lenguaje si no quereis lamentar vuestras palabras.

El resto del camino hasta la playa fue un accidentado descenso a empellones, envites y zancadillas. Aquellos dos eran mala gente y se aprovechaban de la situacion. Quiza no fueran piratas, pero se comportaban como tales y, por ello, merecian todo mi desprecio.

A no mucho tardar me encontre frente al maestre, bajo el cobertizo, que estaba entretenido tanendo un bonito laud. No se digno levantar la cabeza cuando los dos brutos me tiraron de golpe sobre la arena, a sus pies.

– Mirad lo que hemos encontrado en el monte, senor Esteban -dijo uno.

El maestre parecio prestarme atencion al fin y dejo a un lado el instrumento. Era un anciano de edad considerable, cercano a los sesenta anos y me sorprendio mucho no solo que un hombre tan mayor aun estuviera vivo, sino que, ademas, se dedicara a marear por aquellos oceanos como si fuera joven. Se habia quitado el ropon escarlata y el chambergo negro y aparecia ataviado con una elegante camisa bermeja, unas cenidas calzas tostadas y botas de cuero.

– ?Por mis barbas que habeis hecho buena caza! -solto echandose a reir y supe que era el dueno de aquella voz grave que habia estado cantando villancicos toda la manana-. ?Es cristiano?

– Eso dice.

– ?Y espanol?

– Asi lo afirma, senor.

– Pues bien, hijo -anadio, dirigiendose a mi-, dame cuenta de quien eres, cual es tu gracia y tu linaje.

– Ni soy vuestro hijo ni os dare a conocer nada -repuse, enfadada, procurando que mi voz sonara viril. El trato que habia recibido de sus dos hombres me habia ofendido profundamente.

– Esta bien, esta bien… -musito, aplacando las risas-. Eres aun muy joven, sin duda. ?Podrias decirme, a lo menos, como has venido a dar a esta isla?

– No -rechace, bajando la mirada sin apercibirme, pues es obligacion que las doncellas recatadas miren al suelo cuando hablan con un hombre-. No os dire nada sin antes saber quien sois vos y que haceis aqui.

Mis dos captores, que permanecian de pie a mis espaldas, se rieron con gusto.

– ?Asi que tu me exiges a mi que yo me presente? -me interpelo el maestre, inclinandose en la silla para poner sus ojos muy cerca de los mios. Aquello me desconcerto. Era un caballero muy extrano y no solo por su avanzada edad: a pesar de que habia exclamado «por mis barbas», no tenia ni un solo pelo en las mejillas ni el menton, su nariz y sus ojos eran pequenos y afilados y su piel era del color de un datil maduro. Si aquel viejo era un hidalgo espanol, yo era el jovenzuelo por el que me estaban tomando-. Sea, muchacho. No tengo inconveniente en darte cuenta de lo que pides. Mi nombre es Esteban Nevares, hijo de Gaspar de Nevares, que llego a las Indias acompanando a don Cristobal Colon en su cuarto y ultimo viaje. Soy, por lo tanto, espanol criollo, es decir, subdito de Su Real Majestad Felipe el Tercero, nacido en estas tierras del imperio, y soy hijodalgo de posesion y propiedad por el linaje de mi padre, que procede de los montes de Leon, donde se halla la mejor nobleza castellana. Me precio de ser, por mas, el maestre de este hermoso jabeque, la Chacona, que estamos carenando en las aguas someras de esta rada a la que acudimos cuando pasamos por aqui para mercadear en los puertos espanoles de las islas y del continente, en esta nuestra patria de Tierra Firme. Soy, como ya habras supuesto, un honrado comerciante de trato que compra y vende sus abastos por todo el Caribe y tengo, ademas, tienda publica como mercader en el hermoso villorrio de Santa Marta.

No habia entendido nada de lo que habia declarado el anciano, excepto que era hidalgo y comerciante, cosas ambas de dificil combinacion, a lo menos en Espana, donde la mayoria de los hidalgos se cuidaba mucho de ejercer algun oficio de los considerados viles, los que podian menoscabar la honra.

– Y, ahora, dime, hijo… ?cuanto tiempo llevas aqui? -me pregunto.

– Salimos de Sevilla en octubre de mil y quinientos y noventa y ocho -explique-, a bordo de una galera que formaba parte de la flota del general Sancho Pardo, y nuestra nave fue atacada por piratas ingleses un mes despues, a la altura de las islas de Barlovento.

El maestre asentia mientras me escuchaba y, por lo que se dejaba adivinar en su cara, estaba haciendo sus propias cuentas del tiempo transcurrido.

– ?En que dia, mes y ano estamos, senor? -quise saber, sin levantar los ojos de la arena.

– Bueno, muchacho… -murmuro arqueando las cejas-, estamos a once dias del mes de febrero del ano mil y seiscientos.

?Casi cuatro meses mas de lo que yo habia calculado! A lo que parecia, mis marcas diarias en el arbol no habian sido todo lo diarias que yo creia. Asi que, en realidad, ya tenia diecisiete anos y medio. Era una mujer hecha y derecha, ademas de casada, y aquellos hombres me tomaban por un muchacho malcontento perdido en una isla. Y solo por llevar puestas las ropas de Martin.

– Ahora, si te place -siguio diciendo el maestre con gentileza-, ?serias tan amable de decirme tu gracia y tu linaje?

Me quede en suspenso, sin saber que hacer. ?Que le respondia, que era Catalina o que era Martin? Mi honra podia verse mancillada en aquel mismo momento si me daba a conocer como mujer, pues era bien sabido que los marineros que permanecian hacinados durante mucho tiempo en el mar no respetaban ni a viudas ni a ancianas.

– Me llamo Martin Solis, hijo legitimo de Pedro Solis, el espadero mas famoso de Toledo, y de su esposa, Jeronima Pascual, muertos ambos antes de emprender mi viaje hacia las Indias. Soy natural de la villa mentada y llegue a esta isla a bordo de una miserable embarcacion con la que consegui escapar de mi galera durante el ataque pirata.

La cara del maestre se habia ido ensombreciendo mientras yo hablaba y, al quedarme callada, su rostro mostraba un gesto de furia contenida que yo, temerosa, no acertaba a explicarme.

– ?Mientes, rufian! -vocifero poniendose en pie y golpeandose las botas con la vaina de su espada-. Te he tratado con benevolencia y tu me respondes con embustes y dobleces. No se quien eres pero, desde luego, mientes -y, diciendo esto, me sujeto la cara por la barbilla levantandola hacia el-. ?Donde esta el vello de tu rostro, muchacho?, pues, aparte de un poco en las sienes y algo mas entre las cejas, careces de el. ?No te parece extrano? Tu cabello es negro y lacio como el de los indios, y tu tez morena, jovenzuelo, indica claramente que eres mestizo, coyote o cuarteron. [10] Tampoco dice mucho en tu favor que, siendo varon, huyeras de tu galera durante un ataque pirata en lugar de luchar para defenderla, por nino que fueras, pues solo las mujeres quedan libres de esta obligacion. Cierto es que, a finales de mil y quinientos y noventa y ocho, arribo a Tierra Firme la flota de Los Galeones al mando del general Sancho Pardo, pero eso no confirma que tu viajaras en ella. Cierto tambien que, en esas fechas, navegaba por estas aguas de Barlovento el patache John of London, del capitan corsario Charles Leigh y que hubo asaltos a naves rezagadas de Los Galeones. -Se agacho con agilidad para recoger del suelo mi espada ropera y mi daga y las examino cuidadosamente-. Cierto, asimismo -siguio diciendo-, que estas hermosas armas llevan una O sobre una T en el interior del escudete, lo que asegura que proceden de Toledo y que, en los canales de las hojas, aparece el nombre de… -alejo el acero de sus ojos todo lo que le daba de si el brazo pero, como ni de este modo veia, saco unos anteojos de su faltriquera y se los ajusto en la nariz-, el nombre de un forjador llamado Pedro Solis.

Se quito las lentes y volvio a examinarme con atencion. Le vi poner un gesto suspicaz en la cara y reflexionar hondamente mientras daba vueltas a mi alrededor.

– Anton, Miguel -ordeno de pronto-. Regresad a las faenas del barco.

– ?Os dejamos a solas con el, senor Esteban? -se extrano uno de ellos.

– Tranquilos. No corro ningun peligro. Id.

Los hombres se alejaron por la playa en direccion a sus companeros, que seguian pasando el fuego por el casco del jabeque.

– Muy bien, senora… -me solto de repente el maestre con su voz grave, hincando una rodilla en la arena delante de mi-. ?Vais a contarme ahora la verdad?

Me quede de una pieza. ?Como habia sabido aquel anciano que yo era una mujer?

– ?Teneis documentos? -solicito.

– Arriba… En la cima del monte… -balbuci-. En mi casa. En un canuto de hojalata.

El maestre se incorporo. Puso las manos alrededor de la boca, a modo de bocina, y grito:

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