Oi un ruido aspero de algo llevado a rastras.

Podia ver el embarcadero enfrente. No estaba a mas de seis metros. Nade con mas ahinco. Tenia los pulmones a punto de reventar. Trague un poco de agua, tendi los brazos hacia delante, buscando con la mano a tientas en la oscuridad. Y la encontre. La escalera. Me agarre a ella y subi, sali del agua. El embarcadero estaba mojado del agua de Elizabeth. Mire hacia la cabana. Demasiado oscuro. No se veia nada.

– ?Elizabeth!

Algo parecido a un bate de beisbol me golpeo en el plexo solar. Los ojos casi se me saltaron de las orbitas. Me doble por la cintura, senti que me ahogaba. Me faltaba el aire. Otro golpe. Esta vez me dio en la parte superior del craneo. Oi un crujido dentro de la cabeza y tuve la sensacion de que me habian hundido un clavo en la sien a golpe de martillo. Me fallaron las piernas y cai de rodillas. Totalmente desorientado, me lleve las manos a los lados de la cabeza tratando de protegerla. El golpe siguiente, el final, me dio en plena cara.

Cai hacia atras de nuevo en el lago. Se me cerraron los ojos. Oi que Elizabeth volvia a gritar -esta vez lo que grito fue mi nombre- pero el sonido, todos los sonidos, se perdieron en un gorgoteo mientras me iba hundiendo en el agua.

1

Ocho anos despues

Otra chica estaba a punto de partirme el corazon.

Tenia los ojos castanos, el cabello ensortijado y una sonrisa toda dientes. Unos dientes sujetos con hierros. Tenia catorce anos y…

– ?Estas embarazada? -le pregunte.

– Si, doctor Beck.

Consegui no cerrar los ojos. No era la primera vez que visitaba a una adolescente embarazada, ni siquiera era la primera que veia aquel dia. Desde que habia terminado mi residencia en el vecino centro medico presbiteriano de Columbia, cinco anos atras, ejercia como pediatra en la clinica Washington Heights. La clinica presta servicios de medicina general a una poblacion con derecho a la asistencia publica sanitaria (lease: «pobre») y entre ellos figuraban los de obstetricia, medicina interna y, por supuesto, pediatria. Hay quien cree que esto me convierte en un benefactor, un medico de corazon blando. No se trata de eso. Me gusta mi profesion de pediatra, pero no particularmente ejercerla en un barrio residencial, con mamas que juegan al futbol y papas que se hacen la manicura. En fin, gente como yo.

– ?Y que piensas hacer? -le pregunte.

– Pues mire usted, doctor Beck, Terrell y yo estamos muy contentos.

– ?Que edad tiene Terrell?

– Dieciseis.

Levanto la vista y me miro contenta y feliz. Consegui de nuevo no cerrar los ojos.

Lo que me sorprende siempre, siempre, es que la mayor parte de estos embarazos no son accidentales. Esos ninos quieren tener ninos. La gente no lo entiende. Se habla mucho de control de natalidad y de abstinencia y son cosas que estan muy bien, pero el hecho es que todos esos chicos tienen companeros que han tenido hijos y todos saben que esos companeros suyos reciben todo tipo de atenciones, asi que, oye, Terrell, ?por que no nosotros?

– Me quiere -me dijo la nina de catorce anos.

– ?Se lo has dicho a tu madre?

– Todavia no -hizo un gesto evasivo y me miro casi como una nina de catorce anos, los que tenia-. He pensado que usted podria ayudarme a decirselo.

– Si, claro -asenti.

He aprendido a no juzgar. Escucho. Me pongo en el lugar del otro. Cuando era residente, soltaba sermones. Miraba a los demas desde arriba y me dignaba hacer participes a mis pacientes de mis ideas sobre lo destructivo que seria para ellos una determinada conducta. Hasta que una tarde fria de Manhattan tope con una muchacha de diecisiete anos, hastiada de la vida, que iba a tener un tercer hijo de un tercer padre y que, mirandome a los ojos, me solto una indiscutible verdad:

– Usted no sabe nada de mi vida.

Fue algo que me dejo sin habla. Por eso, ahora escucho. Ya no hago el papel de hombre-blanco-y-bueno, gracias a lo cual soy mejor medico. Lo que quiero ahora es ofrecer a esa nina de catorce anos y a su bebe los mejores cuidados posibles. No le dire que Terrell no seguira a su lado, que el futuro es consecuencia del pasado ni tampoco que, si es como la mayoria de pacientes que tengo en esa zona, antes de cumplir los veinte anos volvera a encontrarse por lo menos dos veces mas en la misma situacion.

Si uno piensa en ello, acaba volviendose tarumba.

Estuvimos hablando un rato o, para decirlo con mas exactitud, hablo ella y yo escuche. La sala de reconocimiento, anexa a mi despacho, tenia las dimensiones aproximadas de una celda carcelaria (debo decir que es un dato que no conozco por experiencia propia) y estaba pintada de color verde institucional, como los lavabos de las escuelas primarias. De la parte trasera de la puerta colgaba una de esas cartas para calibrar la agudeza visual donde hay que senalar la direccion a la que apuntan las letras E. Una de las paredes estaba salpicada de calcomanias descoloridas con dibujos de Walt Disney y ocupaba la otra un poster gigantesco con una piramide de alimentos. Mi paciente de catorce anos estaba sentada en una mesa de reconocimiento, protegida con el papel sanitario de un rollo del que tirabamos para renovarlo despues de cada paciente. Por alguna razon, la manera de desenrollar el papel me recordaba como envolvian los bocadillos del Carnegie Deli.

El radiador emanaba un calor sofocante, aunque era un artilugio imprescindible en un lugar donde era habitual que los ninos tuvieran que desnudarse. Llevaba mi indumentaria habitual de pediatra: pantalon vaquero, zapatillas de deporte Chuck Taylor, camisa con cuello de botones y una brillante corbata «Salvad la Infancia» que delataba a gritos el ano 1994. No llevaba bata blanca. En mi opinion, asusta a los ninos.

La nina de catorce anos -si, este es el limite de edad de mis pacientes- era, en realidad, una nina buena. Lo curioso del caso es que todas lo son. La envie a un ginecologo conocido. Despues, hable con su madre. Un hecho que no tenia nada de nuevo ni tampoco nada de sorprendente. Como ya he dicho, tengo que hacerlo casi todos los dias. Nos despedimos con un beso. Por encima del hombro de la nina, su madre y yo intercambiamos una mirada. Todos los dias veo aproximadamente a veinticinco madres que me traen a sus hijos. Al cabo de la semana podria contar con los dedos de una mano las que estan casadas.

Como he dicho antes, no juzgo. Solo observo.

Cuando se fueron, garrapatee unas notas en el historial de la nina. Eche una ojeada a varias paginas atras. La visitaba desde mis tiempos de residente, lo que significaba que habia empezado a visitarla a los ocho anos. Examine su grafica de crecimiento. Y la recorde a sus ocho anos, pense en el aspecto que tenia entonces. No habia cambiado mucho. Al final cerre los ojos y los restregue.

Homer Simpson me interrumpio gritando:

– ?Correo! ?Hay correo! ?Uh, uh!

Abri los ojos y me volvi hacia el monitor. Tenia en la pantalla a Homer Simpson tal como aparece en el programa de television Los Simpson. Alguien habia sustituido la monotona frase del ordenador: «Tiene correo» por el aviso de Homer. Me gustaba. Me gustaba mucho.

Estaba a punto de revisar mi correo electronico cuando el graznido del interfono detuvo mi mano. Una de las recepcionistas, Wanda, dijo:

– Usted… ejem… usted… ummm. ?Shauna al telefono!

Comprendi su turbacion. Le di las gracias y pulse el boton parpadeante.

– Hola, encanto.

– ?No te molestes porque estoy aqui! -exclamo su voz.

Shauna colgo su movil. Me levante y sali al pasillo justo en el momento en que Shauna hacia su entrada desde la calle. Siempre que Shauna entra en una habitacion parece que esta haciendo un favor a alguien. Shauna era modelo de tallas especiales, una de las pocas conocidas simplemente por su nombre de pila: Shauna. Como Cher o Fabio. Un metro ochenta y cinco y ochenta y seis kilos. Como es logico, era de las que hacia que la gente se

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