El Zemalnit -el Zemalnit desposeido, se recordo- respiro hondo y controlo aquella crisis.

Al menos controlo los sintomas del cuerpo. Resultaba mas dificil interrumpir la reata de pensamientos que acudia a su mente.

Era la segunda vez que lo apartaban de la Espada de Fuego. La primera habia sido por la traicion de Agmadan, un personaje de quien cabia imaginar cualquier felonia.

Pero Ariel… ?Como iba a esperar que la pequena Ariel, la misma que le habia salvado la vida en las tierras salvajes de los inhumanos y le habia bordado el estandarte antes de la gran batalla, le robara el arma de los dioses?

Era cierto que Ariel poseia una ventaja sobre Agmadan. Por algun extrano hechizo, obra tal vez del herrero divino Tariman, la nina podia blandir la Espada de Fuego impunemente. Cualquier otro que intentara sacarla de la vaina se convertiria en un monton de cenizas. De modo que, quienquiera que hubiese convencido a Ariel para hurtarsela, no solo queria privar a Derguin de su arma. Tambien pretendia que Ariel la utilizase.

Derguin estaba seguro de quien era la inductora de tal fechoria: Ziyam, la flamante reina de las Atagairas, a la que no habia conseguido ver despues del robo. En cuanto al motivo, mucho se temia que aquella aniquilacion que contemplaban guardara alguna relacion directa o indirecta con la Espada de Fuego.

Lo cual, como Zemalnit, su legitimo propietario, lo convertia a el, de algun modo, en responsable de la destruccion de Narak.

El teron se poso en una roca y plego las enormes alas, apoyando las garras en la piedra. Aun dobladas, las alas se levantaban sobre su cabeza casi cinco metros, como las velas de un balandro. Sus pasajeros pusieron pie en tierra. Derguin abrio las musleras de la armadura y se masajeo las piernas y las caderas, doloridas de viajar a horcajadas durante horas.

Alli, en la parte central de la bahia, se extendia antes la playa de la Espina, asi como el paseo maritimo donde se montaban los tenderetes del gran mercado de Narak. Ahora tanto la playa como el paseo habian desaparecido, y solo quedaban cascotes abrasados contra los que se estrellaban las olas.

Derguin se volvio y levanto la mirada. A poca distancia se alzaba un farallon vertical, la pared exterior del templo de Manigulat, un santuario excavado en la roca. Alli habia antes un relieve pintado de mas de treinta metros de altura que representaba el combate del rey de los dioses contra su hermano, el rebelde Tubilok. De aquella magnifica obra no quedaba ni rastro, y la roca antano rojiza del fondo se veia ahora negra y surcada por profundas hendiduras, como aranazos de una bestia colosal.

Saltaron entre las rocas azotadas por la marea, salpicados por una espuma mas gris que blanca, sucia de cenizas, escorias y restos dificiles de identificar. Por fin llegaron a una zona donde al menos el suelo seguia siendo casi horizontal. Alli, entre la explanada y una ladera menos pronunciada que las demas paredes de la caldera, se extendia el populoso distrito del Nidal. Ahora no era mas que una escombrera. En muchas zonas la roca se habia fundido, adoptando formas caprichosas. Al ver algunas de ellas, Derguin no pudo dejar de pensar en deyecciones de vacas gigantes, una imagen incongruente entre tanta desolacion.

– Hay algunas que todavia estan al rojo -le dijo Mikhon Tiq, senalando unas piedras candentes y retorcidas que debieron ser las dovelas de un arco.

Apenas encontraron restos humanos ni animales. O los habitantes de Narak habian conseguido huir a tiempo o, como se temia Derguin, el fuego sobrenatural que habia arrasado la ciudad los habia reducido a vapor o a cenizas arrastradas por el viento.

– ?Ese islote estaba alli? -pregunto Mikha.

Su amigo senalo al centro de la bahia, usando la siniestra vara negra que le habia quitado al nigromante Ulma Tor. Derguin nego con la cabeza. Desde las alturas ya habia reparado en aquel cambio. Cuando Narak aun existia, alli las aguas eran de un azul intenso y la profundidad, segun las plomadas, superaba los quinientos metros. Pero ahora se veia un anillo de aguas mas claras, verdosas, y en su centro se levantaba una isla nueva. Tenia unos treinta metros de diametro y era de piedra negra, surcada por cicatrices rojas de las que se alzaban columnas de vapor. Roca fundida, habia pensado Derguin al verlas. En el centro de aquel islote se abria un gran boquete, un embudo aun mas negro que el basalto que la circundaba, como una cavidad conectada directamente con el oscuro corazon de Tramorea.

La brisa les trajo un olor a azufre y a ceniza tan intenso que Derguin tosio y tuvo que escupir para aclararse la garganta.

– Sospecho que lo que haya destruido Narak broto de esa isla -dijo Mikhon Tiq.

Y Derguin sospechaba que tenia que ver con Ariel y con la espada. O, mas bien, lo sabia. La noche anterior, mientras Mikhon Tiq invocaba al teron sobre una pena de los montes Crisios, el habia recibido una segunda vision de Zemal. Confusa y caotica, imposible de interpretar. Pero en ella habia fuego y poder desatado, ira y locura apenas contenidas. Y por un segundo habia visto el rostro de Ziyam, alumbrado por las llamas, con los ojos congelados en un gesto de puro terror.

?Que habeis hecho las dos? ?Que maldicion habeis despertado?

Derguin cerro los ojos, y durante un segundo vio de nuevo la pesadilla de su ninez. Las tres lunas que formaban un ojo triple en el cielo, un ojo que le prometia una implacable eternidad de frio y desnudez…

Derguin noto un roce en el hombro y dio un respingo.

– Mira arriba -le dijo Mikha.

Torcio el cuello para escudrinar las alturas. Faltaban un par de horas para el anochecer. Rimom deberia verse como una mancha azulada coronando el primer cuadrante de la boveda celeste, pero brillaba casi como si fuese de noche y en fase de plenitud. ?A que se debia aquel resplandor innatural?

El prodigio aun no habia terminado. El disco de Rimom siempre habia sido liso, como el de las otras dos lunas. Pero ante los ojos atonitos de ambos amigos, se formaron en su superficie unas lineas oscuras que en cuestion de segundos trazaron el dibujo de un rostro severo y barbudo.

– ?Que portento es este? -pregunto Derguin-. ?De quien es esa cara?

– Yo lo se. Ignoraba que lo sabia, pero lo se.

Derguin se volvio hacia Mikha. Su amigo habia hablado con voz inexpresiva y no parpadeaba.

– ?Que quieres decir?

Mikha pestaneo y salio de aquel breve trance.

– Soy un Kalagorinor, Derguin. Acuerdate de lo que nos dijo Linar: los Kalagorinor somos los que esperan a los dioses. Para esperarlos, debemos conocer sus rostros. Y ahora lo he recordado.

Derguin trago saliva. Quiza todos los que estaban mirando al cielo en ese preciso momento tenian la misma impresion, pero lo cierto es que le parecio que los ojos de aquel semblante dibujado en el firmamento lo miraban a el, para recordarle que no era mas que un insecto, un piojo pegado a la piel de Tramorea.

– ?Quien es?

– Esa cara que ves en la luna azul es la de Manigulat.

?Manigulat! El rey de los todopoderosos Yugaroi, el senor de los dioses.

Unas semanas antes, en su agonia, el hechicero conocido desde tiempos ancestrales como el Rey Gris le habia dicho a Derguin: «Yo vigilaba a los dioses. Ahora volveran. Yo se lo impedia. Los dioses vendran».

Y habia anadido algo mas, pues consideraba culpable de su muerte a Derguin.

«No sabes lo que has hecho.»

– ?Otro portento, Derguin! -exclamo Mikha, senalando hacia el norte.

En plena tarde, el cielo se lleno de luces, una lluvia de estrellas que se precipitaron desde las alturas y desaparecieron hacia el norte, a la derecha del promontorio del Morro, dejando durante unos segundos regueros incandescentes en el firmamento.

– Muchos creian que el fin del mundo seria el ano Mil -dijo Mikhon Tiq con voz grave-. Al parecer, los dioses decidieron concedernos dos anos de tregua. Pero ahora nuestro tiempo se agota.

Las estrellas fugaces eran algo mas que una senal. Mil seiscientos kilometros al norte, el fuego del cielo aniquilo a dos ejercitos que combatian bajo una ciudadela sitiada. Aunque ni Derguin ni Mikhon Tiq lo sabian todavia, la guerra contra los dioses ya habia comenzado.

Y en esa guerra Derguin Gorion poco podria hacer sin Zemal, la Espada de Fuego que habia empunado en la batalla de la Roca de Sangre y que habia perdido por una traicion inconcebible.

Traicion que habia sido provocada por amor. El amor que tres mujeres, cada una a su manera, sentian por el.

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