Anne Holt

La Diosa Ciega

Hanne Wilhemsen 1

Blind Gudinne 1993

Estaba muerto. Definitivamente y mas alla de cualquier duda. Se dio cuenta enseguida. Mas tarde no supo explicar con exactitud aquella absoluta certeza. Tal vez fuera la forma en que yacia, con la cara enterrada en la hojarasca putrefacta del suelo y un excremento de perro pegado a la oreja.

La mujer giro suavemente el cuerpo. La cara habia desaparecido. Era imposible distinguir lo que alguna vez habia sido una persona, una identidad. El torax era el de un hombre, atravesado por tres balazos. Se volvio rapidamente y sintio fuertes nauseas, sin mas consecuencia que un sabor agridulce en la boca y un doloroso espasmo en el diafragma. El cadaver, al soltarlo, habia vuelto a caer bocabajo. Se percato demasiado tarde de que habia desplazado el cuerpo lo justo como para que la cabeza tocara los excrementos, que ahora se deshacian en el empapado pelo rubio oscuro. Cuando se dio cuenta, vomito. Como un gesto desdenoso de un vivo hacia un muerto, este se vio rodado con masa estomacal de color tomate. Los guisantes sin digerir de la cena permanecieron sobre la espalda del muerto como venenosos puntitos verdes.

Karen Borg echo a correr. Llamo al perro y lo ato a la correa que siempre llevaba encima, aunque mas por apariencia. El perro corrio exaltado a su lado hasta que se dio cuenta de que su ama sollozaba, luego contribuyo al coro funebre con angustiados aullidos y gemidos.

Corrieron, corrieron y corrieron.

Lunes, 28 de septiembre

Con miradas retrospectivas

La jefatura de Policia de Oslo, calle Gronland, numero 44. Una direccion sin historia; no como la de la calle Moller numero 19, y lejos de Victoria Terrasse. Calle Gronland, 44, sonaba a cansino, gris y moderno, con un regusto a ineptitud publica y conflictos internos. Grande y ligeramente inclinada, como si no hubiese podido aguantar las rafagas de viento, la comisaria estaba encajonada entre la capilla y la carcel. A sus espaldas, una asolada aglomeracion de casitas se extendia sobre la loma Enerhaugen y, por delante, solo un enorme cesped la protegia del barrio con mas trafico y mas contaminado de la ciudad. La entrada, que era escueta, poco acogedora y demasiado pequena en relacion con la fachada de doscientos metros de largo, estaba constrenida y de traves, casi escondida, como para dificultar el acceso e imposibilitar la huida.

A las nueve y media de la manana del lunes, la abogada Karen Borg llego a pie y subio la cuesta adoquinada hacia las puertas de entrada, que era lo bastante larga como para que llegara con la espalda sudada. Llego a la conclusion de que el repecho era deliberado: todo el mundo entra en la jefatura de Oslo con la ropa humeda.

Empujo las pesadas puertas metalicas y paso al vestibulo. Si no hubiera tenido tanta prisa, se habria fijado en la frontera invisible que cruzaba la sala. En la parte luminosa de la inmensa estancia, los noruegos con fiebre viajera esperaban su certificado rojo de nacionalidad. Hacia el norte, agolpados bajo la galeria, se hallaba la gente de piel oscura, inquieta y con las manos sudorosas tras largas horas de espera ante los verdugos de la Policia de extranjeria.

Karen Borg llegaba un poco tarde. Echo una mirada hacia arriba, a las galerias que remataban las paredes. A un lado, las puertas eran azules, y el suelo, de linoleo; al otro, hacia el sur, puertas amarillas. Hacia el oeste, se esfumaban dos agujeros, uno rojo y otro verde. La amplisima sala se alzaba a lo largo de siete plantas de altura. Mas tarde comprobaria que era un derroche de espacio excesivo: los despachos eran minusculos. Cuando se familiarizara con la casa, se enteraria de que las zonas mas importantes se encuentran en la septima planta, donde estan el despacho del comisario principal de la Policia y el comedor. Y por encima de estos, imperceptible desde el vestibulo como el Senor en las alturas, anidaba la Brigada de Informacion.

«Como en una guarderia», penso Karen cuando se fijo en los codigos de colores. «Como para asegurarse de que cada uno encuentra su sitio.»

Tenia que subir a la tercera planta, zona azul. Los tres ascensores con puertas metalicas habian tomado simultaneamente la decision de obligarla a subir por las escaleras. Tras constatar, al cabo de cuatro minutos, que el puntito luminoso a un lado de la puerta ascendia y descendia sin acercarse nunca al numero uno, se dejo convencer y subio andando.

El numero de cuatro cifras del despacho estaba garabateado en un papelito. Fue facil encontrarlo. La puerta azul estaba cubierta de pegatinas que alguien habia intentado despegar, pero Mickey y el pato Donald se habian opuesto obstinadamente a la exterminacion y la miraban sonrientes, sin piernas y con medias caras. Habria quedado mejor si las hubieran dejado en paz. Karen llamo a la puerta, recibio respuesta y entro.

Hakon Sand no tenia buena cara. La habitacion olia a after shave; sobre una silla, la unica del cuarto aparte de la que ocupaba el propio Sand, habia una toalla humeda. Observo que tenia el pelo mojado.

Sand agarro la toalla, la tiro en un rincon e invito a la mujer a sentarse. El asiento estaba humedo, pero ella se sento.

Hakon Sand y Karen Borg eran viejos amigos que nunca se veian. Intercambiaron algunas frases vacias como «que tal estas», «hace demasiado tiempo que no nos vemos», «tenemos que comer juntos algun dia», un ejercicio de reiteraciones llevado a cabo durante encuentros casuales, tal vez en la calle o en casa de amigos comunes que eran mas constantes que ellos a la hora de cuidar las amistades.

– Que bien que hayas venido. Me alegro -dijo de repente. No lo parecia. La sonrisa de bienvenida le quedo arrugada y marchita, forzada tras veinticuatro horas de trabajo-. El tipo se niega a hablar. Solo repite una y otra vez que te quiere a ti como abogada.

Karen habia encendido un cigarrillo. Desafiando todas las advertencias, fumaba Prince en su version original, la que dice «Ahora yo tambien fumo Prince», con el maximo nivel de nicotina y alquitran, etiqueta roja, rojisima, con una advertencia aterradora de las autoridades sanitarias. Nadie le pedia un cigarro a Karen Borg.

– Deberia ser facil hacerle entender que es imposible. En primer lugar, de alguna forma soy testigo del caso, pues encontre el cadaver. Y en segundo lugar, yo ya no se nada de derecho penal. No lo he tocado desde que me examine hace siete anos.

– Ocho -rectifico el-. Hace ocho anos que nos examinamos. Fuiste la tercera de una promocion de ciento catorce. Yo acabe el quinto por la cola. Claro que sabes de derecho penal, si quieres.

Estaba irritado, cosa que se contagiaba. De repente, Karen volvio a sentir la tension que solia surgir entre ellos en sus tiempos de estudiantes. Sus siempre excelentes resultados contrastaban con la arrastrante cojera academica de su companero en una licenciatura que nunca hubiese obtenido de no ser por ella. Lo habia arrastrado, amenazado y tentado a traves de los estudios, como si su propio exito le resultara mas llevadero con una cruz a la espalda. Por alguna razon que nunca llegaron a entender, tal vez porque nunca lo hablaron, ambos sentian que era «ella» la que estaba en deuda con el y no al reves. Desde entonces, siempre le habia fastidiado esa sensacion de deberle algo. Nadie entendia por que habian sido como una y carne durante los estudios. Nunca fueron novios, ni siquiera un morreo estando bebidos, simplemente eran amigos inseparables, una pareja embroncada pero siempre con un cuidado reciproco que los hacia invulnerables a las profundas trampas que deparaba la vida estudiantil.

– Y en cuanto a tu condicion de testigo, si te soy sincero, en estos momentos me importa una mierda. Lo mas importante es que el tipo empiece a hablar. Es evidente que no lo va a hacer hasta que te tenga a ti como abogada defensora. Podemos volver a la cosa esa de que seas testigo cuando se le ocurra a alguien, pero para eso falta mucho.

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