verdadera amistad —la reina Victoria Eugenia era la madrina de la pequena Maria Victoria, hija de la duquesa, que ocupaba el puesto de dama de honor—, de una edad similar y con un mismo sentido de la elegancia, las dos mujeres parecian realmente salidas de un cuadro de Goya, cuya obra y epoca eran el tema de la magnifica fiesta organizada en la Casa de Pilatos, el palacio sevillano de los Medinaceli, cuyo encanto cautivaba a Morosini.

No era la primera vez que el principe iba a Sevilla, pero en esta ocasion habia llegado dos dias antes con la reina gracias a la afectuosa invitacion del esposo de esta, el rey.

—Acabas de hacerme un gran favor, Morosini —habia declarado Alfonso XIII, que solia tutear a las personas que le agradaban—, y para agradecertelo, voy a pedirte otro: acompana a mi mujer a Andalucia. Ultimamente Espana la agobia un poco. Tu presencia sera una agradable diversion… Hay momentos en que anora Inglaterra.

—Pero, senor, yo no soy ingles —objeto Morosini, a quien tentaba poco la idea de encontrarse atrapado en los meandros de la severa etiqueta cortesana.

—Eres un veneciano con sangre francesa, o sea, casi perfecto, si a eso anadimos que el te no te parece una pocima y que detestas las corridas tanto como ella. Y como de todas formas no puedes alojarte bajo el mismo techo, te instalaras en una suite del Andalucia Palace como invitado mio. Te lo debo —anadio el rey cogiendo de su mesa de despacho un objeto magnifico: una copa de agata bordeada de oro y de piedras preciosas, cuya asa estaba formada por un Cupido de marfil y oro cabalgando sobre una quimera esmaltada…, el «favor» que se le agradecia a Aldo.

Dos meses antes, los talentos de Morosini habian sido requeridos por los herederos de un principe napolitano demasiado arruinado para que su familia, una vez sus esperanzas frustradas, dudara en «malbaratar» la increible cantidad de objetos de todo tipo amontonados en su viejo palacio. Alli dentro habia de todo, desde animales disecados, jaulas vacias y horrendos objetos seudogoticos, hasta deliciosas piezas de cristal, una coleccion de tabaqueras, algunos cuadros y sobre todo una copa antigua, excepcional, que decidio a Morosini a comprarlo todo, revender a un chamarilero la mayor parte de sus adquisiciones y quedarse solo con las tabaqueras y la copa, que le recordaba algo.

El vago recuerdo se convirtio en certeza despues de consultar numerosos libros antiguos en la paz de su biblioteca: el objeto habia pertenecido al gran delfin, hijo del rey de Francia Luis XIV. Al principe, coleccionista impenitente, le encantaban las copas, los platos y los cofrecillos que representaban lo mas precioso que se hacia en la epoca del Renacimiento y del Barroco. A su muerte, acaecida en Meudon el 14 de abril de 1711, el Rey Sol decidio que el hijo menor del gran delfin, convertido en el rey Felipe V de Espana, pese a su renuncia a los derechos al trono de Francia debia recibir al menos un recuerdo de su padre. Asi pues, el tesoro, guardado en suntuosos baules de piel sellados con las armas del heredero difunto, emprendio, convenientemente escoltado, el camino de Madrid. Alli permaneceria hasta el reinado bastante breve de Jose Bonaparte, a quien Napoleon I, su hermano, habia nombrado rey de Espana. Este, poco delicado, al abandonar el trono se llevo la coleccion a Paris.

Cuando Luis XVIII sucedio al emperador, podria haber considerado que el tesoro, reunido en Francia por uno de sus antepasados, debia permanecer alli, pero decidio devolverlo a Madrid para tratar de restablecer unas relaciones deterioradas por la tormenta corsa.

Desgraciadamente no se cuido mucho el embalaje y varias piezas se rompieron o resultaron danadas en el traslado. Peor aun: una docena desaparecio, entre ellas la copa de agata decorada con veinticinco rubies y diecinueve esmeraldas.

Una vez identificada su adquisicion, Aldo penso que seria conveniente ofrecerla a la Corona espanola a fin de que se reuniera en el palacio del Prado con sus hermanas supervivientes. Escribio, pues, al rey Alfonso XIII y a modo de respuesta recibio una invitacion.

No fue una buena operacion financiera, desde luego. Los reyes suelen hacerse de rogar para abrir la cartera, sobre todo si se trata de comprar lo que consideran que les pertenece, y el espanol no constituia una excepcion: fingio creer que era un presente, beso al veneciano en las dos mejillas, le concedio la orden de Isabel II con una emocion que incluso hizo correr una lagrima a lo largo de su imponente nariz borbonica y lo admitio definitivamente «en su intimidad». En otras palabras, Morosini fue tratado como amigo, acompano al rey en algunas de las locas carreras que le gustaba realizar con los potentes coches que le chiflaban y, sobre todo, fue con el a cazar, lo que le permitio constatar que Alfonso XIII tenia una vista de lince y era increiblemente rapido disparando. Cazando al vuelo con tres escopetas y dos «cargadores», Su Catolica Majestad conseguia con frecuencia dar en cinco blancos de cinco: dos delante, dos detras y el quinto en cualquier direccion. ?Asombroso! Era sin lugar a dudas el mejor tirador de Europa. Despues de una semana disfrutando de tales privilegios, no podia presentar una factura como si fuese un simple tendero. En consecuencia, Aldo dio la copa por perdida y se fue a Sevilla con Victoria Eugenia, dichoso de volver a ver a los Medinaceli y la Casa de Pilatos, una de las residencias mas bonitas erigidas bajo el cielo de Espana.

Construida en estilo mudejar pese a haberse empezado a fines del siglo XV, la Casa encerraba entre sus severos muros dos exuberantes jardines con fuentes, diversos edificios, un patio principal y otro mas pequeno, magnifico —donde estaba el cantante—, galerias caladas y una decoracion mudejar en la que los azulejos ocupaban un amplio lugar. Un poco excesivo para el gusto de Morosini, que no apreciaba sobremanera semejante derroche de esas placas de ceramica con dibujos y colores variados. No obstante, el conjunto poseia un encanto indiscutible.

En cuanto al nombre, si ese palacio de sultan llevaba el del famosisimo procurador de Judea, se lo debia a don Fadrique Enriquez de Ribeira, primer marques de Tarifa, que despues de efectuar un viaje a Tierra Santa quiso que su casa se pareciera a la de Pilatos. Una leyenda tal vez, pero que habia persistido, y durante la Semana Santa el palacio se convertia todos los anos en el punto de partida de una especie de «via dolorosa» que serpenteaba a traves de Sevilla, cuya parte medieval hay que reconocer que se asemeja a Jerusalen, con sus casas blancas cerradas sobre si mismas, sus jardines secretos y sus patios inundados de sombra.

Entre freneticos aplausos, cantante y guitarrista se habian retirado tras haber tenido el honor de ser presentados a su reina. Morosini aprovecho la circunstancia para retroceder discretamente entre los asistentes, pues le parecio un momento propicio para ir a contemplar mas de cerca un cuadro colgado en un saloncito de las estancias de invierno que solo habia entrevisto.

Con el sigilo que permitian las finas suelas de sus zapatos de charol, subio la escalera, que se elevaba en anchos tramos por un hueco revestido de azulejos de color en un estilo mudejar adaptado al gusto del Renacimiento, y llego a la habitacion que buscaba, pero se detuvo en el umbral haciendo un mohin de decepcion: alguien habia tenido la misma idea que el y estaba ante el retrato, el de esa reina de Espana que llamaban Juana la Loca y que era la madre de Carlos V.

Obra del maestro de La leyenda de la Magdalena, era un encantador retrato pintado cuando la hija de los Reyes Catolicos era muy joven y una de las princesas mas bellas de Europa. El terrible amor que la conduciria a las puertas de la locura aun no se habia apoderado de ella. En cuanto a la mujer que estaba alli y cuyas manos acariciaban el marco, su silueta ofrecia una curiosa similitud con la del cuadro, seguramente porque iba peinada y vestida de la misma forma, la que se estilaba en el siglo XV.

Morosini penso que se trataba de una excentrica, puesto que esa noche el tema escogido era Goya. Con todo, llevaba ropa suntuosa: tanto el vestido como el tocado, de terciopelo purpura bordado en oro, eran prendas dignas de una princesa. La propia mujer parecia joven y bonita.

Acercandose sin hacer ruido, Aldo vio que sus largas manos, de una extraordinaria blancura, abandonaban el marco para tocar la joya que Juana llevaba en el cuello, un ancho medallon de oro cincelado alrededor de un gran rubi cabujon. Lo acariciaban, y al observador le parecio oir un gemido. Esa alhaja era lo que el principe anticuario queria examinar mas de cerca, pues por su forma y su tamano le recordaba otras piedras.

Intrigadisimo, decidio abordar a la desconocida, pero esta vez ella lo oyo y volvio hacia el uno de los rostros mas bellos que Morosini hubiera visto jamas: un ovalo blanco, perfecto, y unos ojos de una profundidad insondable, enormes y oscuros, tan grandes que casi parecia que la mujer llevara una mascara. Y esos ojos estaban anegados de lagrimas.

—Senora… —dijo Aldo.

No pudo seguir: con un gesto de sobresalto, la mujer escapo hacia las sombras acumuladas al fondo de la estancia poco iluminada. Fue tan rapida que parecio fundirse en ellas, pero Morosini salio enseguida tras ella. Al llegar a la escalera, la vio parada hacia la mitad, como si lo esperara.

—?No se vaya! —le rogo—. Solo quiero hablar con usted.

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