contestar:

– Significa lo que dice su texto. Supongo que lo habra leido. Y creo que no hay motivo para alterarse tanto.

Bayham desdoblo el papel y lo leyo en voz alta:

– «Estimado senor Bayham: le ruego que se reuna conmigo en las hamacas de popa tan pronto como le sea posible. Deseo conversar con usted acerca de un tema de gran importancia (al menos para mi la tiene): su reciente estancia en tierras escocesas. Espero que no tenga inconveniente en acceder a mi peticion. Creame que no la haria si la cuestion no fuera de vital importancia para mi -se lo repito una vez mas-. Atentamente, Victor Arledge.»

El novelista no pudo por menos de sonrojarse y dijo:

– No creo que fuera necesario leer eso en publico, senor Bayham, pero, ya que lo ha hecho, me parece que todos estaremos de acuerdo en que la nota es clara aunque el estilo no este muy cuidado.

– La nota es demasiado clara, senor Arledge, y por eso me choca. Creia que habiamos zanjado este asunto de una vez y para siempre en Alejandria.

– Usted lo zanjo, senor Bayham, no yo. Es una cuestion que me sigue interesando vivamente.

– ?Pero por que? -No sabria explicarselo, y aunque supiera creo que no podria hacerlo. Usted no lo entenderia. Conformemonos con decir que me sugirio una nueva novela. Tal vez esa respuesta le satisfaga, senor Bayham.

– Desde luego que no lo entiendo. No sabia que la curiosidad estuviera tan arraigada en usted y debo decirle que ello me sorprende desagradablemente.

– Tan arraigada esta, senor Bayham -le interrumpio Arledge.

– Cuando tuvimos aquel roce en Alejandria -prosiguio el pianista- me extrano su constancia, pero crei que todo habia quedado aclarado mientras veniamos hacia el velero, durante aquella conversacion que sostuvimos de camino hacia el puerto. Pero ahora me encuentro con que usted ha estado rumiando esta cuestion desde entonces. Es usted muy tenaz.

En aquellos momentos Arledge todavia conservaba su tibieza y su sentido del humor.

– Aunque su figuracion animal no me honra, senor Bayham -dijo-, reconozco que es la mas exacta de cuantas podria usted haber empleado y le felicito por ello.

– No es momento de hacer bromas, Arledge. Vuelvo a hacerle mi pregunta: ?que significa este mensaje?

– Significa que deseo que me diga la verdad -respondio entonces Arledge algo impacientado- acerca de lo que le sucedio a usted en Escocia tras haber sido secuestrado por tres hombres en un coche al que usted subio por su propia voluntad despues de haber interpretado, una noche, un brillante concierto para piano cuyo programa consistia en obras de Brahms y Clementi.

Bayham le miro estupefacto y entonces grito:

– ?Maldicion! Nunca hubo tal coche. El rostro de Victor Arledge se descompuso definitivamente al oir aquella exclamacion. Cogio a Bayham del faldon de su chaqueta y, permaneciendo aun sentado, lo atrajo hacia si.

– ?No hubo nunca tal coche? -repitio. ?Que quiere usted decir con eso?

Hugh Everett Bayham parecio darse cuenta de que habia hablado demasiado. Se zafo de Arledge con un violento manotazo y dijo:

– No he querido decir nada. Dejeme en paz. Arledge se levanto y volvio a cogerle, esta vez por las solapas de la chaqueta. Grito en un tono que era mezcla de ruego y exigencia:

– ?No, ahora tiene que decirmelo! ?Ahora tiene que contarmelo todo!

Bayham volvio a soltarse de la presion de las manos de Arledge y repuso:

– No le contare nada, senor Arledge. No tengo por que hacerlo. Mis asuntos son privados y solo a mi me conciernen. Olvide esa historia de una vez.

Pero Arledge, al parecer, habia perdido todo control sobre si mismo. No me atrevo a transcribir sus vehementes suplicas, pero, segun el relato del sobrino de Lederer Tourneur, fueron bochornosas. Imploro incansablemente; una y otra vez agarraba a Bayham y lo zarandeaba hasta que este se volvia a zafar: incluso lloriqueo. Sin duda Lederer Tourneur, un caballero tan sobrio y contenido, se sintio afectado por aquella escena y la reprobo desde el principio hasta el final. No quiso ver mas y, cogiendo del brazo a su esposa, se retiro silenciosamente. Mientras se alejaban aun pudo oir la voz de Hugh Everett Bayham que -seguramente al ver a Arledge en aquel estado de desesperacion y mas que otra cosa por temor a que hiciera alguna locura- accedia a contarle lo que realmente habia sucedido en Escocia: algo que para Lederer Tourneur no tenia el menor significado ni, por supuesto, el menor interes.

Nadie ha logrado averiguar hasta la fecha que le sucedio realmente a Hugh Everett Bayham en Escocia, pero lo que es indudable es que, fuera lo que fuese, defraudo a Victor Arledge. Si todo era una mentira y no solo fue el coche lo que nunca existio, si todo fue un invento de Bayham para justificar una ausencia injustificable, si se trato de una simple artimana para despertar los celos de su esposa Margaret Holloway y provocar la separacion, o si solo fue el coche lo que no existio pero la historia acababa alli donde Esmond Handl en su carta le habia puesto punto final, es algo que nunca sabremos o que por lo menos yo he sido incapaz de averiguar. Pero a veces pienso que poco importa y que en verdad, fuera lo que fuese, no mereceria ser contado.

A la manana siguiente Victor Arledge salio de su camarote a hora muy temprana. Su aspecto era mas saludable que durante los dias anteriores y su semblante rezumaba serenidad.

Se dirigio hacia los comedores y desayuno en compania de los demas pasajeros, que si bien no se mostraron cordiales con el, si le saludaron con cortesia -tal vez permitida gracias a la alegria que les invadio durante aquellos ultimos dias de crucero-. Paso el dia dedicado a las ocupaciones que hasta la muerte de Leonide Meffre habian sido las habituales en el y solo cruzo algunas palabras con Esmond y Clara Handl; pero no se esforzo, como habia venido haciendo hasta entonces, por evitar las miradas de reproche y los cuchicheos de los demas expedicionarios a su alrededor. Su conducta ya no volvio a experimentar ningun cambio durante el resto de la travesia: se mostro timidamente amable y parece ser que intento reconciliarse con algunos pasajeros, en especial con la senorita Cook, con el senor Lambert Littlefield y con el senor Beauvais. E incluso, en un verdadero acto de renuncia, pidio al senor Bayham y al doctor Bonington que le ensenaran a jugar a las cartas y paso toda una velada en su compania aprendiendo a distinguir los distintos valores de los naipes.

El capitan Eustace Seebohm se recupero definitivamente de su herida y se encontro con las fuerzas suficientes para volver a hacerse cargo del barco, y aunque ello reavivo el recuerdo del capitan Joseph Dunhill Kerrigan y del mal que habia hecho, los pasajeros del Tallahassee, demasiado contentos para sentir de nuevo irritacion, no se ensanaron en sus acometidas contra Victor Arledge y simplemente procuraron no sacar aquellos temas de conversacion que no eran gratos y no permanecer excesivos minutos en compania del novelista. Fordington-Lewthwaite retorno a su puesto de oficial sin recibir las felicitaciones de su superior, quien considero que su subordinado se habia inmiscuido en demasia en los asuntos privados de los pasajeros; con su afan por esclarecerlo todo, solo habia conseguido erigirse en causante de disgustos y lograr que el temor y el desasosiego reinaran a bordo del velero.

El destino del Tallahassee fue, evidentemente, Tanger, y el capitan Seebohm ni siquiera se vio obligado a tomar una decision al respecto: los mismos acontecimientos la tomaron. Bordeaba el Tallahassee la costa marroqui aun proxima a la que lindaba con Argelia cuando sonaron tiros procedentes de la orilla. Los viajeros y la tripulacion, alarmados, se echaron al suelo, pero el fuego siguio arreciando. Las maderas de la embarcacion empezaron a saltar hechas anicos y los botes, que, bien visibles, pendian de gruesas cuerdas, fueron agujereados por las balas. El capitan Seebohm, con sus prismaticos, no pudo discernir las indumentarias de los atacantes, que, penso, se hallaban refugiados tras unas dunas. Durante unos minutos, mientras algunos valientes marinos cumplian sus ordenes de trepar hasta la punta del palo mayor y desde alli tratar de averiguar la identidad de los que disparaban contra el velero, dudo entre dirigirse hacia la orilla y hacerles frente al mando de su inexperta -en cuestiones de lucha y abordaje- tripulacion o adentrarse en el mar hasta encontrarse fuera del alcance de las balas. Los marinos descendieron con la informacion de que desde las alturas no se veia ningun hombre y menos aun ningun hombre que estuviera disparando con un rifle de repeticion, como parecian ser las armas de los atacantes a juzgar por la cantidad de balas que llegaban hasta el Tallahassee. El panico empezo a cundir entre los pasajeros -muchos de los cuales se encontraban sobre cubierta en el momento de producirse la agresion y no habian tenido tiempo de esconderse

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