– No se mucho de leyes, pero parece una sentencia excesiva -habia opinado Emma.

– No fue solo por los ninos. Un sacerdote de una parroquia vecina, Matthew Crampton, se ocupo de buscar mas pruebas contra el y llevo a declarar a tres jovenes, que acusaron al padre John de barbaridades aun peores. Segun ellos, los abusos deshonestos que habian sufrido en la infancia los habian condenado al paro, la infelicidad, la delincuencia y la vida marginal. Mintieron, pero de todas maneras el padre John se declaro culpable. Tenia sus razones.

Aunque no estaba segura de compartir la fe de Raphael en la inocencia del padre John, Emma sentia una profunda compasion por el. Parecia un hombre aislado en un mundo propio, empenado en proteger el nucleo de una personalidad vulnerable, como si llevase en su interior un objeto fragil, susceptible de quebrarse con la menor sacudida. Siempre se mostraba cortes y afable, y Emma solo habia atisbado su intima angustia en las pocas ocasiones en que lo habia mirado a los ojos; entonces habia tenido que volver la cabeza. Quizas el tambien llevara una carga de culpa. En parte, Emma habria preferido que Raphael no le hubiese contado nada. No acertaba a imaginar la vida del sacerdote en la carcel. ?Que clase de hombre se someteria por propia voluntad a ese infierno?, se pregunto. Y su vida en Saint Anselm no debia de ser facil. Ocupaba un apartamento privado en la tercera planta, con una hermana soltera que, con un poco de benevolencia, podria calificarse de excentrica. Aunque en las escasas ocasiones en que los habia visto juntos Emma habia notado que el padre John adoraba a la mujer, quizas el amor no significase para el un consuelo, sino una carga adicional.

Se pregunto si debia decir algo acerca de la muerte de Ronald Treeves. Habia leido un articulo sobre el caso en un periodico nacional, y Raphael, que por una misteriosa razon se habia impuesto la tarea de mantenerla en contacto con Saint Anselm, le habia telefoneado para comunicarle la noticia. Despues de meditarlo mucho, ella habia escrito una carta breve y cuidadosamente redactada al padre Sebastian, dandole sus condolencias. La respuesta, escrita con la elegante caligrafia del rector, habia sido aun mas breve. Sin duda, lo mas natural era comentar lo sucedido con el padre John, pero algo la retuvo. Intuia que se trataba de un tema conflictivo, incluso doloroso.

Ahora Saint Anselm se apreciaba con absoluta claridad: los tejados, las altas chimeneas, las torretas, el campanario y la cupula se oscurecian a ojos vistas conforme se desvanecia la luz. En la parte delantera, los dos ruinosos pilares de la isabelina caseta de guardia, demolida mucho tiempo atras, transmitian sus mudos y ambiguos mensajes; groseros objetos falicos, centinelas indomitos contra el avance continuo del enemigo, recordatorios obstinadamente perdurables del inevitable final de la casa. ?Cual era la causa de este subito sentimiento de tristeza y vaga aprension?, se pregunto Emma. ?La presencia del padre John a su lado, o la imagen de Ronald Treeves exhalando su ultimo suspiro bajo el peso de la arena? Hasta el momento, siempre se habia alegrado al aproximarse a Saint Anselm; ahora la embargaba una sensacion muy parecida al miedo.

La puerta principal se abrio antes de que llegaran a ella, y Emma vislumbro la silueta de Raphael perfilada por la luz del vestibulo. Era obvio que la esperaba. Permanecio alli inmovil, como tallado en piedra, mirandolos. Ella recordo la primera vez que lo habia visto; lo habia mirado con momentanea incredulidad y luego se habia reido de su propia incapacidad para disimular el asombro. Con ellos estaba otro alumno, Stephen Morby, que tambien se habia echado a reir. «Es extraordinario, ?no? -habia dicho el-. Un dia estabamos en un pub, en Reydon, y una mujer se acerco y dijo: “?De donde has salido? ?Del Olimpo?” Yo hubiera querido saltar sobre la mesa, descubrirme el pecho y gritar: “?Mirame! ?Mirame!” Pero no tengo nada que hacer a su lado.»

Habia hablado sin una pizca de envidia. Quiza comprendiera que la belleza en un hombre no era tan ventajosa como cabria suponer; en efecto, a Emma le costaba mirar a Raphael sin el supersticioso recelo que se experimenta ante la belleza extrema. Tambien le llamaba la atencion el hecho de que podia mirarlo con placer, pero sin sentir la mas minima atraccion sexual. Tal vez fuese mas atractivo para los hombres que para las mujeres. De cualquier forma, si ejercia algun influjo sobre cualquiera de los dos sexos, por lo visto el no era consciente de ello. Su actitud serena y confiada indicaba que sabia que era hermoso y que su belleza lo hacia diferente. Pese a que valoraba su excepcional apariencia y se alegraba de poseerla, no parecia importarle el efecto que causaba en otros.

Raphael sonrio y bajo la escalera tendiendole las manos. Emma, presa de un temor irracional, interpreto ese gesto mas como una advertencia que como un saludo. El padre John inclino la cabeza, esbozo un gesto de agradecimiento y se marcho.

Raphael agarro la maleta y el ordenador portatil de Emma.

– Bienvenida -dijo-. No puedo prometerte un fin de semana agradable, pero quiza sea interesante. Tenemos un policia en la casa…, nada mas y nada menos que de Scotland Yard. El comisario Dalgliesh ha venido a investigar la muerte de Ronald Treeves. Y hay alguien cuya presencia me preocupa mas. Pienso guardar las distancias y te recomiendo que sigas mi ejemplo. Es el archidiacono Matthew Crampton.

15

Aun le quedaba una visita pendiente. Despues de pasar por su habitacion, Dalgliesh abrio la verja de hierro que se alzaba entre Ambrosio y la pared de piedra de la iglesia y recorrio los ochenta metros que lo separaban de la casa San Juan. Era la hora del ocaso y, al oeste, el dia agonizaba en un llamativo cielo con vetas rosadas. Al borde del camino, las altas y delicadas hierbas se mecian a merced de una brisa que comenzaba a arreciar y de vez en cuando se inclinaban, empujadas por una subita rafaga. Detras de Dalgliesh, pinceladas de luz adornaban la fachada oeste de Saint Anselm, y las tres casas deshabitadas resplandecian como iluminados puestos de avanzada de un castillo sitiado, acentuando el oscuro contorno de la vacia San Mateo.

A medida que la luz se desvanecia, el rumor del mar se intensificaba, y su antes suave y ritmico gemido comenzaba a semejarse a un rugido ahogado. El comisario evoco que la ultima luz de la tarde siempre producia la sensacion de que el poder del mar aumentaba, como si noche y oscuridad fuesen sus aliados naturales. En sus tiempos de juventud, se sentaba ante la ventana de Jeronimo y contemplaba el monte ensombrecido, imaginando una quimerica costa donde los precarios castillos de arena se desmoronaban por fin, los gritos y risas de los ninos se acallaban, las tumbonas se plegaban y retiraban y el mar se quedaba solo, removiendo los huesos de marineros ahogados en las bodegas de barcos hundidos tiempo atras.

La puerta de la casa San Juan estaba abierta, y la luz del interior banaba el camino que conducia a la armoniosa verja. Dalgliesh aun veia con claridad las paredes de madera de la pocilga, a la derecha, donde se oian amortiguados grunidos y pisadas. Percibio el olor, ni fuerte ni desagradable, de los animales. Vislumbro el jardin que se extendia detras, con ordenadas hileras de hortalizas irreconocibles, altas canas que sujetaban los tallos de las habichuelas y, al fondo, un pequeno invernadero.

En cuanto oyo los pasos de Dalgliesh, Eric Surtees salio a la puerta. Parecio titubear y luego, sin abrir la boca, se hizo a un lado y lo invito a pasar con un rigido ademan. El comisario sabia que el padre Sebastian habia advertido al personal de su inminente visita, aunque ignoraba que explicaciones les habia dado. Intuyo que lo esperaban, aunque no con alegria.

– ?El senor Surtees? -pregunto-. Soy el comisario Dalgliesh, de la Policia Metropolitana. Supongo que el padre Sebastian le habra dicho que he venido a hacer averiguaciones sobre la muerte de Ronald Treeves. Su padre no estaba en Inglaterra cuando se celebro la vista y, como es natural, desea informarse de las circunstancias del fallecimiento de su hijo. Si no tiene inconveniente, me gustaria hablar con usted durante unos minutos.

Surtees asintio.

– Esta bien. ?Quiere pasar por aqui?

Dalgliesh lo siguio a una habitacion situada a la derecha del pasillo. El ambiente no podia diferir mas de la comoda domesticidad de la casa de la senora Pilbeam. Aunque en el centro habia una mesa de madera natural con cuatro sillas, la estancia estaba amueblada como un taller. En la pared opuesta a la puerta habia unas rejillas de las que colgaban utensilios de jardineria inmaculadamente limpios -palas, rastrillos, azadas- junto con tijeras de trasquilar y serruchos. Justo debajo, un armario de madera con compartimientos contenia cajas de herramientas y enseres mas pequenos. Frente a la ventana habia un banco de trabajo, con un fluorescente encima. La puerta de la cocina, que estaba abierta, dejaba salir un olor penetrante y desagradable. Surtees estaba hirviendo bazofia para su pequena piara.

Aparto una silla de la mesa. Sus patas chirriaron contra el suelo de piedra.

– Si no le importa esperar un momento, ire a lavarme. He estado cuidando a los cerdos.

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