cinturon de seguridad y me ayudaba con el mio, el senor Gregory dijo:

– La acompanare a la casa de la senora Pilbeam. Aunque es probable que no este alli. En tal caso, sera mejor que venga a la mia. Lo que los dos necesitamos es una copa.

Pero la senora Pilbeam estaba en casa, y me alegre de ello despues de todo. El senor Gregory expuso de manera concisa los hechos y anadio:

– El padre Sebastian y el padre Martin se han quedado con el cuerpo, y la policia llegara muy pronto. Por favor, no comente esto con nadie hasta que vuelva el padre Sebastian. El informara a todo el seminario.

Cuando el se hubo marchado, Ruby preparo un te fuerte, caliente y reconfortante. Revoloteaba alrededor de mi, aunque no recuerdo sus palabras ni sus gestos. No le conte gran cosa, pero ella tampoco lo esperaba. Me trataba como si estuviese enferma: me indico que me sentara en uno de los sillones que estan frente a la chimenea, encendio dos barras de la estufa electrica por si me habia enfriado a causa de la conmocion y por ultimo echo las cortinas para que disfrutara de lo que describio como un «agradable y largo descanso».

Supongo que transcurrio una hora antes de que llegase la policia: un joven sargento con acento gales. Era un hombre amable y paciente, y yo respondi a sus preguntas con serenidad. Al fin y al cabo, no habia mucho que decir. Me pregunto si conocia bien a Ronald, cuando lo habia visto por ultima vez y si recientemente parecia deprimido. Le dije que lo habia visto la tarde anterior, caminando hacia la casa del senor Gregory, probablemente para recibir su clase de griego. El trimestre acababa de empezar, y no nos habiamos encontrado antes. Me dio la impresion de que el sargento de policia -creo que se llamaba Jones o Evans; un apellido gales- se arrepintio de haber preguntado si Ronald estaba deprimido. De todas maneras dijo que todo parecia bastante claro, le hizo algunas preguntas a Ruby y se marcho.

El padre Sebastian comunico la noticia a toda la facultad poco antes de las cinco, cuando se reunieron para cantar las visperas. La mayoria de los seminaristas ya habia adivinado que se habia producido una tragedia; los coches de policia y el de la funeraria no aparecieron discretamente. No se que dijo el padre Sebastian, pues no fui a la biblioteca. Lo unico que deseaba en esos momentos era estar sola. Sin embargo, mas tarde, Raphael Arbuthnot, el delegado de los alumnos, me trajo una pequena maceta con violetas africanas en nombre de todos los seminaristas. Uno de ellos debio de ir en coche a Pakefield o Lowestoft para comprarlas. Cuando me las dio, Raphael se inclino y me beso en la mejilla.

«Lo lamento mucho, Margaret», dijo.

Era una frase tipica en tales circunstancias, pero no sono como un cliche. Mas bien parecia una disculpa.

Dos noches despues comenzaron las pesadillas. Jamas habia tenido pesadillas, ni siquiera tras mis primeros contactos con la muerte como estudiante de enfermeria. Los suenos son horribles, y ahora me quedo sentada frente al televisor hasta bien entrada la noche, temiendo el momento en que me venza el cansancio. Siempre sueno lo mismo. Ronald Treeves esta de pie junto a la cama, desnudo y con el cuerpo recubierto de arena humeda. La arena le cubre tambien el pelo rubio y la cara. Solo sus ojos, libres de ella, me miran con reproche, como preguntandome por que no hice algo para salvarlo. Se que no podria haber hecho nada. Se que habia muerto mucho antes de que yo encontrase el cuerpo. Sin embargo, sigue apareciendo ante mi noche tras noche, con esa mirada rencorosa y acusadora y la arena humeda que cae a terrones de su vulgar y regordeta cara.

Quizas ahora que he escrito esto me deje en paz. Aunque no me considero una mujer fantasiosa, hay algo extrano en su muerte, algo que deberia recordar pero que yace enterrado en el fondo de mi mente, mortificandome. Intuyo que la muerte de Ronald Treeves no fue un final, sino un principio.

2

Dalgliesh recibio la llamada a las diez y cuarenta de la manana, poco despues de regresar a su despacho de una reunion con la Junta de Relaciones con la Comunidad. Se habia alargado mas de lo previsto -como ocurria siempre con esas reuniones- y faltaban solo cincuenta minutos para su cita con el director general en las oficinas del ministro del Interior en la Camara de los Comunes. Tiempo suficiente, penso, para tomar un cafe y hacer un par de llamadas importantes. Sin embargo, no habia llegado aun a su escritorio cuando la secretaria asomo la cabeza a la puerta del despacho.

«El senor Harkness le agradeceria que pasara a verlo antes de marcharse. Sir Alred Treeves esta con el.»

?Y que? Sir Alred queria algo, desde luego, como todos los que venian a ver a los altos cargos de Scotland Yard. Y sir Alred invariablemente conseguia lo que queria. Uno no llega a director de una de las multinacionales mas prosperas sin saber controlar de modo intuitivo los delicados hilos del poder, tanto en las cuestiones pequenas como en las grandes. Dalgliesh conocia su reputacion; era practicamente imposible ignorarla viviendo en el siglo xxi. Tenia fama de ser un jefe justo, incluso generoso, de un personal con exito; un desprendido patrocinador de organizaciones beneficas; un respetado coleccionista de arte europeo del siglo xx. Para un cinico, todo eso podria significar que sir Alred era un implacable enemigo de los fracasados, un bien publicitado defensor de las causas de moda y un inversor con olfato para los beneficios a largo plazo. Hasta su fama de grosero era ambigua. Puesto que su descortesia era indiscriminada y la dirigia contra debiles y poderosos por igual, no habia hecho mas que forjarle una imagen de honrosa imparcialidad.

Dalgliesh tomo el ascensor hacia la septima planta sin esperanzas de pasar un buen rato, pero con considerable curiosidad. Al menos la reunion seria breve; a las once y cuarto debia salir para recorrer aquel conveniente kilometro que lo separaba del Ministerio del Interior. En el orden de prioridades, el ministro del Interior tenia precedencia incluso sobre sir Alred Treeves.

El subdirector y sir Alred estaban de pie junto al escritorio de Harkness, y ambos se volvieron para recibir a Dalgliesh. Como suele suceder con las personas que aparecen constantemente en los medios de comunicacion, la primera impresion que Treeves causo en Dalgliesh fue desconcertante. Era mas corpulento y menos apuesto de lo que parecia en television, con un contorno facial menos definido. En cambio, la sensacion de que poseia un poder latente y se jactaba de el fue incluso mas fuerte. Su punto debil consistia en vestir como un granjero prospero: solo llevaba impecables trajes de tweed en las ocasiones mas solemnes. Sin duda habia algo de campesino en su aspecto: los hombros fornidos, el bronceado de las mejillas, la prominente nariz y el cabello rebelde que ningun barbero conseguia disciplinar. Era muy oscuro, casi negro, con un mechon cano peinado hacia atras desde el centro de la frente. De hallarse ante un hombre mas preocupado por su apariencia, Dalgliesh habria sospechado que ese mechon era tenido.

Cuando entro, Treeves le dirigio una mirada directa de genuino interes por debajo de sus pobladas cejas.

– Creo que ya se conocen -dijo Harkness.

Se estrecharon la mano. La de sir Alred era fria y fuerte, pero la retiro de inmediato como para dejar claro que se trataba de una mera formalidad.

– Nos conocimos en una reunion en el Ministerio del Interior a finales de la decada de los ochenta, ?no? -dijo-. Era sobre la politica educativa en las zonas urbanas deprimidas. No se por que me meti en aquel asunto.

– Su empresa hizo una generosa donacion a uno de los programas de ensenanza. Supongo que queria asegurarse de que su inversion resultaria util.

– Dudo que eso sea posible. La gente joven quiere empleos bien remunerados por los que merezca la pena madrugar; no buscan formacion para trabajos que no existen.

Dalgliesh recordo la ocasion. Habia sido el habitual ejercicio de relaciones publicas, perfectamente organizado. Pocos de los altos funcionarios o ministros presentes esperaban gran cosa de la reunion y, en efecto, no habian sacado mucho en limpio. Treeves habia formulado varias preguntas pertinentes y expresado su escepticismo ante las respuestas, solo para marcharse antes de que el ministro expusiese las conclusiones. ?Por que habia decidido asistir e incluso colaborar en el proyecto? Quiza tambien eso fuese un ejercicio de relaciones publicas.

Harkness hizo un vago ademan hacia las negras sillas giratorias alineadas junto a la ventana y murmuro algo sobre un cafe.

– No, gracias -respondio Treeves, cortante-, no quiero cafe. -Su tono daba a entender que acababan de ofrecerle una bebida exotica e inadecuada para las diez y cuarenta y cinco de la manana.

Se sentaron con el aire ligeramente receloso de tres jefes de la mafia reunidos para delimitar territorios.

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