ninas», corno me habia dicho dona Barbara, mu- cho tiempo atras, con su voz de trueno.

Pero ahora que estaba aqui la curiosidad me resultaba insoportable. La calle se extendia ante mi, recta y corta, cayendo cuesta abajo; la zona de luz no abarcaba demasiado. Probablemente pudiera cruzar deprisa, como si fuera a cumplir algun recado, a buscar medicinas para mi abuela muerta, antes de que ninguno de esos hombres se fijara en mi. De hecho, y mientras pensaba en todo esto, un par de tipos habian entrado en la calle y pasado a mi lado, entre las sombras, sin siquiera echarme una ojeada. Eso acabo de decidirme: aprete los punos, tome aire y me lance a buen paso por la cuesta.

En cuatro zancadas alcance la zona iluminada y entre en ella como quien se zambulle en una piscina: casi me extrano que no se escuchara el ruido de las salpicaduras. Parpadee, cegada y aturdida por esa luz violeta extraordinaria, que aplastaba los rostros y los objetos y chupaba el color de las cosas. Era un aire livido y pesado; los movimientos, aqui dentro, pare- cian mas lentos, minuciosos e inacabables movimientos de video ralentizado o de pesadilla. Mire a mi alrededor: ojos vidriosos, un musculo que tiembla parsimoniosamente en una mejilla, un dedo que se alza en el aire muy despacio. No me veian los hombres de la Calle; todos estaban concentrados en mirar a los muros. Y en los muros habia unos ventanales fantasmales, grandes vidrieras resplandecientes que se abrian sobre pequenos cuartitos; y en cada cuartito habia una mujer que sonreia a los hombres del otro lado del cristal, o les hacia gestos, o les ignoraba, banada en la amoratada luz de los neones.

Algunas mujeres iban vestidas con tiras de plastico negro y muy brillante, tiras que se enredaban llenas de chinchetas en torno a la garganta, que se en- roscaban por las piernas como serpientes, que rodeaban los pechos, dejando el pezon fuera. Habia otras con camisas muy cortas, satinadas y de colores diversos, quiza rojas, verdes, amarillas; todos los tonos estaban saturados de ese fulgor violeta y eran rojos sombrios, verdes mortecinos, amarillos sucios. Se sentaban en silloncitos tapizados, o en sillas lacadas, o en taburetes; cruzaban las piernas y ensenaban las nalgas palidisimas. Una de las mujeres era el ser mas grueso que yo jamas habia visto. Tenia el pelo rubio con las raices negras, unos labios morados, una bata guateada que le quedaba chica. Sentada como estaba en el sofa, se abria la bata y dejaba asomar un pecho tembloroso, grande como una rueda. En su cuartito habia una lampara de pie con la pantalla a cuadros; una cocinita aseada y recogida; una chimenea de mentira con un gato de escayola; un calendario de pared con la foto de un perro y una nina; una mesa con una tostadora y algunas tazas, como si estuviera a mitad del desayuno. Pero las tazas estaban todas limpias. Separaba la giganta las piernas descomunales y al fondo del tunel de carne de sus muslos se veia una marana negra que ella se acariciaba. Rugia algun hombre a este lado del cristal, cercano a mi; y el so- nido reverberaba y se distorsionaba, como hacen los ruidos debajo del agua.

Tambien parecia distorsionarse la imagen de las cosas: la realidad que yo veia no era firme. Sudaban los hombres un sudor violeta, aunque no hacia calor; y mis pasos resonaban sobre el empedrado como si el suelo estuviera hueco. Habia muchos ventanales en ambas aceras; algunos estaban cerrados, con las cortinas echadas. Pero en los demas se pavoneaban todas esas mujeres, rubias y morenas, jovenes y viejas. Un aturdimiento de labios pintados, ropas llameantes, vellos enredados. Y tanta, tanta carne. Me parecio reconocer a alguna por debajo del grueso maquillaje: vecinas del Barrio a las que Chico subia cafe a media tarde. Pero no a la mujer grande, a esa no. Me toque la frente porque me sentia febril, pero mi piel estaba fria, un poco humeda.

Habia atravesado ya casi toda la calle cuando la Vi. Su cuartito estaba adornado con sedas orientales: unas telas tan bonitas, yo lo sabia, aunque aqui tenian un color maligno, purulento. Vestia un cinturon dorado, caido en las caderas, del que colgaba una cortina de cuentas de cristal; aparte de eso no llevaba nada. Lo primero que vi fue el bonito cinturon, y las sedas del fondo. Despues reconoci el tamano y el perfil. A?relai estaba sentada en una sillita diminuta, tenia las rodillas apretadas, las manos apoyadas en las rodillas. El cuerpo muy moreno y muy pequeno. Nunca la habia visto desnuda antes. Tenia pechos. Como los de Amanda, a ella si la habia visto, pero chiquititos. Unos pechos muy raros en un cuerpo de nina. Se levanto y apoyo un pie sobre la silla; se abrieron los hilos de cristales y asomo un triangulo de carne del color del bronce con una hendidura en la mitad. Era como yo, no tenia vello. El Buga me habia despreciado por ser tan pelona, pero ahora un hombre gordo que parecia estar algo borracho se arrimo a la ventana y lamio el cristal con su lengua rosa.

Entonces Airelai me vio: bajo la cabeza y descubrio mis ojos. Quise huir y no pude, tan fuerte me miraba. En ese momento llego un viejo todo calvo que aporreo una puerta que habia junto a la ventana. La enana se acerco y abrio. Del interior del cuartito salio una bocanada de aire tibio con olor a sandalo:

– Hoy no, Matias -dijo Airelai suavemente, Poniendo la mano en el pecho del hombre.

– ?Como que no? ?Y por que no? -dijo el con suspicacia.

– Mira, me han venido a visitar, yo no me lo esperaba, esta noche no puedo.

El viejo se volvio y me miro. Guino los ojos y se rio.

– ?Pero si sois dos! No sabia que habia otra. Mucho mejor, me quedo.

– ?No, Matias! No es como yo, fijate bien. Es una nina de verdad.

El viejo me volvio a mirar con expresion estupida. Fruncio las cejas, preocupado:,

– ?Si que lo es, si! Este no es sitio para ninas, Dulce… -reconvino a la enana.

– Lo se, lo se. Yo no sabia que iba a venir te lo aseguro.

El tipo resoplo y luego me palmeo la mejilla suavemente. Lo hizo con afabilidad, pero me dio asco.

– Muy bien, muy bien, me voy. ?Pero manana vuelvo!

– Claro, aqui estare esperando. -Buenas noches -murmuro el viejo, y se fue renqueando un poco calle abajo.

– Es un buen tipo -comento la enana-. Hemos tenido suerte. Pasa.

Me agarro del brazo y me hizo subir los escalones y entrar en el cuartito. Cerro la puerta tras de mi, echo la llave y corrio las cortinas inmediatamente. Se volvio hacia mi, cruzo los brazos sobre el pecho desnudo y sus ojos llamearon:

– Si te ven conmigo, me quitaran la licencia y es probable que me metan en la carcel. ?Que demonios estas haciendo aqui?

Nunca habia visto a la enana tan enfadada. Yo estaba mareada, sentia nauseas. Dentro del cuartito, con las cortinas echadas, el aire era de un color violeta incandescente, un aire venenoso e irrespirable. Quise hablar y escuche, ensordecedor, el zumbido electrico de los neones. Luego abri los ojos y estaba en el suelo, con la cara de la enana sobre mi.

– Te has desmayado -dijo Airelai con voz tranquila-. Pero no pasa nada. Ya estas bien.

Aun oia el bisbiseo del neon, aunque no tan fuerte.

– Esa luz… -me queje.

– Si, es horrible, ?verdad?

La enana encendio una lampara de mesa con pantalla de pergamino y luego apago los dos tubos fluorescentes. Subitamente el mundo parecio recobrar otra vez sus sombras y su peso especifico, la realidad material con la que siempre estuvo hecho. Me sente en el suelo, muy aliviada.

– Estoy mejor. Mucho mejor.

– Ven aqui. Despacio al levantarte. La enana se habia puesto una bata de seda color guinda y habia trepado a una cama llena de cojines que habia junto a la pared. Me sente junto a ella. Ella estaba muy seria y yo algo triste.

– ?Por que has venido? -pregunto.

Me encogi de hombros.

– No se.

– ?Me has seguido?

– No. No lo sabia.

– ?Que es lo que no sabias?

– Que esto era asi. Que tu estabas aqui.

– ?Que piensas que hago aqui?

La mire. Algo sucio, pense. Algo sucio y humedo y horrible. Como la lengua de aquel gordo.

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