Cuando el medico hubo salido de la habitacion, Vidal-Pellicorne se sento de nuevo. Morosini parecia perplejo.

—?Que te preocupa? —pregunto Adalbert—. ?Esas tres semanas?

—Si, claro. Aunque debo de necesitarlas, porque nunca me habia sentido tan debil…

—Te recuperaras. ?Quieres que llame a tu casa?

—?Ni se te ocurra! Pero quisiera que hicieses algo por mi.

—Todo lo que quieras menos volver a Paris. No te dejare hasta que no estes en plena forma. Dispongo de todo mi tiempo.

—No es una razon para perderlo. Deberias coger el coche, ir a buscar a Wong y llevarlo a Zurich. Parecia tener mucho interes en ir, y ademas, quien sabe, a lo mejor alli recibe alguna noticia. Al menos de Simon, porque lo que es del rubi…

—No tenemos muchas posibilidades de encontrarlo, ?verdad? Desde que estas aqui, me dedico a recorrer Praga en busca del hombrecillo de las gafas negras, pero debio de irse inmediatamente. No hay ni rastro de el. La policia tambien lo busca, porque evidentemente he dado su descripcion. La agresion contra el gran rabino ha causado un gran revuelo en la ciudad.

—Aunque consigamos echarle el guante, no recuperaremos el rubi: debe de estar ya en manos de Solmanski. Ese hombre sin duda forma parte de la banda que Sigismond se ha traido de Estados Unidos. De todas formas, yo no pierdo la esperanza de atrapar a este. No olvides que es mi cunado, y ademas, quizas el rubi siga haciendo de las suyas.

Adalbert se levanto y poso prudentemente una mano sobre el hombro de su amigo.

—Lo he pasado muy mal —dijo en un tono subitamente grave—. Si tu ya no estuvieras aqui, faltaria algo en mi vida. ?Asi que lleva cuidado con la tuya!

Acto seguido, se volvio, pero Aldo habria jurado que habia una lagrima en la comisura de sus ojos. Ademas, era muy raro que Adalbert se pusiera a sorber por la nariz con tanta energia.

TERCERA PARTE

El banquero de Zurich

9. Un visitante

Recostado en el respaldo del gran sillon antiguo colocado ante su escritorio, Morosini contemplaba con una mezcla de placer y de amargura el estuche abierto sobre el cartapacio de piel verde y oro. Contenia dos maravillas, dos pendientes de diamantes apenas tenidos de rosa, compuestos cada uno de ellos por una larga lagrima, un boton en forma de estrella tallada en una sola piedra y un delicado entrelazo de diamantes mas pequenos, pero todos de esa misma tonalidad poco comun. Bajo la intensa luz de la potente lampara de joyero, los diamantes despedian suaves destellos que debian de constituir, para quien los lucia, el mas seductor de los adornos. Ninguna mujer podia resistirse a su magia, y el rey Luis XV habia tenido que soportar un largo enfado de su favorita, la condesa Du Barry, cuando, delante de sus narices, habia regalado esas joyas a la delfina Maria Antonieta con motivo de su primer cumpleanos en Francia.

Esas maravillosas piezas le pertenecian. Se las habia comprado unos meses antes de conocer al Cojo a una anciana par de Inglaterra poseida por el demonio del juego y a la que habia conocido en el casino de Montecarlo, donde iba dejando poco a poco el contenido de su joyero.

Y cuando, movido por cierta compasion, le habia comentado, antes de comprar, que iba a perjudicar seriamente a sus herederos, ella habia contestado con un soberbio encogimiento de hombros:

—Estas joyas no forman parte de los bienes recibidos de mi difunto esposo. Eran de mi madre y me pertenecen. Ademas, detesto a las dos panfilas pretenciosas que son sobrinas mias por alianza y prefiero con mucho que hagan feliz a una mujer bonita.

—En tal caso, ?por que no acude a Sotheby's? Las pujas serian muy elevadas, seguro.

—Es posible, pero en una subasta nunca se sabe quien va a ser el destinatario; el mas rico es el que se lo queda. Con usted estoy tranquila porque es un hombre con gusto. Sabra vender con discernimiento… Ademas, tengo prisa.

Morosini ofrecio un precio justo que dejo su economia en una situacion precaria, pero, contrariamente a lo que pensaba lady X, no se habia decidido a separarse de una pieza tan cautivadora. Incluso habia constituido el comienzo de una coleccion a la que se habia sumado, entre otras alhajas, el brazalete de esmeraldas de Mumtaz Mahal, comprado en secreto a su viejo amigo lord Killrenan, que tampoco queria oir hablar de dejar entre las garras de sus herederos lo que habia sido un testimonio de amor. [20] Unos discretos golpes en la puerta interrumpieron la contemplacion y Aldo, sin siquiera cerrar el estuche, fue a abrir la puerta, que siempre cerraba con llave antes de abrir la enorme caja medieval, mas segura que todas las cajas fuertes del mundo. Tomaba esa precaucion a causa de Anielka, que nunca consideraba oportuno llamar antes de entrar en el despacho de su «marido», mientras que sus mas cercanos colaboradores jamas dejaban de hacerlo.

Esta vez era el senor Buteau, cuya mirada gris, siempre un poco melancolica, se poso sobre el estuche abierto. Esbozo esa sonrisa timida que le daba tanto encanto, un encanto que la edad no atenuaba.

—?Le molesto? Veo que estaba contemplando sus tesoros.

—No diga tonterias, Guy, usted no me molesta nunca y lo sabe. En cuanto a este tesoro, estaba preguntandome si no deberia deshacerme de el.

—?Dios bendito! ?Vaya ocurrencia! Yo creia que, de toda su coleccion, estos pendientes eran su joya favorita.

Aldo, despues de haber cerrado de nuevo con llave, volvio a su mesa y cogio el estuche entre sus largos dedos finos y nerviosos.

—Es verdad. Los compre pensando ofrecerselos un dia a la que se convirtiera en mi mujer, la madre de mis hijos, la companera de los buenos y los malos momentos. Pero reconozca que, en las circunstancias actuales, eso ya no tiene sentido.

—Pero lo tienen su belleza y su historia. A la delfina le encantaba esta joya y la lucia con frecuencia incluso siendo ya reina. A no ser que necesite dinero…

—Sabe perfectamente que no. Nuestros negocios van de maravilla pese a mis numerosas ausencias.

—Que nunca tienen otro objetivo que incrementar el prestigio de esta casa.

Desde que habia regresado a Venecia acompanado de Adalbert, casi tres meses antes, Aldo, efectivamente, se habia volcado en el trabajo. Mientras que el arqueologo volvia a Paris, tras haber aceptado una propuesta para hacer una gira de conferencias, el habia recorrido Italia, la Costa Azul y parte de Suiza con la secreta esperanza de encontrar alguna pista del rubi en los diversos actos a los que acudia y las visitas a clientes que realizaba. En realidad, buscaba sobre todo el rastro de Sigismond Solmanski. No dudaba ni por un instante que era el jefe de la banda de gansteres americanos de cuyas fechorias habia sido victima. Adalbert, por su parte, hacia lo mismo en las diferentes ciudades de Europa a las que iba. Durante un tiempo, sin embargo, Aldo creyo que no le costaria mucho encontrar su pista.

Cuando llego a su casa procedente de Praga, Anielka no estaba; se encontraba cenando en el Lido en compania de su cunada, que habia ido a descansar alli unos dias. Una estancia que no parecia hacer ninguna gracia a Celina, quien, sin siquiera dar tiempo a su senor de ir a darse un bano, habia empezado a soltar una apasionada filipica en la que ni Zaccaria, su esposo, ni Guy Buteau, consiguieron introducir una sola palabra. Ni tampoco, dicho sea de paso, el propio Aldo.

—?Que verguenza! ?Esa mujer se comporta aqui como si estuviera en su casa! ?Que salga, que vaya a ver a unos y otros, eso me da igual, es cosa suya, pero que invite a sus supuestos amigos, eso no lo soporto! Y desde

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