ausencia de sacerdotes, que se hallaban ocupados en preparar las ultimas procesiones. En el Monumento a los Heroes Eponimos, las cabezas se inclinaban con desgana para leer los bandos y las nuevas disposiciones. La situacion en Tebas se hallaba estacionaria. Se esperaba el regreso de Pelopidas, el general cadmeo exiliado. Agesilao, el rey espartano, era rechazado por casi toda la Helade. Ciudadanos: nuestro apoyo politico a Tebas es crucial para la estabilidad de… Pero, a juzgar por la expresion cansada de los que leian, nadie parecia opinar que hubiera algo «crucial» en aquel momento.
Dos hombres, que contemplaban absortos una de las tablillas, se dirigian pausadas palabras:
– Mira, Anfico, aqui dice que la patrulla destinada a exterminar a los lobos del Licabeto aun no esta completa: siguen necesitando voluntarios…
– Somos mas lentos y torpes que los espartanos…
– Es la molicie de la paz: ya ni siquiera nos apetece alistarnos para matar lobos…
Otro hombre contemplaba las tablillas con el mismo embrutecido interes que los demas. Por la expresion neutra de su rostro, adosado a una esferica y calva cabeza, hubierase dicho que sus pensamientos eran torpes o avanzaban despaciosos. Lo que le ocurria, sin embargo, era que apenas habia descansado en toda la noche. «Ya es hora de visitar al Descifrador», penso. Se alejo del Monumento y encauzo sus pasos lentamente hacia el barrio Escambonidai.
?Que ocurria con el dia?, se pregunto Diagoras. ?Por que parecia que todo se arrastraba a su alrededor con torpe y melifera lentitud? [65] El carro del sol estaba paralizado en el labrantio del cielo; el tiempo parecia hidromiel espesa; era como si las diosas de la Noche, la Aurora y la Manana se hubieran negado a transcurrir y permaneciesen quietas y unidas, fundiendo oscuridad y luz en un atascado color grisaceo. Diagoras se sentia lento y confuso, pero la ansiedad lo mantenia energico. La ansiedad era como un peso en el estomago, despuntaba en el lento sudor de sus manos, lo azuzaba como el tabano del ganado, obligandolo a avanzar sin pensar.
El trayecto hasta la casa de Heracles Pontor le parecio interminable como el recorrido de Maraton. El jardin habia enmudecido: solo la lenta cantilena de un cuco adornaba el silencio. Llamo a la puerta con fuertes golpes, aguardo, escucho unos pasos y, cuando la puerta se abrio, dijo:
– Quiero ver a Heracles Po…
La muchacha no era Ponsica. Su pelo, rizado y revuelto, se hallaba flotando libremente sobre la angulosa piel de su cabeza. No era hermosa, no exactamente hermosa, pero si rara, misteriosa, desafiante como un jeroglifico en una piedra: ojos claros como el cuarzo, que no parpadeaban; labios gruesos; un cuello delgado. El peplo apenas formaba
– Pasa, pasa, Diagoras -dijo Heracles Pontor asomando su cabeza por detras del hombro de la muchacha-. Estaba esperando a otra persona, y por eso…
– No quisiera molestarte… si estas ocupado -los ojos de Diagoras se dirigian alternativamente a Heracles y a la muchacha, como si esperasen una respuesta por parte de ambos.
– No me molestas. Vamos, entra -hubo un instante de torpe lentitud: la muchacha se hizo a un lado en silencio; Heracles la senalo-. Ya conoces a Yasintra… Ven. Hablaremos mejor en la terraza del huerto.
Diagoras siguio al Descifrador a traves de los oscuros pasillos;
– ?Ah, esa muchacha me ha ayudado mucho, aunque no te lo creas!
– Claro que me lo creo.
Heracles parecio sorprendido al comprender las sospechas de Diagoras.
– No es lo que imaginas, buen Diagoras, por favor… Permiteme contarte lo que ocurrio anoche, cuando regrese a casa tras haber completado satisfactoriamente todo mi trabajo…
Las coruscas sandalias de Selene ya habian llevado a la diosa mas alla de la mitad del surco celeste que labraba todas las noches, cuando Heracles llego a su casa y penetro en la oscuridad familiar de su jardin, bajo la espesura de las hojas de los arboles, que, plateadas por los efluvios frios de la luna, se meneaban en silencio sin perturbar el tenue descanso de las ateridas avecillas que dormitaban en las pesadas ramas, congregadas en los densos nidos… [66]
Entonces la vio: una sombra erguida entre los arboles, forjada en relieve por la luna. Se detuvo bruscamente. Lamento no tener la costumbre (en su oficio a veces era necesario) de llevar una daga bajo el manto.
Pero la silueta no se movia: era un volumen piramidal oscuro, de base amplia y quieta y cuspide redonda florecida de cabellos bordados en gris brillante.
– ?Quien eres? -pregunto el.
– Yo.
Una voz de hombre joven, quiza de efebo. Pero sus matices… La habia escuchado antes, de eso estaba seguro. La silueta dio un paso hacia el.
– ?Quien es «yo»?
– Yo.
– ?A quien buscas?
– A ti.
– Acercate mas, para que pueda verte.
– No.
El se sintio incomodo: le parecio que el desconocido tenia miedo y, al mismo tiempo, no lo tenia; que era peligroso y, a la vez, inocuo. Razono de inmediato que tal oposicion de cualidades era propia de una mujer. Pero… ?quien? Pudo advertir, de reojo, que un grupo de antorchas se aproximaba por la calle; sus integrantes cantaban con voces desafinadas. Quizas eran los supervivientes de alguna de las ultimas procesiones leneas, pues estos, en ocasiones, regresaban a sus casas contagiados por las canciones que habian escuchado o entonado durante el ritual, impelidos por la anarquica voluntad del vino.
– ?Te conozco?
– Si. No -dijo la silueta.
Aquella enigmatica respuesta fue -paradojicamente- la que le revelo por fin su identidad.
– ?Yasintra?
La silueta demoro un poco en responder. Las antorchas se acercaban, en efecto, pero no parecieron moverse durante todo aquel intervalo.
– Si.
– ?Que quieres?
– Ayuda.
Heracles decidio acercarse, y su pie derecho avanzo un paso. El canto de los grillos parecio desfallecer. Las llamas de las antorchas se movieron con la desidia de pesadas cortinas agitadas por la tremula mano de un viejo. El pie izquierdo de Heracles recorrio otro eleatico segmento. Los grillos reanudaron su canto. Las llamas de las antorchas mudaron imperceptiblemente de forma, como nubes. Heracles alzo el pie derecho. Los grillos enmudecieron. Las llamas rampaban, petrificadas. El pie descendio. Ya no existian sonidos. Las llamas estaban quietas. El pie se hallaba detenido sobre la hierba… [67]
Diagoras tenia la impresion de haber estado escuchando a Heracles durante largo tiempo.
– Le he ofrecido mi hospitalidad y he prometido ayudarla -explicaba Heracles-. Esta asustada, pues la han amenazado recientemente, y no sabia a quien acudir: nuestras leyes no son benevolas con las mujeres de su profesion, ya sabes.
– Pero ?quienes la han amenazado?
– Los mismos que la amenazaron antes de que hablaramos con ella, por eso huyo cuando nos vio. Pero no te