pudiera preguntar, dio las explicaciones posibles-: Quiza son muy racanos para pagar la factura del telefono o quiza tienen un telefonino registrado a nombre de otra persona.

A Brunetti le parecia inconcebible que, en la actualidad, alguien pudiera vivir sin telefono, especialmente, personas que se dedicaban a la compraventa de fincas y a prestar dinero, con los contactos con abogados, oficinas municipales y notarios que esas operaciones exigian. Ademas, nadie podia ser tan patologicamente espartano para no tener telefono.

Al encontrar cerrada una posible via de investigacion, Brunetti volvio su atencion a la pareja asesinada.

– Me gustaria que viera que puede encontrar acerca de Gino Zecchino.

Ella asintio. Ya conocia el nombre.

– Aun no sabemos quien era la chica -dijo Brunetti, y entonces se le ocurrio la posibilidad de que quiza nunca lo supieran, pero resistiendose a expresar ese pensamiento dijo tan solo-: Si encuentra algo, aviseme.

– Si, senor -dijo ella viendolo salir del despacho.

Una vez arriba, Brunetti decidio ampliar el alcance de la desinformacion que apareceria en los diarios de la manana siguiente y paso la hora y media siguiente hablando por telefono, consultando las paginas de la libretita y llamando a algun que otro amigo para pedirle los numeros de hombres y mujeres que vivian dentro y fuera de la ley. Con halagos, promesas de futuros favores y, a veces, con francas amenazas, convencio a varias personas para que, en sus medios respectivos, comentaran ampliamente el extrano caso del asesino condenado a una muerte lenta y horrible por el mordisco de su victima. En general, no habia esperanza, casi nunca existia una terapia eficaz, pero a veces, si el caso era tratado a tiempo con una tecnica experimental que se estaba perfeccionando en el Laboratorio de Inmunologia del Ospedale Civile y que se dispensaba en la sala de Urgencias, existia la posibilidad de detener la infeccion. De lo contrario, no habia escapatoria de la muerte, lo que decia el titular se cumpliria indefectiblemente, y la victima se vengaria con su dentellada letal.

Brunetti no tenia ni la menor idea de si su plan daria resultado, solo sabia que aquello era Venecia, la ciudad de los rumores, en la que un populacho sin sentido critico leia y creia, oia y creia.

Marco el numero de la centralita del hospital e iba a pedir por la oficina del director cuando cambio de idea y pregunto por el dottor Carraro, de Pronto Soccorso.

Finalmente, lo pusieron con el y Carraro practicamente ladro su apellido por el microfono; el era un hombre muy ocupado, peligraria la vida de sus pacientes si el tenia que ponerse al telefono para contestar las preguntas estupidas que fueran a hacerle.

– Ah, dottore -dijo Brunetti-, es un placer volver a hablar con usted.

– ?Con quien hablo? -La misma voz brusca y aspera.

– Con el comisario Brunetti -dijo el, y aguardo a que el nombre calara.

– Ah, si. Buenas tardes, comisario -dijo el medico con un perceptible cambio de tono.

En vista de que el medico no parecia dispuesto a continuar, Brunetti dijo:

– Dottore, me parece que estoy en condiciones de hacerle un favor. -Callo, para dar a Carraro la oportunidad de preguntar. Como el otro no la aprovechara, prosiguio-: Se da el caso de que debemos decidir si pasamos los resultados de nuestra investigacion al juez instructor. Bien, es decir -rectifico con una risita deliberada-, nosotros debemos dar nuestra recomendacion sobre si procede iniciar una investigacion criminal. Por negligencia culpable.

Al otro extremo, no se oia mas que la respiracion de Carraro.

– Desde luego, yo estoy convencido de que no es necesario. Siempre ocurren accidentes. El hombre hubiera muerto de todos modos. No creo que debamos crearle a usted dificultades ni hacer perder tiempo a la policia con una investigacion de la que no vamos a sacar nada.

Seguia el silencio.

– ?Me oye, dottore? -pregunto Brunetti afablemente.

– Si, si, le oigo -dijo Carraro con aquella voz nueva y mas suave.

– Bien. Sabia que se alegraria de oirlo.

– En efecto, me alegro.

– Aprovechando que esta al aparato -dijo Brunetti, consiguiendo que se notara que no acababa de ocurrirsele la idea-, me gustaria saber si querria hacerme un favor.

– Desde luego, comisario.

– Manana o dentro de un par de dias, quiza se presente en la sala de Urgencias un hombre con una herida en la mano o el brazo, producida por una mordedura. Probablemente, le dira que le ha mordido un perro o, quiza, su amiguita.

Carraro callaba.

– ?Me escucha, dottore? -pregunto Brunetti alzando bruscamente la voz.

– Si.

– Bien. En cuanto llegue ese hombre, quiero que llame usted a la questura, dottore. En el mismo instante -repitio, y dio el numero a Carraro-. Si usted se va, debera dejar las instrucciones oportunas a quien lo sustituya.

– ?Y que se supone que hemos de hacer con el mientras esperamos que lleguen ustedes? -pregunto Carraro de nuevo con su tono habitual.

– Retenerlo ahi, dottore, mentir e inventar una cura que dure hasta que lleguemos nosotros. Deben impedir que salga del hospital.

– ?Y si no podemos? -pregunto Carraro.

Brunetti estaba seguro de que Carraro lo obedeceria, pero le parecio conveniente mentir.

– Todavia tenemos la facultad de revisar los registros del hospital, dottore, y nuestra investigacion de las circunstancias de la muerte de Rossi no habra terminado hasta que yo lo diga. - Imprimio dureza en su voz al pronunciar la ultima, y falsa, afirmacion, hizo una pausa y agrego-: Bien, entonces confio en su colaboracion.

Dicho esto, no quedaba sino intercambiar banalidades y despedirse.

Brunetti se encontro entonces sin nada que hacer hasta que salieran los periodicos, a la manana siguiente. Al mismo tiempo, se sentia inquieto, una sensacion que siempre habia temido porque lo inducia a la audacia. Le era dificil resistirse al impulso de, por asi decir, meter al gato en el palomar, a fin de precipitar los acontecimientos. Bajo al despacho de la signorina Elettra.

Al verla con los codos en la mesa, la barbilla entre los punos y la mirada fija en un libro, pregunto:

– ?Interrumpo?

Ella levanto la mirada, sonrio y rechazo la sola idea con un movimiento de la cabeza.

– ?Es usted duena del apartamento en que vive, signorina?

Acostumbrada como estaba a las ocasionales excentricidades de Brunetti, ella no mostro curiosidad:

– Si -respondio unicamente, dejando que el se explicara, si lo consideraba oportuno.

Brunetti, que se habia tomado tiempo para pensar, dijo:

– De todos modos, no creo que eso importe.

– Me importa a mi, comisario, y mucho.

– Ah, si, por supuesto -dijo el, advirtiendo la confusion a que se prestaban sus palabras-. Signorina, si no tiene mucho trabajo, me gustaria que hiciera algo por mi.

Ella alargo la mano hacia el bloc y el lapiz, pero el la detuvo.

– No -dijo-. Deseo que vaya a hablar con una persona.

Brunetti tuvo que esperar mas de dos horas a que la signorina Elettra volviera de la calle. A su regreso a la questura, subio directamente al despacho del comisario. Entro sin llamar y se acerco a la mesa.

– Ah, signorina -dijo el invitandola a tomar asiento y se sento a su lado, expectante pero en silencio.

– Usted no acostumbra a hacerme un regalo en Navidad, ?verdad, comisario?

– No. ?Habre de hacerlo a partir de ahora?

– Si, senor -dijo ella con enfasis-. Espero una docena, no, dos docenas de rosas blancas de Biancat y, pongamos, una caja de prosecco.

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