pestillos torpemente, tardando mucho mas de lo necesario, mientras los golpes arreciaban en la madera. Yo, medio dormida aun, pense, no se por que, que al otro lado de la puerta habia un animal grande y salvaje; y que si lograba penetrar en la habitacion nos arrollaria. Pero Amanda ya habia terminado con los cerrojos; ahora abria la hoja y se hacia a un lado. Y yo sola y desnuda en esa cama inmensa.

Entro en la habitacion como un viento frio. Restallo el aire alrededor: no se si fue un avion o su mera presencia. El cuarto estaba aun en penumbra; el pasillo, fuertemente iluminado. Al principio lo unico que vi fue una silueta formidable y oscura recortada contra un fondo de fuego; y una mano que empunaba una vara, y el trueno en las alturas. Me tape la cara con la sabana; creo que chille, no estoy segura. Senti, en un instante de terror infinito, que alguien me agarraba de un hombro y me arrastraba fuera del embozo. Adivine ante mi, en el contraluz, una nariz ganchuda, unos ojos brillantes, un collar de frias perlas siseando entre encajes.

– Basta de tonterias -dijo una boca dura que parecia hecha para dar ordenes-. Aqui no te van a servir todas esas manas.

Sin embargo habia algo en su tono que me calmo un poco: un poder tan absoluto que no necesitaba hacerme dano. La mujer me escudrino en silencio durante unos instantes y lo que vio parecio complacerle. Entrecerro con placidez los ojos y su mirada quedo sepultada en un pozo de arrugas. Se acaricio las perlas: sonaron a mar, a agua entre guijarros.

– Yo soy dona Barbara. No te acordaras de mi. Yo soy tu abuela. De ahora en adelante estas a mi cargo y tendras que hacer todo lo que te diga. ?Me has entendido? Soy quien manda aqui.

Parecia esperar algo, de modo que me apresure a asentir con la cabeza. Ella volvio a mirarme con atencion y algo de mi volvio a gustarle. Eso fue un consuelo. Me levanto la barbilla con la mano, entrecerro aun mas los ojos, chasco la lengua.

– Cada dia te pareces mas a tu padre -dijo.

Y dio media vuelta y se marcho del cuarto. En aquella ocasion, en el primer encuentro, ni siquiera adverti la presencia de Segundo. Porque por entonces, antes de que tuviera la cicatriz, Segundo apenas si era visible cuando estaba junto a dona Barbara. Pero si vi a Chico, que se colo en la habitacion despues de que la vieja se fuera y se abrazo a su madre riendo y parloteando felizmente. Me extrano que Amanda tuviera un hijo, porque no me lo habia dicho; y creo que tambien me extrano que se hubiera separado de el, que no lo tuviera consigo la noche anterior. Pero del porque de esa separacion no me entere hasta mucho despues; fue una de las muchas cosas que Chico no me supo explicar aquella manana, cuando estabamos sentados en el bordillo, mientras se abrazaba las piernas flaquitas y me instruia en las reglas del Barrio. Que por lo demas eran sencillas: consistian sobre todo en conocer el lugar que uno ocupaba y en actuar en consecuencia.

Amanda me informo enseguida, nada mas aparecer Segundo y dona Barbara, que todavia faltaba por llegar la enana; y que por eso mi abuela se mostraba algo inquieta. La abuela tenia un gran calendario en la pared, con un dibujo un poco relamido de un mar azul oscuro y un camino de sol pintado sobre las aguas, y tachaba la fecha, todas las mananas, con trazo impaciente y un grueso lapiz rojo.

Le pregunte a Amanda que quien era la enana y ella no supo o quiza no quiso contestarme.

– Es una persona muy rara, y muy inteligente -se limito a decir.

Y cuando yo insistia me repetia lo mismo: -Ya lo veras. Ya la conoceras. Una mujer rarisima. Hasta que una de esas primeras noches, cuando ya nos habiamos quedado solos en nuestro cuarto (Chico y yo dormiamos juntos en un cuarto doble), el nino se acerco de puntillas y me propuso un trato:

– Tu me haces mi cama durante un mes y yo te enseno una cosa de la enana.

– ?Que es? -Unas hojas escritas. Una cosa muy buena. Es una ganga.

– Esta bien. Chico saco unos papeles de debajo de su colchon.

Luego, cuando estuve haciendole la cama durante todas esas semanas, pude comprobar que guardaba debajo del colchon un monton de objetos diversos: sus cochecitos metalicos mas preciados, una pequena carpeta azul de gomas llena de papeles, dos o tres hebillas de cinturon, un broche de mujer roto, un punado de botones brillantes. Pero aquella noche solo saco unas cuantas hojas amarillentas de dentro de la carpeta y me las tendio con gesto magnifico. Era una carta, una vieja carta escrita al parecer por la enana a un destinatario desconocido.

– Leela en voz alta -dijo Chico.

Porque el todavia no sabia leer y queria enterarse. De modo que nos sentamos en el suelo y pusimos la lampara sobre la alfombra, entre nosotros, para que no pudiera verse el resplandor desde el pasillo. Y lei entre susurros esa carta, que fue en realidad la primera historia que supe de Airelai, y que decia asi:

Querido mio:

Te echo tanto de menos que vivo con media imaginacion, con medio corazon, con la mitad de mis ideas y de mis sentimientos, como el borracho que esta a punto de perder la conciencia, a medias entre la vigilia y el desmayo, o como el agonizante con un pie en este mundo y el otro pie metido ya en la nada negra. Quiero decir que sin ti soy media persona, una autentica pizca, un cachito de carne y de nervios en punta anorando al ser que me completa. Por eso te escribo, aun sabiendo que nunca vas a poder leer estas lineas; las palabras crean mundos, y son capaces de crearme ahora, mientras te estoy escribiendo, la ilusion consoladora de tu presencia.

Una vez conoci a un hombre, no se si lo sabes, que fue mi maestro en el arte del habla. Esto sucedio hace mucho tiempo, siendo yo muy joven; y en un rincon remoto del Adriatico, en la frontera de lo que hoy es Albania. Un tiempo y un lugar mas favorables para el misterio, para la credulidad y para la magia, y no como aqui y ahora. Mi maestro era lo que hoy llamarian un charlatan de feria; pero entonces entretenia y ensenaba a las gentes, y las personas confiaban en el. Yo le servia de reclamo: llegabamos a las plazas del mercado y yo hacia unas cuantas cabriolas y daba dos o tres saltos mortales, porque en mi juventud fui una buena acrobata. El espectaculo atraia a los mirones y una vez reunido un buen corro de espectadores mi maestro empezaba con su arte. Era un narrador muy bueno: en cuanto abria la boca todo el mundo se quedaba prendido de sus palabras. Contaba historias dulces de muchachas enamoradas e historias crueles de caballeros ambiciosos; relatos muy antiguos que hombres y mujeres como el habian repetido siglo tras siglo, o cuentos que se inventaba sobre la marcha. Al final, despues de las historias, vendia algo. Raspaduras de tiza mezcladas con arena, que el decia que eran polvos de la luna y que, esparcidos por el umbral de la casa, servian para que no entrara la desgracia; o unas bonitas plumas de colores que pertenecian al ave fenix y que habia que colocar por las noches debajo de la almohada para evitar los malos suenos. Cuando sucedio lo que ahora te voy a contar estaba vendiendo unas sortijas. Teniamos muchas; se las habia hecho un artesano viejo, muy baratas, en una ciudad lejana. Eran unos anillos de bronce, con una piedra en-

gastada negra y mate. No eran ni bonitos ni buenos, pero la gente los pagaba como si lo fueran porque creia que se trataba de una piedra magica.

?Conoces la antigua leyenda de Carlomagno y el anillo embrujado? Esa era la historia que les contaba mi maestro antes de venderles las sortijas. Carlomagno, siendo ya muy viejo, se enamoro perdidamente de una muchacha campesina con la que se caso y a la que hizo su reina. Tanto la queria y tan deslumbrado estaba el anciano emperador que empezo a descuidar sus responsabilidades oficiales, emborronando asi una vida de dignidad y respeto. Entonces la muchacha murio subitamente; Carlomagno ordeno que la pusieran en una sala engalanada y se encerro con el cadaver dia y noche. El reino estaba abandonado; los subditos, atonitos. Alarmado por el exceso, y sospechando un maleficio, el arzobispo Turpin entro a la sala mortuoria y registro el cadaver con disimulo; y, en efecto, encontro y saco un anillo magico que habia debajo de la lengua de la muchacha. Carlomagno perdio al momento todo interes por la muerta, pero se enamoro arrobadamente del arzobispo. Turbado y escandalizado por la pasion del emperador el arzobispo arrojo el anillo al fondo del lago de Constanza. Y el anciano emperador se paso el resto de sus dias sentado en las humedas laderas y contemplando el lago. Es una historia triste, como ves; en ese lago encendido por los rayos mortecinos del sol poniente esta el retrato de los deseos, que nunca se alcanzan. Mi maestro contaba la leyenda muy bien: llore algunas tardes al escucharle. Y eso que aun no te habia conocido a ti, que eres mi lago.

Despues de hablar de Carlomagno mi maestro sacaba sus anillos. Era un hombre muy listo y sabia que una sortija demasiado poderosa infundiria espanto; no decia, por consiguiente, que sus anillos fueran como el del pobre emperador un iman de corazones y esperanzas. Explicaba que la sortija de Carlomagno y las que el vendia tenian la misma piedra, que era una roca partida por el rayo en noche sin luna; y que ese material irradiaba poder y poseia la energia de las centellas. Los hechiceros usaban esas piedras vivas para confeccionar anillos magicos que servian para un portento u otro, dependiendo del conjuro con que hubieran sido consagrados. Las sortijas de

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