haber reproducido ante su amigo la escena en la que acababa de enfrentarse a Anielka, anadio:
—Ya no soporto la idea de verla a sus anchas en esa habitacion, a medio camino entre el retrato de mi madre y el de tia Felicia. Desde que he vuelto, tengo la impresion de que sus miradas se han vuelto acusadoras.
—?No se obsesione con esa clase de ideas, Aldo! Es usted victima, y solo victima, de un lamentable encadenamiento de circunstancias, pero, alli donde estan, esas nobles damas saben muy bien que usted no tiene la culpa.
—?Usted cree? Si no hubiera hecho de estupido paladin en los jardines de Wilanow y en el
—Estaba enamorado: eso lo explica todo. Y ahora, ?como piensa salir de esta?
—No lo se muy bien. Me limitare a esperar el resultado de mi proceso en Roma. Cada dia trae su afan, y ahora me gustaria ocuparme del rubi de Juana la Loca. Es mucho mas apasionante que mis asuntos intimos… y sobre todo menos sordido.
—?Ha recibido noticias de Simon Aronov?
—Es Adalbert quien tendria que recibirlas, y aun no ha dado senales de vida.
Como si el hecho de mencionarlo lo hubiera atraido, una carta del arqueologo esperaba al dia siguiente sobre el escritorio de Morosini. Una carta que al destinatario le parecio inquietante. El propio Vidal-Pellicorne no ocultaba su preocupacion. Y con razon: siempre mantenian la correspondencia con el Cojo a traves de un banco zuriques, lo que garantizaba la impersonalidad de las relaciones; el correo titular de determinado numero era transmitido hacia uno y otro lado mediante un anonimo, para entera satisfaccion de todo el mundo. Pero la ultima carta que los dos amigos habian enviado desde Paris acababa de regresar a la calle Jouffroy, acompanada de unas palabras del «transmisor» que por una vez llevaban una firma legible: la de un tal Hans Wurmli. Este decia que las ultimas ordenes indicaban interrumpir momentaneamente la correspondencia; en otras palabras, Aronov, por una razon que solo el sabia, no queria ni recibir ni enviar ninguna carta. Adalbert terminaba diciendo que deseaba ver a Aldo a fin de hablar sin tener que utilizar el telefono.
—?Sera posible? ?Pues no tiene mas que venir! —refunfuno Morosini—. El dispone de tiempo libre, y yo no puedo abandonar mis negocios un dia si y otro tambien.
Precisamente tenia uno entre manos al que debia dedicar el dia, asi que pospuso para mas tarde el analisis del problema. Habria telefoneado a Adalbert, pero espiar las comunicaciones, sobre todo las internacionales, era uno de los pasatiempos favoritos de los fascistas. Adalbert lo sabia, y esa era la razon por la que habia decidido escribir.
Sin lograr apartar de la mente esta nueva preocupacion, Aldo se dirigio al hotel Danieli, donde estaba citado con una gran dama rusa, la princesa Lobanov, que, como muchas de su clase, tenia dificultades economicas. Dificultades que podian multiplicarse hasta el infinito ya que a la dama en cuestion le gustaba el juego. Como detestaba aprovecharse de los apuros de los demas, sobre todo tratandose de una mujer, el principe anticuario contaba con pagar un precio elevado por unas joyas que quiza le costaria bastante vender incluso obteniendo un beneficio modesto.
Esta vez, sin embargo, no lamento la visita: le ofrecieron un prendedor de diamantes que habia pertenecido a la esposa de Pedro el Grande, la emperatriz Catalina I. Quizas hubiera sido sirvienta de un pastor de Magdeburgo, pero esa soberana, mas acostumbrada en su juventud a las tabernas que a los salones, sabia reconocer las piedras hermosas, y las escasas joyas suyas que seguian en circulacion eran, en general, de una calidad poco comun.
Consciente de con quien trataba, la gran dama rusa aventuro un precio, elevado pero bastante razonable, que Morosini no discutio: saco su talonario de cheques, escribio la suma requerida y acepto la taza de te negro, puro zumo de samovar, que le ofrecian para sellar el trato.
En general, el te no le gustaba mucho, pero este preparado «al estilo ruso» todavia menos. Asi pues, mientras salia del hotel pensaba en ir a la vecina Piazza San Marco para tomar en el cafe Florian algo mas civilizado. Bajo la gran escalera gotica y, cuando se dirigia a la puerta de salida, alguien lo abordo.
—Le ruego que me disculpe. ?Es usted el principe Morosini?
—En efecto… Es un placer inesperado verlo en Venecia, baron.
Habia reconocido de inmediato a ese hombre de unos cuarenta anos, delgado, rubio y elegante, cuya sonrisa poseia un indudable encanto: el baron Louis de Rothschild, cuyo palacio de la Prinz Eugenstrasse de Viena habia visitado un dia del ano anterior [14] para ver al baron Palmer, uno de los heteronimos de Simon Aronov.
—Estaba cruzando el Adriatico y no acababa de decidirme a venir a verlo cuando mi yate ha resuelto mis dudas averiandose. Lo he dejado en Ancona y aqui estoy. ?Puede dedicarme un momento?
—Por supuesto. ?Quiere venir a mi casa… o prefiere quedarse aqui, donde supongo que se aloja.
—Si no nos hubieramos encontrado, habria ido al palacio Morosini, pero ?esta seguro de las personas de su entorno? Tengo que decirle cosas bastante graves.
—No —respondio Aldo pensando en la curiosidad permanentemente despierta, en la indiscrecion incluso, de Anielka—. Quiza seria preferible quedarse aqui. No faltan lugares tranquilos.
—Desconfio un poco de esos lugares donde se esta solo en una estancia vacia y que, por lo tanto, obligan a bajar la voz, lo que acaba por llamar la atencion. En medio de una multitud es donde se esta mas aislado.
—Yo pensaba ir al Florian a tomar un cafe. Alli tendra toda la multitud que quiera —dijo Aldo con su imperceptible sonrisa burlona.
—?Por que no?
Los dos hombres, a quienes los botones saludaron, se dirigieron al local, que era en si mismo una verdadera institucion. La tarde tocaba a su fin y la terraza estaba llena, pero el director, que conocia a su clientela, enseguida se fijo en esos clientes excepcionales y les envio a un camarero, que les encontro rapidamente una mesa a la sombra de las arcadas y pegada a los grandes ventanales de cristal grabado, garantizandoles asi cierta tranquilidad. Aldo habia saludado sin detenerse a varias personas, entre ellas la insistente marquesa Casati, pero, gracias a Dios, esta, acompanada del pintor Van Dongen, su amante desde hacia tiempo, se pavoneaba en medio de una especie de cenaculo ruidoso en el que habria sido muy dificil encontrar sitio. Aldo fue obsequiado con una amplia sonrisa acompanada de un gesto de la mano, respondio con una cortes inclinacion del busto y se felicito