tiernamente cenia las curvas de un cuerpo juvenil tan arrebatador como el rostro! Habia vuelto a verla dos veces: en Varsovia, donde habian recuperado por una noche las locas delicias de otros tiempos, y en la boda de Eric Ferrais con Anielka Solmanska. En aquella ocasion, Aldo no habia sucumbido al poder de su encanto. Aunque unicamente porque era prisionero del de la bonita polaca. Esa noche no podia evitar pensar que se parecian de un modo peculiar.
Al igual que Anielka, Dianora seguia la nueva moda, al menos en su forma de vestir, pues habia conservado intacta su magnifica cabellera de seda clara (?quiza para no disgustar a un marido tan fastuoso?). El fino vestido de punto, de un gris azulado, mostraba hasta por encima de las rodillas unas piernas perfectas y permitia adivinar la gracia del cuerpo, todavia delgado y libre de trabas, que cubria. En ese momento, la joven pasaba un brazo por debajo del de su esposo dirigiendole una mirada de tierna suplica. En cuanto a el, si un rostro habia expresado alguna vez la pasion, era el de ese hombre de aspecto tan severo y frio. Quiza todavia quedaba una carta por jugar.
—Sea razonable, senora —dijo Morosini con suavidad—. ?Que marido enamorado podria aceptar con agrado ver a la mujer que ama en peligro? Y ese sera su caso si se obstina en conservar esa terrible piedra.
Ella, todavia del brazo de Kledermann y con la mirada perdida en la suya, se encogio de hombros.
—?No importa! Mi esposo es lo bastante fuerte, poderoso y rico para protegerme de cualquier peligro. Esta perdiendo el tiempo, querido Morosini. Jamas, ?lo oye?, jamas le devolvere esa joya. Estoy segura de que para mi sera un verdadero talisman de felicidad.
—De acuerdo. Usted acaba de ganar esta batalla, senora, pero yo no pierdo la esperanza de ganar la guerra. Quedese el rubi, pero, se lo suplico, reflexione. No tengo por costumbre asustar a la gente, pero debe saber que conservandolo lo que va a atraer es la desgracia. Le deseo buenas noches… No, no me acompane —anadio, dirigiendose a Kledermann—. Conozco el camino y voy a volver al hotel a pie.
Kledermann se echo a reir y, soltando a su mujer, se acerco a su invitado rebelde.
—?Sabe que esta a unos cuantos kilometros? Y los zapatos de charol no son precisamente el calzado mas comodo para andar tanto. No sea mal perdedor, querido principe, y permita que mi chofer lo acompane. O, si no, dejeme prestarle unos botines.
—?Esta decidido a no dejarme tomar la iniciativa en nada esta noche? —dijo Aldo con una sonrisa que no hizo extensiva a Dianora—. Acepto el coche. Escogeria los botines, pero temo la mirada reprobadora del recepcionista del Baur.
Habia parado de llover cuando el largo coche se deslizo sobre el jardin mojado. El cielo se aclaraba, pero una humedad fria subia de las aguas negras del lago y toda la carretera que llevaba hacia el centro de la ciudad estaba llena de grandes charcos en los que temblaba la luz invertida de las farolas. Ya era tarde y, con el mal tiempo que hacia, las calles estaban desiertas. Pese a su brillante iluminacion, Zurich estaba triste esa noche y Aldo dedico un pensamiento de agradecimiento a Kledermann: un largo paseo por ese desierto chorreante no habria resultado nada agradable. En el fondo, estaria igual de bien en la cama para pensar en el problema tal como lo planteaba ahora el matrimonio Kledermann. No tenia ni idea de como iba a poder solucionarlo. Ni siquiera con la ayuda de Adalbert. Como no cometieran un robo en toda regla en el palacio Kledermann…
Seguia dandole vueltas al asunto cuando se adentro en el ancho pasillo cubierto de gruesa moqueta que conducia a su habitacion. Al llegar ante la puerta, metio la llave en la cerradura… y olvido sus preocupaciones: un golpe en la nuca, y se desplomo como una prenda tirada sobre la mullida alfombra, que amortiguo el ruido de su caida.
Cuando se desperto, estaba acostado en una estrecha cama metalica, en un cuarto tan tristemente amueblado que un trapense no lo habria querido. Una lampara de petroleo sobre una mesa iluminaba unas paredes agrietadas y mugrientas. Al principio creyo que estaba sufriendo una pesadilla, pero su boca pastosa y su craneo dolorido abogaban por una desagradable realidad, sin que lograra comprender que era lo que le pasaba. Sus pensamientos, al ir ordenandose, fueron devolviendole poco a poco sus ultimos gestos conscientes: se veia ante la puerta de su habitacion, metiendo la llave en la cerradura. Despues, un agujero negro. La pregunta, entonces, era la siguiente: ?como habia podido pasar de los pasillos de un hotel internacional a esa cueva de mala muerte? ?Era siquiera concebible que sus agresores hubieran conseguido, incluso en plena noche, sacarlo de alli y llevarlo a otra parte?
Y otra cosa mas curiosa aun: podia moverse libremente, no lo habian atado. Asi que se levanto y se acerco a la unica ventana, estrecha y protegida por postigos firmemente atrancados. En cuanto a la puerta, aunque vetusta, estaba provista de una cerradura nueva contra la que Aldo se declaro impotente. El no poseia las habilidades de su amigo Adalbert y lo lamento.
—Si algun dia volvemos a vernos, le pedire que me de unas clases —mascullo, tendiendose de nuevo sobre el colchon desnudo, que parecia relleno de piedras—. Antes o despues vendra alguien, y mientras tanto vale mas que me tome las cosas con calma.
No espero mucho. Al cabo de diez minutos por su reloj —no le habian quitado nada—, la puerta se abrio para dejar paso a una especie de batracio cuyo parecido con un sapo, salvo por las pustulas, era impresionante. Lo seguia un hombre cuya vision arranco al prisionero una exclamacion de sorpresa. Se trataba de un personaje que jamas hubiera creido que volveria a ver en esta vida, por la sencilla razon de que suponia que estaba en una carcel francesa o en Sing-Sing despues de haber sido debidamente extraditado: Ulrich, el americano con quien se habia enfrentado dos anos antes en una villa de Vesinet, en el transcurso de una agitada noche. Lejos de inquietarlo, esa resurreccion le divirtio: [21] mas valia tratar con alguien a quien ya conocia.
—?Otra vez usted? —dijo en tono jocoso—. ?Acaso le han nombrado embajador de los gansteres americanos en Europa? Creia que estaba en la carcel.
—Estar dentro o fuera de ella muchas veces es una cuestion de dinero —dijo la voz fria y cortante que Aldo recordaba—. Los franceses cometieron el error de querer mandarme a Estados Unidos y aproveche la ocasion para darme el piro. Sal, Archie, pero no te alejes.
Ulrich fue a instalar su largo cuerpo huesudo, vestido de
—No tengo nada en contra de mantener una conversacion con usted, amigo, pero habriamos podido charlar en el hotel, donde parece tener entrada libre. Su casa es muy incomoda.