—?Y donde esta en estos momentos? —pregunto Morosini, que empezaba a envalentonarse.

—Deberia preguntarselo al florista de la Bahnhofstrasse. Yo no tengo ni la menor idea… Senor embajador, senora, es un gran honor recibirlos esta noche —anadio el banquero, dando la bienvenida a una pareja que solo podia ser inglesa.

Naturalmente, los dos amigos se habian apartado de inmediato y estaban dando otra vuelta por los salones, decorados para la ocasion con una infinidad de rosas y orquideas, realzadas, al igual que las mujeres presentes, por la iluminacion, de la que habia sido desterrada la fria electricidad. Unos enormes candelabros de pie cargados de largas velas eran los unicos admitidos a lo que debia ser el triunfo de Dianora. Un verdadero ejercito de sirvientes con librea al estilo ingles, bajo las ordenes del imponente mayordomo, velaban por el confort de los invitados, entre los que la flor y nata de la banca y la industria suizas se codeaba con diplomaticos extranjeros y hombres de letras. Ningun artista, pintor o actor figuraba entre esta multitud de elegancia diversa, pero cuyas mujeres lucian valiosas joyas, algunas de ellas antiguas. Quiza los invitados al baile serian menos estirados, pero por el momento estaban entre personas importantes y serias.

Aldo no habia tenido ninguna dificultad en localizar a Ulrich nada mas llegar; tal como habia predicho, el ganster, transformado en sirviente de aspecto intachable, habia conseguido que lo contrataran y se ocupaba del guardarropa situado junto a la gran escalera, donde se amontonaba ya una fortuna en pieles. Ulrich se limito a intercambiar con el una mirada. Estaba acordado que, durante el baile, Morosini acompanaria a su extrano socio al despacho del banquero y le daria las indicaciones necesarias.

Por los salones circulaban sirvientes con bandejas cargadas de copas de champan. Adalbert cogio dos y ofrecio una a su amigo.

—?Conoces a alguien? —pregunto.

—Absolutamente a nadie. No estamos en Paris, en Londres o en Viena, y no tengo ningun pariente, ni siquiera lejano, a quien presentarte. ?Te sientes solo?

—El anonimato tiene sus ventajas. Es bastante relajante. ?Tu crees que veremos el rubi esta noche?

—Supongo. En cualquier caso, el emisario de nuestro amigo ha hecho gala de una discrecion y una habilidad ejemplares. Nadie ha visto nada de nada.

—No. Theobald y Romuald se han relevado para vigilar la entrada de Cartier, pero no les ha llamado la atencion nada. El tal Ulrich tenia razon: tratar de interceptar la joya en Paris era imposible… ?Dios bendito!

Todas las conversaciones se habian interrumpido y la piadosa exclamacion de Adalbert resono en el subito silencio, resumiendo el estupor admirativo de los invitados: Dianora acababa de aparecer en la entrada de los salones.

Su largo vestido de terciopelo negro, provisto de una pequena cola, era de una sobriedad absoluta y Aldo, con el corazon encogido, vio por un instante el retrato de su madre pintado por Sargent, que era uno de los ornamentos mas hermosos de su palacio de Venecia. El vestido que Dianora llevaba esa noche, al igual que el de la difunta princesa Isabelle Morosini, dejaba desnudos los brazos, el cuello y los hombros, mientras que un ligero drapeado cubria el pecho y se repetia en la cintura. Dianora habia admirado tiempo atras ese retrato y se habia acordado de el al encargar su atuendo para esa noche. ?Que mejor estuche que su carne luminosa podia ofrecer, efectivamente, al fabuloso rubi que brillaba en su escote? Porque alli estaba el rubi de Juana la Loca, lanzando sus destellos maleficos en medio de una guirnalda compuesta de magnificos diamantes y de otros dos rubies mas pequenos. Contrariamente a la costumbre, en los brazos y las orejas de la joven no brillaba ninguna joya. Ninguna tampoco en la seda plateada de su magnifica cabellera, recogida en un mono alto para dejar despejado el largo cuello. Como unico recordatorio del fascinante color de la joya, unos zapatos de saten purpura asomaban bajo el oleaje oscuro del vestido al ritmo de sus pasos. La belleza de Dianora esa noche dejaba sin respiracion a todas aquellas personas que la miraban avanzar sonriente. Su esposo se habia acercado a ella enseguida y, despues de haberle besado la mano, la conducia hacia sus invitados mas importantes.

—?Echame una mano! —susurro Vidal-Pellicorne, que no andaba mal de memoria—. ?Tu madre lleva el zafiro en el retrato de Sargent?

—No. Solo un anillo: una esmeralda cuadrada. ?Tu tambien te has dado cuenta de que es el mismo vestido?

De pronto se rompio el silencio. Alguien habia empezado a aplaudir y todo el mundo lo imito con entusiasmo. Pasaron a la mesa rodeados de una verdadera atmosfera de fiesta.

La cena, servida en porcelana antigua de Sajonia, corladura y preciosas copas grabadas en oro, fue lo que debia de ser para los dos extranjeros en tales circunstancias: magnifica, suculenta y aburrida. El caviar, la caza y las trufas se sucedieron, escoltados de asombrosos caldos franceses, pero lo que carecia de atractivo era el vecindario. A Aldo le habia tocado una glotona empedernida, muy amable, eso si, pero cuya conversacion giraba unicamente en torno a la cocina. Su otra vecina de mesa, flaca y seca bajo una cascada de diamantes, no comia nada y hablaba menos aun. Asi pues, el veneciano veia desfilar los platos con una mezcla de alivio y de temor. A medida que avanzaban hacia el postre, se acercaba el momento en que tendria que representar uno de los papeles mas dificiles de su vida: guiar a un ladron hasta los tesoros de un amigo, y hacerlo de manera que no se llevase nada. ?La cosa no era sencilla!

Adalbert, por su parte, se encontraba mejor acompanado: frente a el habia descubierto a un profesor de la Universidad de Viena muy versado en el mundo antiguo, y desde el comienzo de la cena los dos, indiferentes a sus companeras, intercambiaban alegremente hititas, egipcios, fenicios, medas, persas y sumerios con un apasionamiento cuidadosamente alimentado por los sumilleres encargados de sus copas. Estaban tan atrapados por el tema que hicieron falta algunos energicos «?chsss!» para que el burgomaestre de Zurich pudiera dirigir a la senora Kledermann un encantador y breve discurso en honor de su cumpleanos, que les permitia disfrutar a todos de una fiesta tan esplendida. El banquero dijo tambien unas palabras amables para todos y tiernas para su mujer. Finalmente, se levantaron de la mesa a fin de dirigirse al gran salon de baile, situado al otro lado de la gran escalera y decorado con plantas y una profusion de rosas, que daba a un invernadero y a un salon preparado para los jugadores. Una orquesta cingara, cuyos componentes vestian dolmanes rojos con alamares negros, relevo al cuarteto de cuerda que habia acompanado, invisible y presente, la cena. Los invitados al baile empezaban a llegar, trayendo consigo el fresco del aire nocturno. Ulrich y sus companeros estaban muy ocupados en los guardarropas. La aventura estaba prevista para cuando la fiesta estuviese en marcha.

Poco antes de medianoche, Aldo penso que el momento se acercaba y hubiera pagado lo que fuese para evitarlo. La mayoria de los invitados habia llegado. Kledermann se habia concedido la tregua de una partida de bridge con tres caballeros de semblante grave. En cuanto a Dianora, liberada de sus deberes de anfitriona, acababa de aceptar bailar con Aldo.

Era la primera vez que conseguia acercarse a la joven desde el principio de la velada. En ese momento la tenia entre sus brazos mientras bailaban un vals ingles y podia apreciar en su justo valor la luminosidad de su tez, la finura de su piel, la sedosa suavidad de sus cabellos y el fulgor triunfal del rubi resplandeciendo en el centro de su escote. No podia evitar dedicarle un cumplido.

—Cartier ha hecho una maravilla —dijo—, pero habria sido igual de suntuoso con otra piedra.

—?Tu crees? Un rubi de este tamano no se encuentra facilmente, y a mi me parece cautivador.

—Pues a mi me parece detestable. ?Dianora, Dianora! ?Por que no quieres creer que llevando esa maldita piedra estas en peligro?

—No la llevare muy a menudo. Una joya de este valor pasa mucho mas tiempo en las cajas fuertes que sobre su propietaria. En cuanto acabe el baile, volvera a la camara acorazada.

—Y tu no pensaras mas en el. Habras tenido lo que querias: una piedra esplendida, un momento de triunfo. ?Sabes que no voy a dejar de temer por ti?

Ella le dedico la mas deslumbradora de las sonrisas estrechandose un poco contra el.

—?Que agradable es oir eso! ?Vas a pensar en mi sin parar? ?Y quieres que me separe de una joya tan magica?

—?Has olvidado nuestra ultima conversacion? Amas a tu marido, ?no?

—Si, pero eso no quiere decir que renuncie a mimar algunos buenos recuerdos. Y creo que tu me has dado los mas bonitos —anadio, poniendose seria. Pero Aldo habia dejado de mirarla.

Observaba con estupor al trio que, con una sonrisa en los labios, estaba cruzando el umbral de la sala. Un hombre y dos mujeres: Sigismond Solmanski, Ethel y… Anielka. Aldo dejo de bailar.

—?Que hacen aqui? —mascullo entre dientes.

Dianora, sorprendida al principio por la interrupcion, habia seguido la direccion de su mirada.

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