lentamente a la orilla como una nave funeraria. Sintiendo el lati-gazo del panico, Peake corrio hacia las calles que bordeaban el Maidan por el Sur y desa-parecio en las sombras de aquel tercio de la ciudad al que sus privilegiados habitantes, europeos y britanicos en su mayoria, denominaban la ciudad blanca.

Tan solo albergaba una esperanza de poder salvar la vida de los ninos, pero estaba aun lejos del corazon del sector Norte de Calcuta, donde se alzaba la morada de Aryami Bose. Aquella anciana era la unica que podia ayudarle ahora. Peake se detuvo un instante y oteo la inmensidad tenebrosa del Maidan en busca del brillo lejano de los pequenos fa-roles que dibujaban estrellas parpadeantes al Norte de la ciudad. Las calles oscuras y enmascaradas por el velo de la tormenta serian su mejor escondite. El teniente asio a los ninos con fuerza y se alejo de nuevo en direccion Este, en busca del cobijo de las sombras de los grandes edificios palaciegos del centro de la ciudad.

Instantes despues, la barcaza negra que le habia dado caza se detuvo junto al muelle. Tres hombres saltaron a tierra y amarraron la nave. La compuerta de la cabina se abrio lentamente y una oscura silueta envuelta en un manto negro recorrio la pasarela que los hombres habian tendido desde el muelle, ignorando la lluvia. Una vez en tierra firme, alargo su mano envuelta en un guante negro y, senalando hacia el punto donde Peake ha-bia desaparecido, esbozo una sonrisa que ninguno de sus hombres pudo ver bajo la tor-menta.

La carretera oscura y sinuosa que cruzaba el Maidan y bordeaba la fortaleza se habia transformado en un barrizal bajo los envites de la lluvia. Peake recordaba vagamente haber cruzado aquella parte de la ciudad durante sus tiempos de luchas callejeras a las ordenes del coronel Hewelyn, a plena luz del dia y a las riendas de un caballo junto a un escuadron del ejercito sediento de sangre. El destino, ironicamente, le llevaba ahora a recorrer aquella extension de campo abierto que Lord Clive habia hecho arrasar en 1758 para que los canones de Fort William pudieran disparar libremente en todas direcciones. Pero esta vez, el era la presa. El teniente corrio desesperadamente hacia la arboleda, mien-tras sentia sobre el las miradas furtivas de silenciosos vigilantes ocultos entre las sombras, habitantes nocturnos del Maidan. Sabia que nadie saldria a su paso para asaltarle y arre-batarle la capa o los ninos que lloraban en sus brazos. Los moradores invisibles de aquel lugar podian oler el rastro de la muerte pegada a sus talones y ningun alma osaria interponerse en el camino de su perseguidor. Peake salto las verjas que separaban el Maidan de Chowringhee Road y se interno en la arteria principal de Calcuta. La majes-tuosa avenida se extendia sobre el antiguo trazado del camino que, apenas trescientos anos antes, cruzaba la jungla bengali en direccion Sur, hacia el templo de Kali, el Kalighat, que habia dado origen al nombre de la ciudad. El habitual enjambre nocturno que merodeaba en las noches de Calcuta se habia retirado ante la lluvia y la ciudad ofrecia el aspecto de un gran bazar abandonado y sucio. Peake sabia que la cortina de agua que ahogaba la vision y le servia de cobertura en la noche cerrada podia desvanecerse tan rapidamente como habia aparecido. Las tempestades que se adentraban desde el oceano hasta el delta del Ganges se alejaban rapidamente hacia el Norte o hacia el Oeste tras descargar su diluvio purificador sobre la peninsula de Bengala, dejando un rastro de bru-mas y calles anegadas por charcas ponzonosas donde los ninos jugaban sumergidos hasta la cintura y donde los carromatos se quedaban varados igual que buques a la deriva.

Peake corrio rumbo al extremo Norte de Chowringhee Road hasta sentir que los musculos de sus piernas flaqueaban y que apenas era capaz de seguir sosteniendo el peso de los ninos en sus brazos. Las luces del sector Norte parpadeaban en las proximidades bajo el telon aterciopelado de la lluvia. El teniente era consciente de que no podria seguir manteniendo aquel ritmo por mucho mas tiempo y de que la casa de Aryami Bose aun se encontraba lejos de alli. Precisaba hacer un alto en la marcha.

Se detuvo a recuperar el aliento oculto bajo las escalinatas de un viejo almacen de telas cuyos muros estaban sembrados de carteles anunciando su pronto derribo por orden oficial. Recordaba vagamente haber inspeccionado aquel lugar anos atras bajo la denuncia de un rico comerciante que afirmaba que en su interior se ocultaba un importante fuma-dero de opio.

Ahora, el agua sucia se filtraba entre los escalones desvencijados, recordaba sangre negra brotando de una herida profunda. El lugar aparecia desolado y desierto. El teniente alzo a los ninos hasta su rostro y contemplo los ojos aturdidos de los bebes; ya no llora-ban, pero se estremecian de frio. La manta que los cubria estaba empapada. Peake tomo las diminutas manos en las suyas con la esperanza de darles calor mientras oteaba entre las rendijas de la escalinata en direccion a las calles que emergian del Maidan. No recor-daba cuantos asesinos habia reclutado su perseguidor, pero sabia que solo quedaban dos balas en su revolver. Dos balas que debia administrar con tanta astucia como fuera capaz de conjurar; habia disparado el resto de la municion en los tuneles de la estacion. Envolvio de nuevo a los ninos en la manta con el extremo menos humedo del tejido y los dejo unos segundos en un espacio de suelo seco que se adivinaba bajo una oquedad en la pared del almacen.

Peake extrajo su revolver y asomo la cabeza lentamente bajo los escalones. Al Sur, Chowringhee Road, desierta, semejaba un escenario fantasmal esperando el inicio de la representacion. El teniente forzo la vista y reconocio la estela de luces lejanas al otro lado del rio Hooghly. El sonido de unos pasos apresurados sobre el empedrado anegado por la lluvia le sobresalto y se retiro de nuevo a las sombras.

Tres individuos emergieron de la oscuridad del Maidan, un oscuro reflejo de Hyde Park esculpido en plena jungla tropical. Las hojas de los cuchillos brillaron en la penum-bra como lenguas de plata candente. Peake se apresuro a tornar a los ninos de nuevo en sus brazos e inspiro profundamente, consciente de que, si huia en ese momento, los hom-bres caerian sobre el al igual que una jauria hambrienta en cuestion de segundos.

El teniente permanecio inmovil contra la pared del almacen y vigilo a sus tres perse-guidores, que se habian detenido un instante en busca de su rastro. Los tres asesinos a sueldo intercambiaron unas palabras ininteligibles y uno de ellos indico a los otros que se separaran. Peake se estremecio al comprobar que uno de ellos, el que habia dado la orden de desplegarse, se dirigia directamente hacia las escaleras bajo las que se ocultaba. Por un segundo, el teniente penso que el olor de su temor le conduciria hasta su escondite.

Sus ojos recorrieron desesperadamente la superficie del muro bajo las escalinatas en busca de alguna abertura por la que huir. Se arrodillo junto a la oquedad donde habia dejado reposar a los ninos segundos antes y trato de forzar los tablones desclavados y reblandecidos por la humedad. La lamina de madera, herida por la podredumbre, cedio sin dificultad y Peake sintio una exhalacion de aire nauseabundo que emanaba del interior del sotano del edificio ruinoso. Volvio la vista atras y observo al asesino, que apenas se encontraba a una veintena de metros del pie de la escalinata y blandia el cuchillo en sus manos.

Rodeo a los ninos con su propia capa para protegerlos y repto hacia el interior del almacen. Una punzada de dolor, a unos centimetros por encima de la rodilla, le paralizo subitamente la pierna derecha. Peake se palpo con manos temblorosas y sus dedos rozaron el clavo oxidado que se hundia dolorosamente en su carne. Ahogando el grito de agonia, Peake asio la punta del frio metal, tiro de el con fuerza y sintio que la piel se des-garraba a su paso y que la tibia sangre brotaba entre sus dedos. Un espasmo de nausea y dolor le nublo la vision durante varios segundos. Jadeante, tomo de nuevo a los ninos y se incorporo trabajosamente. Ante el se abria una fantasmal galeria con cientos de estanterias vacias de varios pisos formando una extrana reticula que se perdia en las sombras. Sin du-darlo un instante, corrio hacia el otro extremo del almacen, cuya estructura herida de muerte crujia bajo la tormenta.

Cuando Peake emergio de nuevo al aire libre despues de haber atravesado cientos de metros en las entranas de aquel edificio ruinoso, descubrio que se hallaba a un centenar escaso de metros del Tiretta Bazar, uno de los muchos centros de comercio del area Norte. Bendijo su fortuna y se dirigio hacia el complejo entramado de calles estrechas y sinuosas que componian el corazon de aquel abigarrado sector de Calcuta, en direccion a la morada de Aryami Bose.

Empleo diez minutos en recorrer el camino hasta el hogar de la ultima dama de la familia Bose. Aryami vivia sola en un antiguo caseron de estilo bengali que se alzaba tras la espesa vegetacion salvaje que habia crecido en el patio durante anos, sin la intervencion de la mano del hombre, y que le conferia el aspecto de un lugar abandonado y cerrado. Sin embargo, ningun habitante del Norte de Calcuta, un sector tambien conocido como la ciudad negra, hubiera osado traspasar los limites de aquel patio y adentrarse en los dominios de Aryami Bose. Quienes la conocian la apreciaban y respetaban tanto como la temian. No habia una sola alma en las calles del Norte de Calcuta que no hubiera oido hablar de ella y de su estirpe en algun momento de su vida. Entre las gentes de aquel lugar, su presencia era comparable a la de un espiritu: Poderosa e invisible.

Peake corrio hasta el porton de lanzas negras que abria el sendero tomado por los arbustos en el patio y se apresuro hasta las escalinatas de marmol quebrado que ascendian a la puerta de la casa. Sosteniendo a los dos ninos con un brazo, llamo repetidamente a la puerta con el puno, esperando que el fragor de la tormenta no

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