no era publicable por ser minimo, incomprensible, disperso y esquematico, pero que Edward, teniendo ya algunos datos previos y sabiendo a que aludian muchas de estas notas, si supo aprovechar.
– Me ha parecido observar -dije- que hay algunos errores tecnicos. Por ejemplo, me parece que el
– Sin duda los habra. Por un lado, Edward Ellis no sabia nada de navegacion; por otro, murio sin poder corregir la novela, y, por un tercero, lo que escribia era ficcion, y, segun su criterio, este tipo de errores solo son imperdonables en un ensayo.
– Ya comprendo -murmure, y al hacerlo me puse en pie.
– ?Ya se va? -me pregunto Branshaw levantandose a su vez.
– Si. Mis obligaciones me reclaman -conteste-. Le agradezco mucho su gentileza, senor Branshaw, y confio en que tendremos oportunidad de volver a hablar sobre
– Como usted guste, pero le advierto que mi decision ya esta tomada y es irrevocable. La novela no se publicara.
Yo sonrei, anduve hasta la puerta, que el abrio, y al estrecharle la mano en senal de despedida dije:
– Espero que podre hacerle cambiar de opinion.
Branshaw volvio a sonreir y respondio: -No puedo impedirle que lo espere, pero sera en vano, se lo aseguro. Adios.
– Hasta pronto, y gracias por todo, senor Branshaw.
Sali y la puerta se cerro tras de mi, silenciosamente.
Tarde mas tiempo del previsto en llegar a casa de la senorita Bunnage, en Finsbury Road. Estaba ansioso por verla, por saber que le habia impedido acudir aquella manana a la mansion de Holden Branshaw -no compartia en absoluto las suposiciones de este- y por que me revelara -si no se habia arrepentido de su promesa o no la consideraba sin validez al no haber ella asistido a la segunda parte de la lectura- los misterios que rodeaban y envolvian a
Llame a la puerta, pero nadie respondio, de modo que volvi a llamar y aguarde, en vano. Insisti tres veces mas sin ningun resultado y entonces pense en tratar de descubrir algo a traves de las ventanas. Fue entonces cuando me di cuenta de que todas las contraventanas menos una del piso de abajo estaban cerradas. Mire por la ventana que estaba descubierta, pero, obviamente puesto que la luz solo penetraba por aquel hueco, la oscuridad impedia discernir nada -o casi nada: apenas si logre vislumbrar las cuatro patas de una silla-. Extranado, me pregunte a que podrian deberse aquel silencio y aquel abandono, y varias respuestas desfilaron por mi cabeza, entre ellas la acertada.
Mi excitacion disminuyo y entonces me invadio una terrible sensacion de cansancio que me obligo a tomar otro coche y dirigirme hacia mi casa.
Alli me di un bano y almorce en compania de una prima mia de veintiocho anos, hermosa e inteligente, recien llegada a Londres, que me habia estado esperando pacientemente y a la que yo habia invitado a comer una semana antes, habiendolo luego olvidado por completo. Constance, ese es su nombre, me noto intranquilo y agitado, y, solicita, me pregunto que me sucedia. Yo, entonces, cada vez mas nervioso, me levante de la mesa y busque el telefono de la senorita Bunnage en el listin. Llame, pero nadie respondio. Estaba ya dispuesto a llamar a la policia cuando Constance, visiblemente alarmada por mi estado y mi comportamiento, repitio su pregunta. Me sente de nuevo a la mesa y le conte, muy por encima, todo lo que habia ocurrido en los dos ultimos dias. Se mostro interesada por el relato y preocupada por la suerte de la senorita Bunnage y me propuso que volvieramos los dos hasta Finsbury Road y preguntaramos a los vecinos o esperaramos sentados en los escalones del portal hasta que la senorita Bunnage o su criada apareciesen. Yo, como no -agradecido por que hubiera sido ella y no yo quien hubiera tenido la ocurrencia, impidiendo con ello que yo la considerara ridicula o improcedente-, aplaudi su idea e inmediatamente los dos nos pusimos en marcha. Constance habia traido su coche y en pocos minutos nos encontramos ante la puerta verde oscuro de la damita.
Constance, mucho mas decidida que yo, llamo al timbre de la casa contigua, pero alli tampoco nadie salio a abrir, de modo que nos sentamos en los peldanos de acceso al numero cuatro y nos dispusimos a esperar. No tuvimos que hacerlo durante mucho tiempo, porque cuando llevabamos alli no mas de diez minutos vimos aparecer tres coches negros seguidos -la calle apenas si tiene trafico- que se detuvieron a nuestra altura, y de ellos descendieron unas doce personas, entre las que estaba la vieja criada de la senorita Bunnage. Mis sospechas se vieron confirmadas al observar que todos iban vestidos de gris o negro y estaban muy compungidos. La vieja criada, ayudada por dos hombres -sin duda los demas eran los vecinos ausentes-, se encamino hacia el lugar en que Constance y yo habiamos estado esperando. Nos pusimos en pie y yo, con gravedad, pregunte:
– ?Que ha ocurrido? ?Donde esta la senorita Bunnage? -y al ver que la criada no me reconocia, anadi-: ?No se acuerda usted de mi? Ayer estuve almorzando en esta casa.
La vieja criada me miro y parecio caer en la cuenta de quien era yo. La presencia de Constance debia de haberla desconcertado.
– Acabamos de enterrarla -respondio, y con un ademan pidio paso para entrar en la casa.
Constance y yo nos hicimos a un lado, pero antes de que la vieja criada desapareciera tras la puerta, le pregunte si la senorita Bunnage habia dejado algun mensaje para mi y dije mi nombre. Ella se volvio y respondio que no con la cabeza.
Los vecinos me explicaron que la senorita Bunnage estaba muy delicada del corazon y que durante la noche anterior habia sufrido un ataque que le habia provocado la muerte instantanea. Su testamento habia sido en favor de la vieja criada: ahora la casa, los cuadros, los muebles, los libros y algun dinero le pertenecian.
LIBRO OCTAVO
Pasaron dos anos, durante los cuales -quien sabe hasta que punto influyo en ello aquella tarde- me case con mi prima Constance y me fui a vivir, por cuestiones de trabajo, a los Estados Unidos. Poco a poco fui olvidando a la senorita Bunnage, al senor Holden Branshaw -o Hordern Bragshawe, nunca llegue a saberlo- y a
Aproximadamente dos anos despues de aquella tarde, como digo, mi esposa se vio obligada a trasladarse a Inglaterra para visitar a su padre, que estaba agonizando y deseaba verla antes de morir. Cuando regreso, entristecida pero contenta de volver a estar en casa y de reunirse nuevamente conmigo, me trajo un regalo: habia estado en el numero cuatro de Finsbury Road y habia conseguido comprarle a la vieja criada de la senorita Bunnage una carpeta llena de papeles que habia pertenecido a esta ultima y que aquella aun no habia vendido a los estudiosos que se interesaban por los trabajos criticos de la damita. Examine con interes el contenido de aquella carpeta, y entre muchas cartas, apuntes y comentarios de texto, encontre cuatro paginas desgastadas por