido. A ella le gustaba este postre, en ese orden preciso; era con mucho su favorito. Susan le mira fijamente a los ojos.

– ?Y tu?

– Te escribire cuando tenga tu direccion.

– No, me refiero a si sabes lo que vas a hacer.

– Pasare dos anos en la Cooper Union [3], en Nueva York, y luego intentare hacer carrera en una gran agencia de publicidad.

– Asi pues, no has cambiado de opinion. Se que es estupido lo que digo, pero jamas cambias de opinion.

– Y tu, ?cambias de opinion alguna vez?

– Philip, tu no vendrias conmigo aunque te lo hubiese pedido. No es tu vida. Y yo no me quedo aqui porque esta no es la mia. Asi que deja de poner esa cara.

Susan chupaba la cuchara con glotoneria. De vez en cuando la llenaba y la acercaba a la boca de Philip que, docil, se dejaba mimar. Ella rebusco en el fondo de la copa, recogiendo los ultimos restos de las almendras cortadas. El gran reloj de la pared de enfrente marcaba las cinco de esa tarde de mediados de otono. Siguio un minuto de un extrano silencio. Ella despego la nariz, que habia pegado al ventanal, se inclino por encima de la mesa para pasar ambos brazos en torno al cuello de Philip y le dijo en voz baja al oido:

– Estoy asustada.

Philip la aparto un poco para verla mejor.

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